jueves, 20 de febrero de 2020
CAPITULO 193 (TERCERA HISTORIA)
Padre e hija ascendieron los peldaños. En cuanto entraron en la iglesia, los invitados se incorporaron de los bancos de madera. El órgano comenzó a tocar Messiah, de Handel.
—No puedo... —articuló Paula, apretando fuerte a Elias, aterrada—. No puedo... Papá... —comenzó a sudar y a temblar—. Por favor... No puedo...
Su padre la agarró de los hombros. No varió su expresión inescrutable.
—Paula, confía en mí. Camina conmigo hacia el altar. Y no te preocupes por nada. Todo saldrá bien —la besó en la frente, temblando también—. Se hará justicia.
Ella contuvo el aliento.
¿Se hará justicia? ¡¿Qué significa eso?! ¿Y por qué está temblando como yo?
Como una autómata, permitió que Elias la guiara hacia el altar. La entregó al novio y la ceremonia se inició. Sin embargo, ella no escuchó nada, no prestó atención. La mano que sostenía Ramiro con la suya estaba fría, como el témpano de hielo que era Paula en ese momento. Se casaría con el abogado, con un asesino que la mantenía amenazada y controlada. Se casaría con el culpable de la muerte de su hermana...
De repente, no supo cuándo, tres hombres irrumpieron en la iglesia. Dos de ellos estaban uniformados. Policías. Los presentes se giraron ante el estruendo y las pisadas vigorosas de los desconocidos. El de menor estatura iba escoltado por los otros; era un hombre fornido, de pelo oscuro, ojos negros y rostro duro y salvaje, marcado por cicatrices; tenía una ceja partida y algunas deformaciones en la mejilla derecha, vestía por completo de negro y una pistola asomaba en el cinturón, llevaba la chaqueta abierta.
—¡Es la casa de Dios! —se quejó el cura—. ¡No pueden hacer esto!
—Lo siento, padre —se excusó el hombre, el de negro, con una voz castigada por el tabaco. Se giró hacia Anderson. Les hizo un gesto a los otros —. Ramiro Anderson, queda detenido por el asesinato de Lucia Chaves. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado. Si no lo tiene, se le asignará uno de oficio.
El templo se llenó de confusión. Las voces poblaron el amplio espacio, creando un eco que mareó a Paula. Su padre la rodeó por la cintura antes de que se cayera al suelo. La sentó en el primer banco y la abrazó con fuerza.
—Tranquila, mi niña. Todo ha terminado.
Ramiro se retorció, intentó fugarse, pero los policías lo redujeron para que se mantuviera quieto. Lo esposaron.
—¡Zorra! —gritó Anderson cuando lo empujaban hacia la salida—. ¡Tenía que haberte matado a ti también, Paula! ¡Me dais asco tú y toda tu familia! ¡IDOS AL INFIERNO!
Los invitados se desperdigaron para presenciar cómo el reputado abogado Ramiro Anderson era apresado por, nada menos, que el asesinato de la hermana de la mujer con la que estaba a punto de casarse, un asesinato acontecido cuatro años atrás.
—¿Qué demonios significa esto? —emitió su madre en un chillido.
—Soy el detective King —se presentó el hombre de negro.
—Pero... —dijo Paula, aturdida—. Yo no he...
—Fue Ana —le contó Elias, sonriendo con ternura—, la abuela de Pedro. Estaba en el baño escondida cuando Ramiro te amenazó en la gala y reconoció haber... —comprimió la mandíbula—. Y reconoció haber provocado el derrame cerebral de Lucia.
—Dios mío... —emitió Karen, pálida, un segundo antes de desmayarse.
—¡Mamá!
El detective King se encargó al instante de la mujer. La tumbaron en el suelo con las piernas alzadas. Le colocaron un pañuelo debajo de la nariz que, previamente, el cura roció de vino. Su madre abrió los ojos despacio.
Parpadeó. Contempló a su marido y a su hija y... estalló en llanto... Los tres se abrazaron, llorando.
—Pedro me llamó hace diez días —empezó su padre, limpiándose las lágrimas—. Me dijo que necesitaba verme con urgencia. Quedamos en un restaurante esa misma noche. Lo acompañaba el detective King —lo señaló con la cabeza—. Me contó todo lo que su abuela había escuchado en la fiesta. Me contó lo de Lucia... —rechinó los dientes—. No quise creérmelo —
se incorporó—. No podía creerme algo así... ¡Lo hemos tratado como un hijo más, por Dios! —inhaló aire y lo expulsó como si soltara una pesada carga—. A Pedro se le ocurrió exhumar el cuerpo de Lucia —miró a su esposa—. Falsiqué tu firma, lo siento, Karen, tenía que hacerlo —se frotó la cara, desesperado—. Me debían favores y solo tardaron dos días en aceptar la solicitud. Realizaron la autopsia a Lucia y hallaron restos de drogas que causan derrame cerebral si se administran en grandes cantidades.
—Hemos localizado a un camello —prosiguió el detective— que reconoce haber vendido droga a Ramiro Anderson justo una semana antes de la muerte de Lucia Chaves. Ahora mismo están registrando el apartamento de Anderson. Y tenemos los testimonios de los abogados y los periodistas que fueron sobornados para boicotear el bufete. Esto es solo el principio. Faltan más pruebas que estamos buscando, pero con usted —apuntó a Paula con el dedo
— y con Ana Alfonso, ya será condenado. Y ahora, si me disculpan, tengo que irme. Los telefonearé.
—Falta algo más —anunció Paula, firme y decidida—. Falta...
—Lo sé —la cortó el detective, que carraspeó—. Pedro me lo dijo y tres de sus amigos me lo confirmaron.
Ella y King se observaron. El hombre estaba avisado por Pedro, por eso no lo había mencionado... Paula asintió, agradeciéndole su silencio.
Los señores Chaves no necesitaban oír que Ramiro Anderson había intentado violarla.
—Gracias, señor King —le dijo Elias al detective, tendiéndole la mano.
El detective King se la estrechó y se marchó.
—Hay más, Paula —añadió su padre, cruzándose de brazos—. Como bien sabes, Ramiro tenía un veinte por ciento de las acciones del bufete; otro veinte era de tu madre, otro veinte, mío y otro veinte, tuyo, hija. El veinte por cierto restante estaba a nombre de Lucia. Cuando tu hermana murió, tu madre y yo te cedimos el porcentaje de tu hermana. Ramiro lo sabía porque se lo conté. Lo hicimos cuando volviste de China.
—Cielo santo... —musitó Paula, poniéndose en pie, recordando—. Cuando volví de China, Ramiro me pidió retomar nuestra relación... ¡Oh, Dios! —sintió que se ahogaba.
—Sí, Paula —confesó Elias—. Travis solo estaba contigo para agenciarse el bufete desde el principio.
—Dios mío... —repitió su madre, atónita—. Todo este tiempo... Todos estos años... —se levantó y se aferró a su hija—. ¡Perdóname! —estalló en llanto otra vez—. ¡Hija mía, perdóname!
—Mamá... No tengo que perdonarte nada... Mamá... Te quiero...
—Y yo a ti, cariño... Perdóname... Perdóname...
Se envolvieron la una a la otra, vibrando por un sinfín de emociones.
Pero su padre las interrumpió:
—Será mejor que nos vayamos —consultaba el reloj.
Se montaron en el Audi A8L de Elias Chaves, aparcado en un lateral del templo. Karen y Paula se sentaron en la parte trasera, abrazadas, sin
separarse un milímetro. Su padre condujo despacio por la ciudad. Sin embargo, no tomó el camino hacia la casa, sino que se desvió y se detuvo frente a una iglesia situada en pleno corazón de Beacon Hill. Se giró y sonrió.
—¿Qué hacemos aquí, papá?
—Pedro está ahí.
Entonces, Paula se acordó de que ese mismo día se casaba Marcos, uno de los amigos de Pedro. Su corazón se disparó. Se soltó de su madre para abrir la puerta, pero Karen se lo impidió. La despojó de la cola del vestido, le rajó la falda de un tirón. Poseía un forro interior que parecía una falda aparte. Las dos se echaron a reír, entre lágrimas.
Paula abrió la caja de las zapatillas con manos torpes debido a los nervios que la asaltaron. Se calzó las Converse y agarró las margaritas.
Su destino tenía nombre, el de un héroe...
CAPITULO 192 (TERCERA HISTORIA)
Aceptó el paquete, percatándose, en ese momento, de que tenía la muñeca de trapo en una mano. Elias se marchó. Ella suspiró de forma discontinua, afligida por su reacción. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso Ramiro...?
Meneó la cabeza y se centró en lo que tenía en las manos.
—¿Qué será esto? —dijo en voz alta.
Rompió el papel y halló una caja de zapatos rosa, de cartón, con el nombre Pau pintado en negro en la tapa.
Su aliento expiró de golpe.
En cuanto la abrió, se le doblaron las piernas y aterrizó en el suelo. Se paralizó.
No puede ser...
Eran unas Converse negras, tipo zapatillas, lisas, con los cordones blancos y poseían las letras DP en color rosa, cosida en la parte externa de cada una, justo debajo de donde estaría su tobillo.
DP: Doctor Pedro...
Pedro acababa de regalarle las Converse perfectas, como haría un pingüino macho con una piedra al pingüino hembra que había elegido como su eterna compañera. Y eso solo significaba que debía tomar una decisión: o aceptaba la piedra, es decir, las Converse, a Pedro Alfonso, o no, rechazándolo a él, a su héroe...
¿Qué hago, Dios mío? ¡¿Qué hago?!
Ramiro Anderson ya había matado una vez... No podía correr el riesgo de que su familia y Pedro acabaran como Lucia...
Estrujó sin querer la muñeca de trapo. La contempló unos segundos interminables. Inhaló una gran bocanada de aire y se incorporó. Con la caja en una mano y la muñeca en otra, se dirigió al Audi de Ramiro, donde la esperaban Elias y el chófer.
—Está guapísima, señorita Chaves.
—Gracias, Juan —respondió Paula con un amago de sonrisa.
Su padre la ayudó a montar en el coche.
—Necesito pasar por un sitio antes de ir a la iglesia —anunció ella, decidida y, por primera vez en diecinueve días, tranquila.
—Vas a llegar tarde —la previno Elias, a su
lado, en la parte trasera del Audi.
—No me importa.
Su padre intensificó el ceño fruncido, pero no agregó más.
—¿Adónde, señorita Chaves? —le preguntó Juan desde el asiento del conductor.
Ella respiró hondo.
—Al cementerio, por favor.
El chófer le pidió permiso a Elias con la mirada.
Su padre asintió y le indicó dónde debía parar, adivinando el pensamiento y el deseo de su hija.
Quince minutos después, Juan detenía el coche.
Ramiro y Karen telefonearon a Elias, pero este silenció el móvil, ignorando las llamadas, para asombro de Paula.
—¿Te acompaño?
Ella negó con la cabeza. Prefería estar sola.
Salió del coche con la barbilla alzada y se encaminó, por el césped del lugar, hacia donde estaban clavadas las lápidas blancas distribuidas en filas paralelas. Había un árbol cuyo tronco era enorme, casi al final de ese tramo del cementerio. Lo alcanzó. Al rodearlo, se paró en seco.
Dios mío...
Un pequeño ramo de margaritas, frescas, blancas, descansaba en la tumba de Lucia Chaves, a un metro de distancia del árbol. Eran del doctor Pedro Alfonso. Lo sabía. No había duda. Solo él le regalaría margaritas blancas,
porque las margaritas escondían el secreto de dos enamorados: su amor. Y solo él le regalaría unas Converse, porque Pedro le dijo en una ocasión que, si alguna vez quisiera decirle te amo, le compraría las zapatillas perfectas, y le regalaría margaritas...
Las Converse y la muñeca cayeron a la hierba.
Se cubrió la boca con las manos. Se sujetó la pesada falda y corrió hacia las flores. Aterrizó de rodillas en el césped. El vestido se manchó de verde, pero poco le importó. También de tierra, pues faltaba hierba en un trozo grande de la tumba.
—Lucia... —pronunció en un susurro ronco—. No puedo hacer esto... — agachó la cabeza, derrotada—. No puedo poner en peligro a papá y a Pedro...No puedo... —suspiró, entrecortada—. Por favor, perdóname... Perdóname... —rozó el nombre de la lápida con los dedos—. No puedo... No puedo... Pero algún día haré justicia, hermana, algún día... Te lo juro...
Cerró la palma en un puño y lo mordió, profiriendo un chillido espeluznante. Bajó los párpados y tragó. Se incorporó. Lanzó un beso a Lucia y regresó al Audi con el ramo, las zapatillas y la muñeca.
En las puertas de la iglesia solo se encontraba Karen Chaves, a los pies de la larga escalinata que conducía al templo.
—¡Pero qué te has hecho, por el amor de Dios! —profirió su madre, analizando el desastre del vestido—. ¡Está verde y marrón! —arrugó la frente —. ¿Y de dónde venís? ¡Es tardísimo!
—Karen, por favor —la regañó su marido, más serio aún, consultando su reloj—. Es la hora. Vamos —le ofreció el brazo a Paula—. ¿Preparada?
Ella asintió, de igual modo que su padre.
—Esperad —les pidió Karen, interponiéndose en su camino. Le dirigió a su hija una mirada cargada de incertidumbre—. ¿Estás segura, cariño? Podemos cancelarlo todo, tesoro. Estás a tiempo. Siempre te apoyaremos. Siempre.
Paula quiso llorar de agonía.
Quiso descargar el pánico, la frustración y la injusticia que padecía su interior.
Quiso retroceder.
Quiso echar a correr.
Pero asintió y sonrió, fingiendo alegría.
Su madre se quedó con la caja de zapatos y la muñeca.
—Esas margaritas son preciosas, cariño —le obsequió Karen—. Este no lo necesitarás —levantó el ramo de rosas blancas que habían encargado para la boda.
CAPITULO 191 (TERCERA HISTORIA)
Paula despertó el veintitrés de septiembre con un horrible dolor de cabeza, el mismo dolor que arrastraba desde la gala. Y fue tal ese dolor y tal la angustia que la devoró nada más abrir los ojos, que corrió al baño por las intensas náuseas que le sobrevinieron, pero nada salió de su estómago, porque apenas comía. Decían que había que temer a los vivos, no a los muertos.
Totalmente cierto.
—¡Tesoro! —exclamó su madre, agachándose a su lado.
La noche anterior había sido la única en la que no había dormido en casa de Ramiro. La boda se celebraba a las once y Karen había insistido en que se quedara en casa, con sus padres, para prepararse en su antiguo cuarto, en su cuarto de niña, en su cuarto de adolescente, en su cuarto de siempre, junto al de Lucia, en el último piso de la vivienda, exclusivo de las hermanas Chaves.
—Cariño, son las seis de la mañana —le indicó su madre, limpiándole el rostro con una toalla húmeda—. La peluquera llegará dentro de dos horas. ¿Te preparo una de tus infusiones, o prefieres acostarte un rato más? Aunque vaya ojeras arrastras, cielo...
Apenas había dormido en los últimos diecinueve días.
—Una infusión, por favor —se incorporó.
—Son los nervios por la boda —la guio a la cama—. Es normal.
Si tú supieras, mamá...
Estaba aterrada. Iba a casarse con el asesino de su mejor amiga, de su hermana...
—¿Y papá? —quiso saber Paula—. ¿Todavía no ha vuelto?
Hacía diez días que Elias Chaves había desaparecido. Bueno, no literalmente, pero hacía diez días que no veía a su padre.
—Está muy ocupado, ya lo sabes.
Era cierto. Ramiro le había prometido, y para su sorpresa, había cumplido su palabra, que los abogados regresarían al bufete y que el bufete remontaría de la pequeña crisis que había padecido. Los periódicos no publicaron más noticias porque Anderson no volvió a pagar a los periodistas para que desacreditaran el negocio y la reputación de su padre.
—Cariño... —titubeó Karen, sentándose a su lado. La acogió entre sus brazos y la meció como si fuera una niña pequeña—. ¿Estás segura de esto?
Aquella pregunta la sobresaltó. Paula se incorporó.
—Mamá, yo no...
—No, tesoro —la cortó su madre, levantando una mano—. No te hemos preguntado, no te hemos agobiado, mucho menos hemos pretendido meternos en tu vida —suspiró—. Perdóname, cariño, pero tengo que saberlo... Tengo que saber por qué.
Dos días después de la gala, Ramiro y ella se habían presentado en casa de sus padres para comunicarles que se había equivocado al romper su relación con el abogado y que Pedro no significaba nada, que se había dado cuenta, al ver a Ramiro en la fiesta, de cuánto lo echaba de menos, de cuánto lo quería, de que no deseaba otra cosa que casarse con él y de que ya estaban viviendo juntos.
Había sido horrible...
Elias y Karen se habían quedado patidifusos ante el cambio de planes, ante el beso que habían compartido Anderson y Paula delante de sus narices, para corroborar tal hecho. Y, en efecto, no habían comentado ni opinado al respecto.
—Paula, háblame, por favor... —le rogó su madre, cogiéndola de las manos.
—Lo de Pedro fue un error —musitó, desviando los ojos hacia la ventana, a la derecha—. Teníais razón desde el principio. Estaba confundida. Desperté del coma y me encontré con un anillo y una boda que se celebraba en cuatro meses. Estaba... perdida —agachó la cabeza—. Reaccioné como una inmadura.
—¿Dónde estuviste hace diez noches? —quiso saber Karen en voz baja.
Su hija la observó desconcertada.
—Ramiro me llamó para saber si estabas con nosotros —le explicó su madre, seria—. No me preguntes por qué, pero le dije que sí, que estabas conmigo —sonrió con desánimo—. Estabas con Pedro, ¿a que sí?
—Yo... —tragó—. Pedro tuvo... —reprimió las lágrimas—, un accidente con el coche.
—¡Oh, Dios mío! —se cubrió la boca—. ¿Está bien?
—Sí, está bien —asintió—. Me tenía a mí como teléfono de contacto en caso de emergencia y el hospital me llamó. Fui a verlo porque... —silenció un sollozo a tiempo—. Necesitaba saber que estaba bien.
Jamás olvidaría la llamada del hospital, ni a su héroe postrado en una cama con la ceja partida y numerosas contusiones por el cuerpo. Tenía cortes en el rostro, un cardenal en la mandíbula y moretones en los brazos. Ella había golpeado la puerta de la habitación y había esperado para que la abrieran, pues no quería importunar a nadie de la familia Alfonso, que seguramente la
odiarían, en especial Mauro...
Aquella noche, Catalina le había asegurado, en el pasillo, fuera de la habitación, que Pedro estaba bien, nada grave, a pesar de que el coche había quedado siniestro. Sin embargo, la maltrecha imagen de su doctor Pedro le había provocado un repentino ataque de ansiedad, y había huido.
—Paula... —la tomó de la barbilla—. Jamás te he visto con nadie como con Pedro, excepto con tu hermana. Jamás. Segura, tranquila y feliz. Creía que con Ramiro lo eras, hasta que te vi con Pedro cuando cenasteis en casa después de que te sinceraras con tu padre y conmigo. Con Pedro —sonrió, dulce—, eres tú, cariño. Con Ramiro—su semblante se cruzó por la pena—, estás apagada.
Paula se mordió la lengua. Incómoda, se removió, alejándose del contacto de Karen.
—Iré a prepararte la infusión, tesoro —añadió su madre, comprendiendo que nada podía averiguar—. Enseguida vuelvo —se marchó.
Ella, entonces, abrazó una almohada y lloró. Se cubrió la cara y gritó, descargando el dolor, la rabia, incluso el coraje que sentía por culpa de Ramiro. Su cuerpo se convulsionó.
Al escuchar a Karen subir las escaleras, se levantó y se secó el rostro con dedos temblorosos. Se acercó a la ventana, ofreciéndole la espalda a su madre; esta le dejó la taza caliente en la mesita de noche y se fue.
Se la bebió despacio, pero no se calmó. Fue a vomitar dos veces más, aunque eran más arcadas y convulsiones, su estómago estaba vacío, tan vacío como ella.
Cuando la peluquera, que también la maquillaría, llamó al timbre, a Paula comenzó a costarle respirar. Pensó en Pedro y poco a poco se relajó.
Las horas previas a la ceremonia pasaron volando.
—No te gusta el vestido —comentó Karen, sonriendo, divertida—, pero nada de nada.
—Claro que sí, mamá —mintió, mostrando una sonrisa que procuró que fuera alegre, aunque no estuvo segura de si lo logró.
Odiaba el vestido... Era bonito para alguien a quien le gustara el escote en barco, un rígido corsé, una falda voluminosa desde la cintura y una enorme cola añadida a la misma, alguien tipo la señora Chaves, que no la señorita Paula Chaves. Y sus cabellos estaban recogidos en un moño bajo, para mayor inconveniente.
—Estás preciosa, mamá —le obsequió.
Karen vestía con un traje de falda por debajo de las rodillas y chaqueta con volante en la mitad inferior, de encaje beis, entallado, y una blusa de seda, lisa, de igual color que el conjunto. El pelo, largo hasta los hombros, lo llevaba suelto con las puntas rizadas. Muy elegante. Su madre siempre estaba maravillosa y era muy atractiva.
Y sonó el timbre.
—¡Justo a tiempo! —exclamó Karen, contenta—. Ese será Juan. Voy a avisar a papá.
Paula esperó un minuto a solas en su habitación, controlando más náuseas.
Apuró la cuarta infusión del día y salió al pasillo.
Entonces, sus ojos se fijaron en la puerta de enfrente, la del final del recto pasillo: el cuarto de Lucia.
Sin pensar, caminó hacia la única estancia en la que no había entrado desde hacía casi cuatro años. Giró el picaporte y abrió. Así de sencillo.
Nunca había sentido la necesidad de acudir al santuario de su hermana, ni siquiera había
pensado en ello. Directamente, no había entrado allí, ni siquiera había mirado la puerta.
Automáticamente, el suave aroma a lavanda de su hermana le inundó las fosas nasales. Cerró los ojos al instante e inhaló el característico olor de Lucia.
Un sinfín de recuerdos poblaron su mente y aceleraron su corazón, aunque no por tormento ni por angustia. Sonrió. Alzó los párpados. Todo se hallaba igual que cuando su hermana vivía: el escritorio y la silla de madera debajo de la ventana, al fondo; la cama, a la izquierda; el armario, a la derecha; y fotografías recortadas de revistas de los distintos monumentos célebres de ciudades de todo el mundo clavadas en las paredes con chinchetas, los lugares que había deseado conocer.
Avanzó hacia la cama y se sentó. Su pie pisó algo mullido. Frunció el ceño y se agachó para saber qué era.
—Dios mío... —murmuró al descubrir una muñeca, pero no una cualquiera —. Mi muñeca Pau...
Se deslizó hacia el suelo, sin preocuparse por si se estropeaba la ropa; el cancán era un incordio absoluto. Cogió la muñeca de trapo, cuyo vestido estaba roído. Rozó el nombre cosido al delantal.
—Ay, Lucia... —suspiró. Las lágrimas se derramaron por sus mejillas—. ¿Qué hago? —la desesperación le oprimió el pecho—. ¿Qué debo hacer?
—¡Paula! —gritó su madre desde la escalera—. ¡Ya es la hora, vamos!
Se secó la cara con dedos trémulos y obedeció, bajando los peldaños con cuidado. Su padre la esperaba en el hall.
—Papá...
Elias se giró y la observó con el ceño fruncido.
Su expresión era indescifrable. Analizó su vestido de novia y profundizó las arrugas de su frente. Paula se alarmó. Hacía diez días que no coincidía con su padre, ¿y la recibía así?
—¿Qué ocurre, papá? ¿Sucede algo malo?
—Tu madre se acaba de ir. Ha llegado esto para ti —le entregó una caja envuelta en papel negro—. No tardes. Estaré esperándote fuera, con Juan.
Ni un beso, ni un saludo...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)