jueves, 23 de enero de 2020
CAPITULO 99 (TERCERA HISTORIA)
A los pocos minutos, las doncellas comenzaron a indicar a los invitados cuáles eran sus asientos para la cena. Ramiro y ella estaban asignados en una mesa de abogados y fiscales con sus respectivas parejas. Su novio los conocía a todos por haber coincidido en los tribunales.
Como era su costumbre, se acomodó enfrente de Paula antes siquiera de que ella eligiera uno de los silloncitos de mimbre. Y no le quedó otra opción que el único libre, pues fue la última en llegar a la mesa.
Cuando agarró el asiento, una mano se posó en la parte baja de su espalda.
Paula giró el rostro y descubrió a Pedro, que le retiró el silloncito y la empujó ligeramente para que se acomodara, comprimiendo la mandíbula y aleteando las fosas nasales. Ella se movió en trance, abrasada por el contacto.
A continuación, Pedro se dirigió a su propia mesa, justo a su derecha, con sus hermanos, sus cuñadas, Daniel, Christian, Mauricio y Lucas.
La cena fue deliciosa, exquisita, de ocho platos y de casi cuatro horas de duración, y resultó como todas a las que asistía Paula como acompañante de Ramiro: silenciosa y ausente. Él la ignoró, solo se interesaba por ella en presencia de Karen y de Elias, cosa que también le había reprochado dos noches atrás.
Ramiro lo había negado, por supuesto.
En el postre, las luces se apagaron. La bellísima canción My way, entonada por Fran Sinatra, resonó en los altavoces repartidos en las esquinas del techo.
Numerosas exclamaciones de sorpresa y de entusiasmo poblaron el ambiente.
Por la izquierda de la barra, aparecieron los tres hermanos Alfonso conduciendo una mesa con ruedas, donde reposaba una tarta inmensa, blanca, de diez pisos circulares de mayor a menor tamaño y con infinitas velas negras; en la cima, había un estetoscopio gigante clavado en el último pastel, parecía de chocolate.
Catalina y Samuel, en el centro del salón, se levantaron, emocionados.
Sus hijos, sonriendo, pararon frente a su padre.
Los presentes se incorporaron para no perderse detalle.
—¡No puedo yo solo! —gritó el señor Alfonso—. ¡Zaira, Rocio, venid! ¡Mamá, papá!
Sus dos nueras no perdieron el tiempo, corrieron hacia ellos. Ana y Miguel lo hicieron más despacio, pero igual de encantados.
—¡A la de tres! —señaló Samuel, rodeando a su mujer por la cintura.
—¡Uno! —indicaron algunos invitados a coro.
—¡Dos! —se sumaron los demás.
—¡TRES!
Los nueve integrantes de esa extraordinaria familia soplaron las velas. La carpa estalló en aplausos y vítores. El señor Alfonso abrazó con fuerza a sus cinco hijos.
Pedro buscó a Paula entre la muchedumbre. Ella le dedicó una sonrisa, tan temblorosa como lo estaba su cuerpo; tenía una mano en el corazón y empezó a derramar lágrimas, sobrecogida por la preciosa escena que acababa de ver. En ese instante, lo supo: quería formar parte de esa maravillosa familia, los Alfonso, pero, sobre todo, compartir aquellos momentos tan bonitos y mágicos con su héroe...
Su alma se resquebrajó en miles de pedazos. Él frunció el ceño al percatarse de su estado en apenas un instante y avanzó hacia Paula, pero ella retrocedió y huyó. Si Pedro se acercaba, Paula cometería el terrible error de humillar a sus padres y a Ramiro delante de tanta gente, porque se arrojaría a sus brazos para no despegarse nunca más, como una lapa...
Sin embargo, antes de poner un pie fuera de la carpa, Ana la agarró de la muñeca.
—Ahora, tesoro —le sonrió.
Paula asintió, incapaz de hablar.
—Sube a la segunda planta —le indicó la anciana—. Al fondo del pasillo, hay otro, perpendicular a él. La puerta de la izquierda del todo —la besó en la mejilla—. En cuanto lo veas, sabrás cuál es mi regalo. Gracias, tesoro —sus ojos resplandecieron—. Gracias... —insistió y se fue.
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