domingo, 29 de diciembre de 2019

CAPITULO 29 (TERCERA HISTORIA)




Ella se escabulló al exterior y respiró hondo. 


Aceptó un folleto que le ofreció uno de los empleados del Club, en el que se detallaban las actividades de la fiesta: el discurso del presidente, tiempo libre, almuerzo, partido de polo, tiempo libre, cena de gala y fiesta con juegos. Para los que deseaban practicar otro deporte, bastaba con acercarse a la sección correspondiente en otro campo.


—Aquí estás —le dijo alguien a su espalda.


Paula se giró y vio a Rocio y a Zaira observándola.


—Según el programa, tenemos tiempo libre —informó la pelirroja—. ¿Nos tomamos un aperitivo?


Los invitados se desperdigaron. Su prometido pasó por su lado, pero ni siquiera se percató de ella, estaba demasiado interesado en su conversación con el fiscal, por lo que Paula decidió divertirse con sus nuevas amigas.


—¿Vamos al bar de la piscina? —les sugirió ella, sonriendo.


El Club de Campo contaba con una zona de descanso independiente del hotel. Era otra caseta aparte que conducía a una terraza, de suelo de césped artificial, con sofás y pufs de mimbre, cojines blancos y camas con doseles. Se hallaba junto a los establos. Los invitados más jóvenes ya estaban allí disfrutando de un cóctel; algunos bailaban, disfrutando de la música actual del verano que sonaba en los pequeños y numerosos altavoces.


Las tres se acomodaron en una de las camas, al final de la terraza, justo donde terminaba el césped y comenzaba el suelo de madera de la piscina olímpica, con hamacas alrededor de la misma. Algunas chicas se tumbaron para saborear el fantástico sol. Un camarero les tomó nota de las bebidas: tres refrescos sin alcohol.


—Tengo muchísimo calor —comentó la rubia, ahuecándose el vestido blanco en el escote, abanicándose—. ¿Y si metemos los pies en el agua?


Y eso hicieron. Esperaron a tener las bebidas y se sentaron en el borde de la piscina, en una esquina. Se descalzaron e introdujeron los pies en el agua fresca, que les arrancó un suspiro de felicidad.


—Cuéntanos cómo conociste a tu novio —le pidió Rocio, a su izquierda, dedicándole una dulce sonrisa.


Paula dio un sorbo a su refresco de limón.


—Bueno... —comenzó, moviendo los dedos debajo del agua—. No sé si sabéis quién es. Ramiro...


—Anderson —la ayudó Zaira, a su derecha, también sonriendo—. Lo sabemos. El escándalo de Hector Anderson fue bastante sonado.


—Mi padre es abogado —continuó Paula, contemplando la piscina con los ojos perdidos—. Hector Anderson quiso contratarlo para que lo defendiera, pero mi padre se negó —sonrió con cariño—. Mi padre es un gran abogado que solo defiende buenas causas y a buenas personas —frunció el ceño—. Hector estafó a muchos inocentes. Yo no sé nada salvo lo que se publicó en la prensa. Ramiro solo me habló una vez de su familia y fue para decirme que odiaba a su padre por lo que hizo, y a su madre, por huir como una cobarde.
La familia Anderson se movía entre la alta sociedad, como vosotras —las miró a ambas—, pero el escándalo los perjudicó, no solo a nivel económico, sino también a nivel social. Mi padre me dijo que algunas personas con tanto dinero confunden el interés y la ambición con la amistad. La familia Anderson se quedó en la ruina y en la calle. Nadie los apoyó —inhaló aire y lo expulsó despacio y tranquilamente—. Cuando el banco les arrebató todo, Ramiro se presentó en el bufete de mi padre suplicándole trabajo.


—Lo contrató —afirmó la rubia, seria y atenta a la historia.


—Sí —contestó Paula, asintiendo—. Mi padre se apiadó de él —se encogió de hombros—. Pero no se fiaba del todo por ser el hijo de Hector —
colocó las palmas atrás, sobre la madera, recostándose—. Necesitaba probar de lo que era capaz. Su primer puesto fue de mensajero. Ramiro era muy inteligente, siempre supo lo que pretendía mi padre, pero no se quejó —negó con la cabeza repetidas veces—, ni se dejó intimidar. Aceptó todo. A día de hoy, es la mano derecha de mi padre y cuenta con un porcentaje de acciones de la empresa.


—¿El bufete es de tu familia? —quiso saber la pelirroja, antes de beber un poco de su vaso de naranja.


—Es de mis padres —la corrigió ella—. Mis abuelos maternos murieron antes de que yo naciera y mi madre es hija única. A la familia de mi padre solo la he visto en fotos. Nunca ha habido relación.


—La familia Chaves es muy conocida también —señaló Rocio con delicadeza.


Sus dos amigas se miraron la una a la otra con evidente incomodidad.


Paula se rio.


—Podéis preguntar —se inclinó hacia el agua.


—Bueno... Yo... —balbuceó Zaira, ruborizada por la vergüenza, retorciéndose los dedos en la espalda y moviendo los pies en el agua—. He oído que tus abuelos paternos desheredaron a tu padre por haberse fijado en tu madre.


—Es cierto —convino ella, posando una mano en el muslo de la pelirroja para reconfortarla—. No es ningún secreto. Mis padres jamás se han escondido, ni yo —suspiró—. Mi madre proviene de una familia humilde y mi padre, justo lo contrario —sonrió—. Es el típico cuento de hadas de chico rico conoce a chica pobre y se enamoran. Pero el cuento se trunca cuando los padres del chico se niegan a esa relación —arqueó las cejas—. Lo amenazaron con echarlo de casa y desheredarlo si no terminaba con mi madre. Pero eso no frenó a mi padre. Ya entonces era un joven abogado muy prometedor. Se licenció el primero de su promoción y los bufetes más importantes de Boston le ofrecieron un puesto de trabajo enseguida. Y se casó en secreto con mi madre —soltó una suave carcajada—. Mis abuelos cumplieron su palabra. Y hasta hoy.


—¡Qué romántico! —exclamó Zaira, con las manos en el rostro y los ojos brillantes de emoción.


Rocio y Paula se rieron.


—¿Y Ramiro y tú? —insistió la rubia.


—En cuanto entré en la universidad —respondió ella, después de apurar el refresco—, mi padre me dijo que trabajara en el bufete por las tardes para que fuera aprendiendo la profesión y así adquirir experiencia. Ya llevaba tres años siendo la ayudante de mi padre cuando Ramiro empezó en el bufete como mensajero —arrugó la frente. No se sentía cómoda al hablar sobre su relación
—. Un año más tarde, me pidió una cita —se encogió de hombros, fingiendo despreocupación—. Y a la mañana siguiente de despertar del coma me regaló el anillo —observó la sortija—. No sé si os lo habrá dicho Pedro. Me caso a
finales de septiembre —les sonrió, procurando simular alegría, aunque le costó—. Por supuesto, estáis invitadas.


Las dos correspondieron a su gesto de igual modo, lo que provocó un momento de tensión.


—Quizás, deberíamos irnos —sugirió la pelirroja, rompiendo la incomodidad, incorporándose—. El almuerzo no tardará en empezar.


—Claro —accedió Paula, levantándose a la vez que Rocio.




CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)




Cuando Pedro le rozó las caderas con los dedos para retirarle las braguitas hasta la mitad del trasero, Paula retuvo el aliento y clavó la mirada en el techo, suspendiéndose en el acto. Y, cuando le extendió la fría pomada en la dolorida inflamación, creyó estallar de calor por la delicadeza, la suavidad e incluso la ternura de su contacto. Un fuego opresivo y demoledor arrasó su cuerpo, magullando su vientre y sus pechos.


—Hay que esperar a que tu piel la absorba —susurró él en un tono grave y rasgado.


—Va-vale —emitió ella en un hilo de voz.


Ninguno se movió. Entonces, una sutil caricia en su columna vertebral la sobresaltó. Su corazón se frenó en seco.


—Eres tan suave, Pau, pero tan suave... —los dedos de Pedro delinearon la curva de su cintura y descendieron hacia las nalgas.


A Paula se le escapó un jadeo, se le cerraron los párpados y su cabeza cayó hacia atrás.


Pero él le ajustó las braguitas de inmediato y se levantó de la bañera.


—Ya puedes vestirte —anunció Pedro, de camino al dormitorio—. Te espero fuera —y se fue.


¡Espabila, guapa! Te acabas de dejar acariciar por otro hombre que no es tu prometido. 


¿Recuerdas a Ramiro, un hombre que ni siquiera te ha tocado un pelo desde que volviste de China porque tú necesitabas tiempo y él aceptó? ¡Exacto, ese Ramiro, tu prometido!


Se cubrió el rostro con las manos.


Ramiro había sido el único hombre con el que Paula había intimado. Pero había un problema: ella. Un problema grave. Jamás había sentido nada, ni con un beso, ni con una caricia, ni haciendo el amor. Nada. Él se había esforzado al principio, pero, un día, se dieron cuenta los dos de que ella era un témpano de hielo en la cama, o, como su novio la había llamado alguna vez, una frígida.


Y Paula se sintió tan mal, tan... anormal, que empezó a encontrar siempre alguna excusa para rechazarlo. A partir de ahí, ya no era que no sintiese nada, sino que no soportaba que él le metiera la mano por debajo de la ropa, mucho menos que la desnudara; Ramiro había sido siempre demasiado... agobiante en ese tema, por decirlo de un modo sutil.


Una noche, la anterior a que su hermana ingresara en el hospital por derrame cerebral, él la invitó a cenar, pero para romper la relación, argumentando que ambos buscaban cosas diferentes. Después, murió Lucia,
Paula se marchó a China y no supo nada de Ramiro hasta el mismo día que regresó a Boston y él le pidió retomar la relación; se lo dijo delante de sus padres... Fue una encerrona en toda regla, pero su madre estaba tan emocionada con la idea que Paula aceptó. Sin embargo, la muerte de su hermana continuaba afectándola, como si siguiera en un callejón sin salida, y, cuando se quedaron a solas, ella le pidió tiempo en cuanto al sexo, alegando que había cosas más importantes en una pareja que acostarse. Ramiro no dijo nada, pero, a la mañana siguiente, recibió un ramo de rosas rojas con una tarjeta, donde le había escrito que la esperaría el tiempo que necesitase, que estaba enamorado de ella y que solo concebía su vida a su lado.


Las semanas se sucedieron. La relación cambió. 


Se distanciaron. Paula lo comprendió. Entendía que el sexo era importante para su novio, pero ella no cedió ni lo buscó, sino que comenzó a huir de su contacto y hasta los besos en la boca desaparecieron, por muy castos que fuesen. 


Luego, tuvo el accidente y, cuando su novio se convirtió en su prometido, intentó un nuevo acercamiento hacia ella, pero Paula se volvió a negar. Despertarse de un coma y creerse
perdida no era la mejor situación para entregarse a Ramiro. Le rogó que esperase hasta la noche de bodas, y él dijo que sí, lo que significaba que ella tenía tres meses por delante para mentalizarse...


Pero con Pedro no has sentido miedo ni vergüenza... Y tú sabes por qué...


Tienes que olvidarte de Pedro, no puede ser. 


Ramiro es lo correcto.


—Ramiro es lo que quieren papá y mamá... —se frotó la cara para espabilarse.


Se colocó las bermudas y se calzó las Converse. Se reunió con Pedro en el pasillo. En silencio y sin mirarse, se dirigieron al gran salón del hotel, en la planta principal, donde se estaba llevando a cabo el discurso. La estancia estaba repleta de gente, que reía por las ocurrencias del presidente del Club.


El acto finalizó a los pocos minutos, pero ella no prestó atención, estaba demasiado afectada y confusa por lo acontecido en la suite.


—Voy a buscar a Ramiro —le dijo a Pedro—. Gracias por... —se ruborizó—, por la pomada —agachó la cabeza y se mezcló con los presentes sin esperar una respuesta.


Ramiro, aún vestido con el traje de equitación, charlaba con un fiscal de cruda y ambiciosa reputación.


—Hola —los saludó Paula, educada—. Soy...


—Ahora no, Paula —la cortó Ramiro, serio—. ¿No ves que estamos hablando?


—Claro —asintió—. Disculpadme.


El fiscal se rio con malicia.




CAPITULO 27 (TERCERA HISTORIA)





Todas las estancias eran suites, de igual decoración, tamaño y color, sin excepción. 


Contenían un pequeño recibidor, un amplio salón, un espacioso dormitorio, un baño y una terraza, en ese orden. No había puertas, sino vanos cuadrados. Los techos eran bajos y el espacio, rectangular. Los muebles oscuros y recargados poseían un estilo clásico y tradicional. Las alfombras eran grandes y existía una en el centro de cada sala.


Se dirigieron al servicio, al fondo y a la izquierda de la gigantesca cama alta con dosel descorrido. Por el otro lado del lecho se accedía a la terraza alargada que ofrecía las vistas del campo de golf, pues la suite de sus padres se hallaba en el lateral izquierdo del hotel.


Cogió el neceser de su madre y sacó la bolsita del kit de emergencia.


Buscó el bote que quería. Se sentó en el borde del jacuzzi de mármol y abrió las piernas.


—Levántate la camisa y bájate las bermudas y las braguitas.


Ella, más roja imposible, le dio la espalda y obedeció.


Pedro se quedó sin respiración cuando la vio descalzarse y quitarse los pantalones. Anduvo hacia atrás, hacia él, se subió la camisola hasta debajo del pecho, se colocó los cabellos sobre el hombro y esperó.


La visión de aquel trasero respingón, tapado por unas finas y diminutas braguitas de algodón blanco y liso, lo enmudecieron. ¿Cómo algo tan sencillo podía convertirse en lo más excitante que había contemplado en su vida?


¡Céntrate! ¡No peques! ¡No! ¡NO!