miércoles, 30 de octubre de 2019
CAPITULO 23 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula contuvo el aliento. Se acercó al salón, se despidió de todos y le pidió a Zaira que cuidara de su hijo, necesitaba asimilar... Y se marchó de nuevo al dormitorio. Se quitó los botines, el cinturón, la falda, las medias y el jersey, quedándose en ropa interior y camiseta, y se metió en la cama, con el iPhone en la mano.
La tentación era demasiado grande como para ignorarla y abrió una ventana de internet. Escribió el nombre completo de Pedro en el buscador de imágenes.
En realidad, sí lo había vigilado durante su estancia en Europa. Y lo había contemplado largos minutos en las fotografías que publicaban de él. Era el padre de su bebé, y demasiado guapo como para fingir a solas lo contrario.
Había muy pocas imágenes de Pedro Alfonso besando a mujeres, ninguna rubia, por supuesto... Y no pudo apreciar sus ojos, por lo que tendría que besarlo para cerciorarse de lo que le había dicho Catalina.
Besarlo...
Solo de recordar el beso que habían compartido en la calle, se le erizaba la piel del cuerpo entero. Las dudas se apoderaron de ella.
¿Había sido un beso fingido, o había creído ella que era auténtico porque había deseado que lo
fuera? De momento, no lo sabría. A pesar del buen día que habían pasado, no creía posible que la relación entre ellos se solucionara, el rencor era demasiado fuerte.
Se quedó dormida y, para su completo horror, no abrió los ojos hasta la mañana siguiente.
Se incorporó con premura al ver la hora en el reloj del móvil y corrió hacia el pasillo. Encontró a Pedro dándole el biberón al niño en el sofá. Mauro, a su lado, en pijama, veía la tele con Caro en el hombro, que estaba expulsando los gases.
—¡Lo siento! —se disculpó Paula, enfrente de ellos—. Nunca había dormido tanto —estaba preocupada por su reacción—. De verdad que lo siento, Pedro.
El mayor de los Alfonso ocultó una risita y el mediano, en cambio, tenía la boca abierta y los ojos muy abiertos, observándola de arriba abajo.
El biberón cayó al suelo. El bebé gimoteó. Ella se agachó, cogió el biberón, limpió la tetina y, a continuación, tomó a Gaston en brazos, ajena al espectáculo que estaba protagonizando. Se lo llevó a la habitación. Pedro la siguió de manera
autómata, pero Chaves no se percató, sino que se sentó en el sofá y terminó de alimentarlo y ayudarle a echar el aire, sin fijarse en nada que no fuera el bebé.
Después, lo acostó en la cuna de viaje.
Entonces, alzó la vista.
Pedro se arrodilló a sus pies al instante, como si estuviera hipnotizado. Ella se sobresaltó y retrocedió, pero él no se lo permitió, le apresó las piernas con los brazos, pegándola a su cuerpo, cerró los ojos y depositó un beso excesivamente delicado en su muslo, apenas un roce.
¡Estoy casi desnuda! ¿Qué habrá pensado Mauro? ¡Qué vergüenza, por Dios!
Y, de pronto, la lengua de Pedro le nubló el pensamiento y tuvo que sujetarse a sus hombros, duros como una roca y tapados por un jersey fino. Aquella lengua recorrió su piel muy despacio, respirando de manera discontinua y sonora, emitiendo graves silbidos que lanzaron a Paula hacia el firmamento...
—Pedro... —gimió antes de bajar los párpados, arrugándole la ropa.
Él colocó las manos en su trasero. Lo estrujó, mientras la chupaba y la besaba... mientras la mordisqueaba... mientras la acariciaba con los labios desde las rodillas hasta las ingles, también en los laterales... primero una pierna, luego la otra y vuelta a empezar... No dejó un centímetro sin venerar. Y la sensación era... increíble.
—Eres tan suave... —pronunció Pedro en tono ronco.
Ella se mareó. Echó hacia atrás la cabeza. Le faltaba oxígeno. Carecía de fuerza para sostenerse e iba a derrumbarse en cualquier instante... Pero él, como si lo hubiera adivinado, bajó las manos unos centímetros y tiró para acomodarla a horcajadas sobre su regazo. Paula soltó un gritito ante el movimiento, agarrándose a su cuello.
Se miraron con los párpados entornados.
Pedro se inclinó, cerró los ojos y...
Ella se suspendió cuando se apoderó de su boca.
Ha cerrado los ojos... ¡Ha cerrado los ojos!
Su interior rugió, victorioso.
Sin embargo, no pudo corresponderlo porque Gaston se despertó llorando en ese momento...
CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)
Regresaron a casa en un cómodo silencio. Mauro les dejó el coche para ir a los concesionarios, Zaira se prestó a cuidar de Gaston, y se marcharon.
Media hora después, Chaves tuvo un flechazo...
—Me encanta... —pronunció ella en un hilo de voz, obnubilada ante un BMW X6, de color rojo brillante—. Esto es amor a primera vista. Lo siento, soldado, no puedo casarme contigo, acabo de encontrar a mi alma gemela —se mordió el labio inferior, extasiada.
Él soltó una carcajada, la tomó de la mano y tiró de ella para entrar en uno de los concesionarios.
Después de recorrerse todas las marcas de automóviles de lujo y sopesar ventajas e inconvenientes, se decantaron por un Audi S7, azul metalizado.
Espectacular. Se lo hubieran llevado nada más extender el cheque con el importe del automóvil, pero eso hubiera significado que la joven condujera el BMW de Mauro, y se negó en rotundo por lo grande que era, a pesar de que
Pedro brincaba como un niño por ser el primero en probar el coche nuevo.
Volvieron a casa. Él y Mauro se marcharon a por el Audi. Ella se quedó con su amiga, que estaba acompañada de Catalina y de Samuel. Se acomodaron en el sofá. La señora Alfonso acurrucó a Caro en su pecho y el señor Alfonso, a Gaston.
—Mañana, Zaira y yo vamos a secuestrarte, cariño —le informó Catalina a Paula—. Quedan tres días para la fiesta de compromiso. Ya han confirmado todos los asistentes, que serán los mismos que el otro día en la boda. ¿Hay alguien a quien quieras invitar?
—¿Ariel asistirá? —se atrevió a preguntar.
El matrimonio se miró un instante.
—Tiene un compromiso en Londres —le contestó Samuel, apenado—. Lo siento, Paula. Tampoco viene a la boda. Me contó que, pasado mañana, vuela a Europa. Dice que prefiere alejarse durante un tiempo para no interferir entre tú y Pedro.
Ella asintió, entristecida. Howard era inglés, había nacido y crecido en Londres, la ciudad donde había erigido su primer hotel de lujo.
Echaba mucho de menos a su amigo... Y no le había respondido las llamadas. Después de dos días telefoneándolo, sin éxito, había decidido no insistir más.
—Paula... —titubeó Zaira—. ¿Y tu familia o tus amigos?
—Sí, cielo —convino la señora Alfonso—. Necesitamos saber tus invitados.
—Por mi parte, no hay nadie —aclaró Paula, desviando los ojos a la terraza —. La boda es muy precipitada y mi familia trabaja.
Mentira. No tenía ninguna intención de llamar a su familia.
—Aunque —añadió, sonriendo hacia Zaira—, espero contar con Stela, Sara y Carlos.
Zaira y Catalina se dedicaron una sonrisa enigmática.
—Por cierto, Paula —señaló la señora Alfonso, alzando las cejas—, ¿has pensado cómo quieres que sea la fiesta de compromiso y la boda? Es que hay que decidirlo ya. Se nos echa el tiempo encima.
Aquello la pilló por sorpresa. Agachó la cabeza.
Los últimos días, desde que había aterrizado en Estados Unidos, habían sido caóticos; de repente, su vida se había tornado del revés. Y había sido todo tan intenso, tan rápido y tan desconcertante, que de pensar en organizar su precipitado enlace, un enlace que ella se había visto forzada a aceptar, se le revolvían las entrañas, los nervios la paralizaban y sentía ganas de vomitar. Se tapó la cara con las manos, horrorizada.
La familia Alfonso era muy importante.
Necesitaba un vestido de gala para la fiesta, peluquería, maquillaje, zapatos, bolso... ¡Y su traje de novia! Aunque lo primero era saber en qué consistía una fiesta de compromiso... No tenía ni idea.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó, antes de incorporarse de un salto. Se olvidó de lo que la rodeaba y caminó por el salón sin rumbo, murmurando para sí misma.
—Paula, tranquila —le pidió Samuel, que se acercó y la sujetó por los hombros—. Mírame y respira hondo. Concéntrate en mí, ¿de acuerdo?
Ella obedeció, hasta que el pánico se esfumó.
—¿Qué ocurre, cielo? —se preocupó Catalina. Le entregó la niña a su marido y guio a Paula a la terraza. Mau Alfonso dormitaba en un rincón—. ¿Es por la boda?
Ella no lo soportó más y el nudo de la garganta explotó. La señora Alfonso la abrazó con dulzura y permitió que se desahogara, acariciándole la espalda como lo haría una madre con su hija, algo que echaba demasiado de menos.
—Es que yo... —sollozó—. Nunca he estado en una fiesta de compromiso, ni siquiera sé...
—Ya, tesoro —la besó en la mejilla. Sonrió con infinito cariño—. Como mañana te vamos a secuestrar —le guiñó un ojo, traviesa—, te explicaremos lo que quieras. Y, ahora, acuéstate un rato. Nosotros cuidaremos de Gaston. Son
demasiadas emociones en muy poco tiempo —la acompañó a la habitación y volvió a besarla.
—Gracias... por todo... —se sorbió la nariz—. Supongo que estáis enfadados porque le oculté a Pedro que estaba...
—No —la interrumpió Catalina. Se encerró con ella. Se sentaron en uno de los chaise longues del sofá. Le apretó las manos con suavidad—. Mira, Paula, no te discuto que nos sorprendiera, pero ninguno te hemos juzgado, ni lo haremos, porque no somos nadie para hacerlo. Y las razones por las que te fuiste a Europa sin contarle a Pedro que estabas embarazada son tuyas y de él —suspiró—. Conozco a mi hijo. A veces, es un palurdo —frunció el ceño—, pero su corazón es noble —sonrió—. Va a ser un marido excepcional. A pesar de que está enfadado, no dudes de que cuidará de ti y de tu hijo. Está pasando por una de sus rabietas —hizo una mueca cómica—. ¿Sabes qué hacía de pequeño cuando se enfadaba?
Chaves negó con la cabeza.
—Solo se enfadaba cuando lo regañaba yo —prosiguió la señora Alfonso, riéndose con suavidad—. Y lo regañaba mucho —arqueó las cejas un segundo —. No se despegaba de mí. Se colgaba de mi pierna como un chimpancé, envolviéndome con sus bracitos y sus piernecitas —sonrió con nostalgia, entrelazando las manos en su regazo—. A mí, siempre me ha encantado cocinar y era en la cocina donde pasaba gran parte de mi día, hasta que Samuel llegaba de trabajar. Y, claro, todo lo que yo hacía, Pedro quería imitarlo —soltó una carcajada, recordando—. El problema era que él lo veía como un juego, y armaba unas... —meneó la cabeza—. Y yo me enfadaba. Lo sacaba de la cocina. Entonces, Pedro se vengaba. Se metía en mi habitación — se secó un par de lágrimas con el dedo—, guardaba algo de mi ropa en una maleta y me la llevaba a la cocina. Me gritaba, llorando, que, como yo no quería estar con él, él tampoco quería estar conmigo.
Las dos se rieron.
—Yo acababa llorando como él —sonrió Catalina—. Siempre he sido demasiado sensible, sobre todo con Pedro. Y —levantó una mano en el aire para enfatizar— mis hijos tienen un problema con las lágrimas —se carcajeó —. Mauro no soporta ver a ninguna mujer llorar; la conozca o no, siempre se acercará para prestar auxilio. Bruno sale corriendo en dirección contraria, literalmente hablando. Y Pedro se asfixia.
—¿Cómo que se asfixia? —quiso saber ella, extrañada.
—Se ahoga —se encogió de hombros—. ¿Por qué crees que no utiliza corbatas?
—¡No! ¿Me estás diciendo que si Pedro no usa corbatas es por si ve a una mujer llorar, para no ahogarse con el nudo?
Ambas estallaron en risas.
—¡Es cierto! —insistió la señora Alfonso.
—Pues tiene muchas corbatas...
Espera, espera, espera...
Paula arrugó la frente. A su mente, acudió una imagen de su prometido en la boda de Mauro.
—Dios mío... —pronunció ella en un hilo de voz, dejándose caer en el sofá —. Es cierto... —observó a Catalina—. En la boda de Zaira, una de las veces que nos gritamos Pedro y yo, se me saltaron las lágrimas. Lloré sin darme cuenta.
—¿Y él se quitó la corbata? —adivinó, con una sonrisa.
—Sí... —contestó Paula, boquiabierta—. Creía que lo había hecho para estar más cómodo. Y cuando dejé de llorar, se la anudó...
—Así es mi hijo, cariño. ¡Se asfixia! —emitió una suave carcajada—. Cuando Pedro era pequeño y me veía llorar —prosiguió con la anécdota—, se asustaba, se colgaba otra vez de mi pierna y me gritaba que, por favor, le diera un beso con los ojos cerrados.
—¿Con los ojos cerrados? —repitió ella, curiosamente maravillada por la historia.
—Sí. Para Pedro, los besos son especiales.
—Pues tu hijo ha besado a muchas... —sus mejillas hirvieron por culpa de los celos.
—Tienes razón —apoyó una mano en su rodilla—, pero fíjate bien.
—¿Qué quieres decir? —se extrañó.
—Si mi hijo Pedro besa con los ojos cerrados, es que el beso es especial — sonrió.
—Todo el mundo besa con los ojos cerrados —resopló Chaves, molesta.
—Él, no. Ya sea un beso en la mejilla, en la frente o en la boca, ya sea una amiga, un niño, su abuela o un vecino, si, para él, la persona en cuestión es especial, cierra los ojos antes de besarla, esté enfadado o no. Y puedes comprobarlo si buscas a Pedro en internet. Estoy segura de que lo han fotografiado besando a mujeres —se levantó y caminó hacia la puerta—. Por cierto, Paula —no detuvo sus pasos—, la única vez que he visto a mi hijo besarte, cerró los ojos antes de hacerlo —y se fue de la habitación.
CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula estaba petrificada.
Me está... Me está... ¡Oh, Dios mío!
Pedro la estaba besando...
Él movió la mano que sostenía su mentón hasta cercarle la nuca, ladeó un poco la cabeza, quedando las narices pegadas, y entrelazó los carnosos labios con los de ella en escalera, tan lento, tan tierno...
La realidad se desvaneció. El ajetreo del tráfico, de los peatones que transitaban por las calles, de los gritos alegres de los niños que disfrutaban de las vacaciones navideñas, se silenció, poco a poco, para disiparse en la lejanía. Nada ni nadie podía interferir, porque estaban, sencillamente, volando hacia las estrellas.
Paula bajó los párpados. Un débil suspiro brotó de su garganta cuando esos labios succionaron el suyo inferior en un bocado que la derritió... Le envolvió el cuello con los brazos y respondió de igual forma, aplastándose contra su dura anatomía, que se curvó para ajustarse a la de ella.
Cómo puede besar tan bien...
Pedro consumió sus labios, uno a uno, con una delicadeza abrumadora que escondía más de una promesa secreta. Ella se puso de puntillas. Él la estrechó por la cintura con el brazo libre, mientras con el otro sujetaba el carrito. Y el beso se endureció... Le introdujo la lengua y buscó la de Paula, que no se hizo de rogar. Resoplaron... Fue inevitable. Las bocas de ambos intensificaron la cadencia del beso. Se ahogaron en el calor que desprendían. La ternura se transformó... en locura.
A ella le recorrió un escalofrío tras otro, desde los pies hasta el último pelo de la cabeza. La sólida resistencia de Pedro, la forma en que flexionaba sus músculos para ceñirla con poder, la llenó de una pasión desconocida. Tiró de su nuca y le lamió los labios con descaro. Él gruñó, entre satisfecho y sorprendido, y descendió la mano a su trasero, que aplastó con fuerza.
—Joder... —emitió Pedro, ronco, deteniendo el beso de golpe.
La contempló, con los negros ojos velados por el deseo. Los cerró y la embistió con la lengua de nuevo, moldeando sus nalgas sin control, ahora, con las dos manos. Paula gimió, deshecha de placer. Él la inclinó hacia atrás y, prácticamente, se la comió...
La besó con avaricia, de forma egoísta y posesiva, y moviendo la lengua con una pericia desvergonzada, demostrando que lo que quería lo tomaba sin permiso. Sus labios eran jugosos y despiadados a la par, porque le ofrecían la posibilidad de comerse un exquisito manjar, manipulando su mente y sus sentidos ante la visión de la golosina, tentándola a que lo probase. Y Pedro le proporcionaba más goce que el que recibía, y recibía mucho porque Paula se había entregado por completo a él, como nunca le había ocurrido con nadie...
¿Así besaba alguien que estuviera actuando?, se preguntó ella. No, pensó convencida. Eso era un beso auténtico. Pedro la deseaba tanto como Paula a él... La erección insertada en su estómago era una prueba más que contundente.
Y sus manos... Las manos de Pedro se arrastraban por su cuerpo, en cada curva se paraban y jadeaba en su boca, lo que encogía el corazón de ella, un corazón que retumbaba en su pecho con una energía brutal.
Pero un claxon los interrumpió.
¡Oh, Señor! ¡Estamos en plena calle!
Paula retrocedió y se cubrió los labios, que palpitaban bruscamente. Él, con la boca inflamada y húmeda por los besos, la contemplaba desconcertado y atontado.
Pedro parpadeó, se irguió y se limpió los labios con los dedos. Sujetó el carrito y emprendió la marcha. Ella corrió a su lado. Sus cuerpos chocaron, sufriendo los dos un calambre.
—¡Ay! —exclamaron a la par.
Y sonrieron. Él la rodeó por los hombros y continuaron el paseo.
—Me gustaría comprar unas cosas para la habitación —le comentó Paula.
—Claro. La habitación es tuya también. Con tal de que no me metas nada rosa... —enarcó una ceja, divertido.
Ella se echó a reír.
Se detuvieron frente a un establecimiento. En el escaparate, habían dispuesto un tocador. Era una mesita blanca con dos cajones pequeños y un espejo ovalado, cuyo marco estaba sujeto al mueble de tal modo que se inclinaba el prisma hacia arriba y hacia abajo, y, además, contenía una lamparita en la cima. El juego lo completaba un taburete bajo, rectangular, tapizado en terciopelo blanco y acolchado.
—Es precioso... —murmuró, apoyando las manos en el cristal.
—Cabe en el vestidor. Y no es rosa —Pedro sonrió con travesura.
Ella le devolvió el gesto y entraron en el local. Le indicaron a una dependienta que deseaban comprar el tocador, y aprovechó para escoger un cesto para la ropa sucia, de mimbre, blanco y forrado en el interior con una tela beis muy fina. Cuando sacó la tarjeta para pagar, él se le adelantó.
—De eso nada —se negó Chaves, agarrándolo del brazo.
—Lo siento, rubia, pero mi futura mujer no va a pagar nada —la ignoró y le tendió a la dependienta su propia tarjeta.
—¡Pedro! —exclamó Paula—. Son dos caprichos míos, puedo pagarlos yo, no soy pobre, ¿entiendes? —entornó la mirada.
—Discúlpenos un momento —le dijo él a la mujer, antes de arrastrar a Chaves unos metros para que nadie los escuchara—. ¿Cuál es tu problema? — le exigió, inclinado hacia ella—. Ya es la cuarta vez que me montas un jodido numerito cuando pagamos las compras —se cruzó de brazos—. He hecho oídos sordos las tres anteriores, pero ya me he cansado.
—Yo también tengo dinero, ¿sabes? —bufó, indignada—. Mis ahorros no son nada en comparación a tu fortuna —hizo una mueca—, pero, para mí, son suficientes. Llevo nueve años valiéndome por mí misma y no me gusta que nadie me invite a nada. Jamás he permitido que un hombre me pague una sola cerveza. Pero tú no lo comprenderás nunca —lo apuntó con el dedo índice—. No te has enfrentado a una situación en la que te hayan echado de tu vida acomodada, de tus caprichos y de tu dinero —comenzó a gesticular—. No te has visto obligado a sudar o a limpiar la porquería de los demás para llevarte un trozo de pan a la boca. Cuando uno vive esa cara de la vida —entrecerró los ojos de nuevo—, entiende que comprar es la recompensa de tanto esfuerzo, aunque sea un calcetín —y suspiró de forma sonora.
Pedro la analizó como si quisiera introducirse en su mente. Paula se asustó, sintiendo un escalofrío.
—No sabía yo que los calcetines fueran tan importantes para ti —dijo él, encogiéndose de hombros, despreocupado—. Lo tendré en cuenta como posible regalo de bodas —añadió, a la vez que se daba golpecitos en el mentón, fingiendo seriedad.
Al instante, ambos estallaron en carcajadas.
—Adelante, rubia —insistió Pedro—, cómprate el calcetín —le indicó con la mano que lo precediera.
Paula le regaló una sonrisa radiante y pagó el tocador y el cesto. En un arrebato de felicidad, se colgó de su cuello y le besó la mejilla repetidas veces.
—¡Gracias!
Pedro se rio, sonrojado por la atención recibida.
¡Es un nene grandullón!, pensó con deleite.
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