miércoles, 30 de octubre de 2019

CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula estaba petrificada.


Me está... Me está... ¡Oh, Dios mío!


Pedro la estaba besando...


Él movió la mano que sostenía su mentón hasta cercarle la nuca, ladeó un poco la cabeza, quedando las narices pegadas, y entrelazó los carnosos labios con los de ella en escalera, tan lento, tan tierno...


La realidad se desvaneció. El ajetreo del tráfico, de los peatones que transitaban por las calles, de los gritos alegres de los niños que disfrutaban de las vacaciones navideñas, se silenció, poco a poco, para disiparse en la lejanía. Nada ni nadie podía interferir, porque estaban, sencillamente, volando hacia las estrellas.


Paula bajó los párpados. Un débil suspiro brotó de su garganta cuando esos labios succionaron el suyo inferior en un bocado que la derritió... Le envolvió el cuello con los brazos y respondió de igual forma, aplastándose contra su dura anatomía, que se curvó para ajustarse a la de ella.


Cómo puede besar tan bien...


Pedro consumió sus labios, uno a uno, con una delicadeza abrumadora que escondía más de una promesa secreta. Ella se puso de puntillas. Él la estrechó por la cintura con el brazo libre, mientras con el otro sujetaba el carrito. Y el beso se endureció... Le introdujo la lengua y buscó la de Paula, que no se hizo de rogar. Resoplaron... Fue inevitable. Las bocas de ambos intensificaron la cadencia del beso. Se ahogaron en el calor que desprendían. La ternura se transformó... en locura.


A ella le recorrió un escalofrío tras otro, desde los pies hasta el último pelo de la cabeza. La sólida resistencia de Pedro, la forma en que flexionaba sus músculos para ceñirla con poder, la llenó de una pasión desconocida. Tiró de su nuca y le lamió los labios con descaro. Él gruñó, entre satisfecho y sorprendido, y descendió la mano a su trasero, que aplastó con fuerza.


—Joder... —emitió Pedro, ronco, deteniendo el beso de golpe.


La contempló, con los negros ojos velados por el deseo. Los cerró y la embistió con la lengua de nuevo, moldeando sus nalgas sin control, ahora, con las dos manos. Paula gimió, deshecha de placer. Él la inclinó hacia atrás y, prácticamente, se la comió...


La besó con avaricia, de forma egoísta y posesiva, y moviendo la lengua con una pericia desvergonzada, demostrando que lo que quería lo tomaba sin permiso. Sus labios eran jugosos y despiadados a la par, porque le ofrecían la posibilidad de comerse un exquisito manjar, manipulando su mente y sus sentidos ante la visión de la golosina, tentándola a que lo probase. Y Pedro le proporcionaba más goce que el que recibía, y recibía mucho porque Paula se había entregado por completo a él, como nunca le había ocurrido con nadie...


¿Así besaba alguien que estuviera actuando?, se preguntó ella. No, pensó convencida. Eso era un beso auténtico. Pedro la deseaba tanto como Paula a él... La erección insertada en su estómago era una prueba más que contundente.


Y sus manos... Las manos de Pedro se arrastraban por su cuerpo, en cada curva se paraban y jadeaba en su boca, lo que encogía el corazón de ella, un corazón que retumbaba en su pecho con una energía brutal.


Pero un claxon los interrumpió.


¡Oh, Señor! ¡Estamos en plena calle!


Paula retrocedió y se cubrió los labios, que palpitaban bruscamente. Él, con la boca inflamada y húmeda por los besos, la contemplaba desconcertado y atontado.


Pedro parpadeó, se irguió y se limpió los labios con los dedos. Sujetó el carrito y emprendió la marcha. Ella corrió a su lado. Sus cuerpos chocaron, sufriendo los dos un calambre.


—¡Ay! —exclamaron a la par.


Y sonrieron. Él la rodeó por los hombros y continuaron el paseo.


—Me gustaría comprar unas cosas para la habitación —le comentó Paula.


—Claro. La habitación es tuya también. Con tal de que no me metas nada rosa... —enarcó una ceja, divertido.


Ella se echó a reír.


Se detuvieron frente a un establecimiento. En el escaparate, habían dispuesto un tocador. Era una mesita blanca con dos cajones pequeños y un espejo ovalado, cuyo marco estaba sujeto al mueble de tal modo que se inclinaba el prisma hacia arriba y hacia abajo, y, además, contenía una lamparita en la cima. El juego lo completaba un taburete bajo, rectangular, tapizado en terciopelo blanco y acolchado.


—Es precioso... —murmuró, apoyando las manos en el cristal.


—Cabe en el vestidor. Y no es rosa —Pedro sonrió con travesura.


Ella le devolvió el gesto y entraron en el local. Le indicaron a una dependienta que deseaban comprar el tocador, y aprovechó para escoger un cesto para la ropa sucia, de mimbre, blanco y forrado en el interior con una tela beis muy fina. Cuando sacó la tarjeta para pagar, él se le adelantó.


—De eso nada —se negó Chaves, agarrándolo del brazo.


—Lo siento, rubia, pero mi futura mujer no va a pagar nada —la ignoró y le tendió a la dependienta su propia tarjeta.


—¡Pedro! —exclamó Paula—. Son dos caprichos míos, puedo pagarlos yo, no soy pobre, ¿entiendes? —entornó la mirada.


—Discúlpenos un momento —le dijo él a la mujer, antes de arrastrar a Chaves unos metros para que nadie los escuchara—. ¿Cuál es tu problema? — le exigió, inclinado hacia ella—. Ya es la cuarta vez que me montas un jodido numerito cuando pagamos las compras —se cruzó de brazos—. He hecho oídos sordos las tres anteriores, pero ya me he cansado.


—Yo también tengo dinero, ¿sabes? —bufó, indignada—. Mis ahorros no son nada en comparación a tu fortuna —hizo una mueca—, pero, para mí, son suficientes. Llevo nueve años valiéndome por mí misma y no me gusta que nadie me invite a nada. Jamás he permitido que un hombre me pague una sola cerveza. Pero tú no lo comprenderás nunca —lo apuntó con el dedo índice—. No te has enfrentado a una situación en la que te hayan echado de tu vida acomodada, de tus caprichos y de tu dinero —comenzó a gesticular—. No te has visto obligado a sudar o a limpiar la porquería de los demás para llevarte un trozo de pan a la boca. Cuando uno vive esa cara de la vida —entrecerró los ojos de nuevo—, entiende que comprar es la recompensa de tanto esfuerzo, aunque sea un calcetín —y suspiró de forma sonora.


Pedro la analizó como si quisiera introducirse en su mente. Paula se asustó, sintiendo un escalofrío.


—No sabía yo que los calcetines fueran tan importantes para ti —dijo él, encogiéndose de hombros, despreocupado—. Lo tendré en cuenta como posible regalo de bodas —añadió, a la vez que se daba golpecitos en el mentón, fingiendo seriedad.


Al instante, ambos estallaron en carcajadas.


—Adelante, rubia —insistió Pedro—, cómprate el calcetín —le indicó con la mano que lo precediera.


Paula le regaló una sonrisa radiante y pagó el tocador y el cesto. En un arrebato de felicidad, se colgó de su cuello y le besó la mejilla repetidas veces.


—¡Gracias!


Pedro se rio, sonrojado por la atención recibida.


¡Es un nene grandullón!, pensó con deleite.




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