domingo, 29 de diciembre de 2019
CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)
Cuando Pedro le rozó las caderas con los dedos para retirarle las braguitas hasta la mitad del trasero, Paula retuvo el aliento y clavó la mirada en el techo, suspendiéndose en el acto. Y, cuando le extendió la fría pomada en la dolorida inflamación, creyó estallar de calor por la delicadeza, la suavidad e incluso la ternura de su contacto. Un fuego opresivo y demoledor arrasó su cuerpo, magullando su vientre y sus pechos.
—Hay que esperar a que tu piel la absorba —susurró él en un tono grave y rasgado.
—Va-vale —emitió ella en un hilo de voz.
Ninguno se movió. Entonces, una sutil caricia en su columna vertebral la sobresaltó. Su corazón se frenó en seco.
—Eres tan suave, Pau, pero tan suave... —los dedos de Pedro delinearon la curva de su cintura y descendieron hacia las nalgas.
A Paula se le escapó un jadeo, se le cerraron los párpados y su cabeza cayó hacia atrás.
Pero él le ajustó las braguitas de inmediato y se levantó de la bañera.
—Ya puedes vestirte —anunció Pedro, de camino al dormitorio—. Te espero fuera —y se fue.
¡Espabila, guapa! Te acabas de dejar acariciar por otro hombre que no es tu prometido.
¿Recuerdas a Ramiro, un hombre que ni siquiera te ha tocado un pelo desde que volviste de China porque tú necesitabas tiempo y él aceptó? ¡Exacto, ese Ramiro, tu prometido!
Se cubrió el rostro con las manos.
Ramiro había sido el único hombre con el que Paula había intimado. Pero había un problema: ella. Un problema grave. Jamás había sentido nada, ni con un beso, ni con una caricia, ni haciendo el amor. Nada. Él se había esforzado al principio, pero, un día, se dieron cuenta los dos de que ella era un témpano de hielo en la cama, o, como su novio la había llamado alguna vez, una frígida.
Y Paula se sintió tan mal, tan... anormal, que empezó a encontrar siempre alguna excusa para rechazarlo. A partir de ahí, ya no era que no sintiese nada, sino que no soportaba que él le metiera la mano por debajo de la ropa, mucho menos que la desnudara; Ramiro había sido siempre demasiado... agobiante en ese tema, por decirlo de un modo sutil.
Una noche, la anterior a que su hermana ingresara en el hospital por derrame cerebral, él la invitó a cenar, pero para romper la relación, argumentando que ambos buscaban cosas diferentes. Después, murió Lucia,
Paula se marchó a China y no supo nada de Ramiro hasta el mismo día que regresó a Boston y él le pidió retomar la relación; se lo dijo delante de sus padres... Fue una encerrona en toda regla, pero su madre estaba tan emocionada con la idea que Paula aceptó. Sin embargo, la muerte de su hermana continuaba afectándola, como si siguiera en un callejón sin salida, y, cuando se quedaron a solas, ella le pidió tiempo en cuanto al sexo, alegando que había cosas más importantes en una pareja que acostarse. Ramiro no dijo nada, pero, a la mañana siguiente, recibió un ramo de rosas rojas con una tarjeta, donde le había escrito que la esperaría el tiempo que necesitase, que estaba enamorado de ella y que solo concebía su vida a su lado.
Las semanas se sucedieron. La relación cambió.
Se distanciaron. Paula lo comprendió. Entendía que el sexo era importante para su novio, pero ella no cedió ni lo buscó, sino que comenzó a huir de su contacto y hasta los besos en la boca desaparecieron, por muy castos que fuesen.
Luego, tuvo el accidente y, cuando su novio se convirtió en su prometido, intentó un nuevo acercamiento hacia ella, pero Paula se volvió a negar. Despertarse de un coma y creerse
perdida no era la mejor situación para entregarse a Ramiro. Le rogó que esperase hasta la noche de bodas, y él dijo que sí, lo que significaba que ella tenía tres meses por delante para mentalizarse...
Pero con Pedro no has sentido miedo ni vergüenza... Y tú sabes por qué...
Tienes que olvidarte de Pedro, no puede ser.
Ramiro es lo correcto.
—Ramiro es lo que quieren papá y mamá... —se frotó la cara para espabilarse.
Se colocó las bermudas y se calzó las Converse. Se reunió con Pedro en el pasillo. En silencio y sin mirarse, se dirigieron al gran salón del hotel, en la planta principal, donde se estaba llevando a cabo el discurso. La estancia estaba repleta de gente, que reía por las ocurrencias del presidente del Club.
El acto finalizó a los pocos minutos, pero ella no prestó atención, estaba demasiado afectada y confusa por lo acontecido en la suite.
—Voy a buscar a Ramiro —le dijo a Pedro—. Gracias por... —se ruborizó—, por la pomada —agachó la cabeza y se mezcló con los presentes sin esperar una respuesta.
Ramiro, aún vestido con el traje de equitación, charlaba con un fiscal de cruda y ambiciosa reputación.
—Hola —los saludó Paula, educada—. Soy...
—Ahora no, Paula —la cortó Ramiro, serio—. ¿No ves que estamos hablando?
—Claro —asintió—. Disculpadme.
El fiscal se rio con malicia.
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