miércoles, 9 de octubre de 2019

CAPITULO 103 (PRIMERA HISTORIA)




La semana fue un infierno. No tuvo noticias de Paula, ni un mensaje ni una llamada... Ni siquiera la vio el jueves porque ella no apareció por el hospital.


—No sé nada de ella desde el viernes —le aseguró Rocio, en el pasillo—. Y Maria y Sofia desconocen por qué no ha podido venir hoy. Las llamó por la mañana para avisarlas de que se ausentaría, sin ninguna explicación. A lo mejor, está con tu madre —alzó las cejas—. La fiesta es pasado mañana.


—Tú vienes, ¿no? —le preguntó Pedro, serio.


—Sí —sonrió Moore—, me invitó Pau, y también tu madre me llamó el lunes para confirmar mi asistencia. Iré con Ariel —se ruborizó—, espero que no suponga ningún problema.


Por primera vez en tres días, él se rio.


—Por cierto, Rocio —añadió Pedro—, mañana tenemos reunión con el director West.


—¿Se lo comunico a Juana para que se lo diga a los demás?


Juana era la jefa de enfermeras.


—La reunión será entre West, tú y yo. Nadie debe enterarse, ¿de acuerdo? —le explicó Pedro, enigmático—. Con Juana ya hablará él en su debido momento.


Rocio frunció el ceño, asintió y se fue.


Pedro se encerró en el despacho y telefoneó a su madre, que descolgó al instante.


—¡Hola, cariño!


—Hola, mamá. ¿Qué tal? —se sentó en la silla de piel y recostó la cabeza, bajando los párpados.


—Pues muy bien, dando los últimos repasos a la fiesta de Paula. Estoy con las chicas.


—¿Ella está contigo?


—¿Quién, Paula? Tenía que hablar con Jorge. ¿No lo sabes?


—¿Con Jorge West? ¿Qué es lo que tengo que saber? —inquirió él, desconfiado, y golpeó la madera con los dedos, impaciente.


—Se supone que es tu novia, hijo, tú sabrás lo que hace o deja de hacer. A mí, me dijo ayer que había quedado con Jorge esta tarde. Las chicas y yo cenamos con ella anoche, ¿tampoco te lo ha dicho?


—No, mamá... —suspiró de forma sonora—. No sé nada de ella desde el lunes.


Silencio.


—Cariño, ¿ha pasado algo entre vosotros? —le preguntó con suavidad.


—Tengo que seguir trabajando —se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz.


Pedro, hijo...


—Ya hablaremos, mamá —la interrumpió y colgó.


Llevaba desde el lunes por la tarde preocupado por Paula. El orgullo le había impedido coger el teléfono y escribirle o llamarla, pero, también, el pánico a perderla si la agobiaba. Lo ocurrido aquella noche no fue una mera discusión, Pedro así lo sentía. Estaba dolido. Su novia tenía tiempo para los niños de la escuela, para Ernesto y para Alfonso & Co, pero ¿y para él?, ¿no tenía un minuto para él?


La angustia lo devoró. No podía acercarse al despacho del director para preguntarle por Paula, porque le haría un interrogatorio al que Pedro no estaba dispuesto a contestar. Sin embargo, los nervios ganaron la batalla y se dirigió a la última planta del complejo.


No había nadie y todas las puertas estaban cerradas, excepto una, que se hallaba entornada. Sigiloso, Pedro avanzó y pegó la oreja en el filo.


—¿Por qué no te lo piensas mejor? —dijo el director West—. Tu trabajo aquí es realmente bueno, hija.


—Lo siento, Jorge—respondió una voz melodiosa—, pero no tengo que pensar nada. Lo mejor es irme del hospital. Maria y Sofia se quedarán. Lo hacen muy bien sin mí.


¡Joder! ¡Es Paula! ¿Se marcha?


—Te has ido también del Emerson, ¡diantres! —protestó el director—. No puedes centrar todo tu mundo en él, ¡por Dios! Tienes veintidós años, Paula, ¿cuándo piensas empezar a vivir?


—¡Es mi padre, Jorge! ¡No puedo darle la espalda!


—Te estás escudando en él. No me mientas, te conozco desde que naciste, ni te mientas a ti misma —el director West utilizó un tono seco—. Y tu padre está muy bien donde está porque así lo decidió él.


—Mi padre me necesita. Y estaré con él —declaró ella con solemnidad.


—¿No te basta con tres tardes a la semana? Ahora has añadido dos mañanas más y, a partir de la semana que viene, también las tardes de los jueves. ¡Debes vivir, Paula! Y pegada a Carlos no lo harás jamás. ¿Qué opina él de todo esto? Porque lo conozco muy bien y sé que no estará de acuerdo con tu decisión. Siempre se queja de las tres tardes enteras que pasas con él, me lo ha repetido cientos de veces en los últimos ocho años.


—No se lo he dicho. Le sorprendió verme esta mañana —musitó Paula.


El director se levantó, Pedro lo escuchó caminar y respirar con fuerza, furioso.


—Le prometí cuidar de ti —señaló el director West—, ¡pero no me dejas! ¿Qué ha pasado para que esta semana decidas tirar por tierra una de las cosas que más feliz te hacen? Llamaré al psicólogo. Lo necesitas.


—¡No! —gritó ella, también incorporándose—. ¡No me sirvió de nada! ¡No quiero un maldito psicólogo! ¡No quiero volver a revivir aquello, ni lo que vino a continuación! ¡No quiero! —explotó en llanto histérico—. ¡No puedo más!


El corazón de Pedro se frenó al instante. Se asomó y vio al director abrazando a Paula, consolándola como lo haría un padre y susurrándole palabras cariñosas para calmarla.


Pedro se asustó. Mucho. Sospechaba que no se refería al accidente de la cicatriz, cuando se cayó por las escaleras ocho años atrás. Paula le había dicho que después de aquello se había mudado con su abuela. Su padre seguía vivo y era amigo íntimo del director West. Faltaban piezas en el puzle...


—Por favor, Paula —le insistió el director, sujetándola de los hombros—. Dime qué ha pasado para que dejes a los niños por Carlos.


—No ha pasado nada, Jorge —se apartó.


—¡Y un cuerno! Seré mayor, pero no soy ningún idiota. Llevas ocho años sin variar tu vida, y, ahora, decides añadir más peso a tu condena, una condena que te has impuesto tú sola. ¡Fue un accidente, maldita sea! ¡Carlos lo sabe!


—¡Fue mi culpa! —le rebatió Paula, apuntándose a sí misma—. ¡Por mi culpa, mi padre está como está y donde está! —respiró hondo, pero no se sosegó—. Mi padre me necesita y estaré con él.


—Tú padre te necesita porque eres su hija, pero está muy bien. Y lo último que desea es que pares tu vida por él, que es lo que siempre has hecho.


—¡Mentira! ¡Si estuviera bien, viviría conmigo y con mi abuela, Jorge! ¡Trabajaría! ¡Pasearía por la calle! ¡Llevaría una vida normal!




CAPITULO 102 (PRIMERA HISTORIA)




Por la noche, agotada y desfallecida, llegó a casa en taxi. Al bajar del coche, se topó con su novio. Estaba apoyado en el edificio, vestido igual que por la mañana, con los brazos cruzados, el pelo revuelto y el iPhone en la mano.


—Llevo toda la tarde sin saber de ti —dijo él, incorporándose—. No has contestado a mis mensajes y tampoco a mis llamadas. Y apareces así —la señaló con la mano libre—, vestida muy elegante. Sé que no has estado con mi madre y sus amigas. ¿De dónde vienes?


Pau estaba tan cansada, psicológicamente, que ni siquiera se sobresaltó.


—Lo siento —le dijo, sacando las llaves del bolso.


—¿Lo sientes y ya está? ¡Estaba preocupado, joder! —la agarró del brazo para obligarla a mirarlo—. ¿Qué demonios haces los lunes por la tarde? —la soltó—. Y ya de paso, dime, también, qué haces los martes y los miércoles por la tarde.


Ella enarcó las cejas.


—No pienso responder a tu interrogatorio —se giró y abrió la puerta—. Cuando te calmes, hablaremos, si quieres.


—¡Paula! —entró, furioso, y cerró tras de sí—. De aquí, no me muevo.


—Pues yo, sí —lo encaró—. Necesito un baño caliente y meterme en la cama. Adiós, Pedro —fue a subir las escaleras, pero Pedro se lo impidió, interponiéndose.


—Me estoy hartando de tanto secretismo —entornó los ojos—. ¿Sabes lo fácil que sería conseguir información sobre ti? Pero no lo hago porque prefiero que me lo cuentes tú. Y, encima, tengo que conformarme con que desaparezcas cuando te da la gana.


Paula apretó la mandíbula.


—Que yo sepa —lo apuntó con el dedo índice— no eres nadie para controlarme, nadie, Pedro. Mi vida es mía. Eso mismo me dijiste tú hace unas semanas.


—Soy tu novio, joder, ¿te parece poco? —rechinó los dientes.


Pedro —le respondió ella con voz contenida—, he tenido un día muy largo y estoy cansada, no me apetece que me interrogues. Necesito darme una ducha y meterme en la cama, mañana hablamos.


—Solo dime de dónde vienes.


—No es asunto tuyo —se irguió.


—¡Claro que lo es, joder! —estalló Pedro. La sujetó por los hombros—. Tú eres asunto mío, Paula. Quiero saber qué haces todo el día durante todos los días. Estoy en mi derecho, somos novios, eso hacen las parejas, pedirse explicaciones y explicarse, y más después de lo que me dijiste en el callejón el sábado. Si te gusto tanto como dices, ¿por qué no confías en mí? ¿Qué escondes, Paula? —se alejó un par de pasos y se revolvió los cabellos,
caminando sin rumbo por el pequeño espacio—. No te imaginas la impotencia que siento cuando te escucho hablar de tu familia, de tu infancia, de tu vida... y tener que mantenerme callado porque, si no, sales huyendo. Siempre te asustas, siempre... —su mirada parpadeaba con demasiado brillo—. Y eso me duele, joder, me duele mucho... —se detuvo, suspirando derrotado.


Paula tragó repetidas veces con dificultad.


—No puedo... —pronunció ella en un hilo de voz, agachando la cabeza—. No puedo, Pedro, lo siento... No puedo...


Prefería que la odiara a que supiera la horrible realidad. Estaba atada al pasado y lo estaría de por vida. Si él se enterara de lo que había ocurrido, nada volvería a ser lo mismo. Y bastante se castigaba a sí misma, desde hacía ocho años, como para sufrir aún más. 


Confiaba en Pedro, por supuesto, ¡le
entregaría su vida a ciegas! Pero, si le contaba lo que hacía durante las tardes de los lunes, los martes y los miércoles, tendría que explicarle muchas cosas, y no estaba preparada para ser juzgada por el perfecto y maravilloso doctor Alfonso.


—Tengo miedo —le confesó ella, recostándose en la pared—. Tengo miedo de... —ahogó un sollozo, cubriéndose la boca con los dedos temblorosos—. Tengo miedo de perderte, Pedro... Es mejor que te mantengas al margen.


—¿Por qué estás tan segura de que me perderás? —se acercó y la tomó de las manos—. Inténtalo. Nada me separará de ti, a no ser que tú me pidas que me marche de tu vida, Paula, nada más.


Pedro... —le acarició el rostro—. Si... Si tú supieras... —las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.


—¿De qué tienes miedo? —le limpió el rostro con infinita dulzura.


—De que me odies más de lo que me odio yo a mí misma... —se giró y se dirigió a la escalera.


—Mañana no puedo, pero me gustaría comer contigo el miércoles —le pidió, abriendo la puerta del portal.


—He quedado con Ernesto y sus socios.


Se observaron un tenso momento.


—Para él si tienes tiempo, ¿verdad? —inquirió Pedro, con la voz contenida y medio cuerpo en la calle—. Perfecto, Paula, queda con Ernesto.


—Me llamó esta mañana y...


—Y a mí ni siquiera me contestas un mensaje —escupió con desagrado, cortándola. Respiró hondo—. Supongo que ya nos veremos el jueves, y porque vienes al hospital, si no, estoy seguro de que también tendrías otro plan antes que yo —y se fue.


—¡Espera!


Pero ni él se detuvo ni ella se movió.





CAPITULO 101 (PRIMERA HISTORIA)





Como la noche anterior, Paula se sentó entre las piernas de su doctor Alfonso, en el suelo, para cenar. Tomaron una taza de chocolate caliente de postre y se tumbaron en el sofá, cubriéndose con una manta. No tardaron en quedarse dormidos.


Así los encontraron Manuel y Bruno por la mañana, al volver de su guardia.


—Joder... —siseó el mediano, contemplando el árbol de Navidad, pasmado.


La pareja se levantó del sillón de un salto.


—¡Joder, es tardísimo! —exclamó Pedro, revolviéndose los cabellos.


Ambos corrieron hacia la habitación, con torpeza porque el sueño todavía no les había abandonado. Se vistieron a toda velocidad. 


Paula metió sus pertenencias a manotazos en la bolsa de piel.


—Nunca he llegado tarde... —maldijo él, de camino a la puerta principal.


Bajaron las catorce plantas dando saltos por las escaleras.


—No me acompañes —le dijo Paula, negando con la cabeza—. Vete al hospital. Luego hablamos.


—No. Voy contigo.


Pedro, tienes razón, es tardísimo. Venga, vete —lo empujó.


—¿Estás segura? —frunció el ceño.


—¡Vete! —le sonrió.


—Está bien, pero avísame cuando llegues a casa —retrocedió hacia el semáforo.


Paula sintió un pinchazo en las entrañas, asintió, fingiendo alegría, y se fue sin mirar atrás. Las lágrimas amenazaron con estallar en cualquier momento.


Ni siquiera le había dado un apretón en la mano, un beso en la frente, un pequeño abrazo... 


Nada. Después de lo que habían compartido, y la despedida era tan fría... La había besado el día anterior en plena calle, igual que en el
Boston Common frente a la pista de hielo, en público, como en los muelles, pero tras dos días increíbles...


De repente, un brazo la agarró por la cintura y la giró sobre sí misma. Ella aterrizó en un cuerpo muy familiar, cálido y acogedor.


Pedro, pero ¿qué...?


No terminó de formular la pregunta, porque él la besó en los labios de manera feroz durante un segundo escaso. La soltó y se alejó a grandes zancadas, guapísimo en su traje gris de tres piezas, debajo del abrigo entallado y oscuro hasta las rodillas. Las mujeres babearon a su paso, ¡quién no!


Paula, petrificada en el suelo, se tocó los labios que le palpitaban sobremanera por ese beso tan... impresionante.


Y hasta dentro de tres días no lo voy a ver...


Su móvil vibró dentro del bolso con una llamada, despertándola del trance.


Descolgó de forma automática, sin mirar de quién se trataba.


—¿Sí?


—Buenos días, Paula.


—¿Ernesto? —arrugó la frente.


—Siento llamarte tan temprano, pero tengo una semana bastante ocupada. ¿Te viene bien comer el miércoles?


—Sí —suspiró—, pero tendrá que ser pronto.


—No hay problema. Hablo con mis socios y te mando la dirección por mensaje.


—Sí. Perdona por cancelarlo la semana pasada.


—No importa. Espero que tu abuela se encuentre mejor. Enferma mucho, ¿no?


Bueno... —titubeó, nerviosa, andando hacia su casa—. En realidad... No la cancelé porque mi abuela enfermara. Lo siento —respiró hondo—. Te mentí, Ernesto.


En el último momento, había telefoneado a Ernesto Sullivan aquel día para posponer el almuerzo, alegando que Sara la necesitaba porque estaba indispuesta. Mentira, claro. Lo había hecho para estar con Pedro antes de la conferencia. Y no se arrepentía en absoluto.


—Lo sé.


—¿Lo sabes? —se detuvo, incrédula.


—Paula, me dedico al sector inmobiliario prácticamente desde que nací. Sé cuándo alguien me está mintiendo, negociando o marcándose un farol. Créeme, he aprendido con los años y a fuerza de errores —se rio—. Y también sé que me mentiste en el Bristol Lounge, tu abuela tampoco enfermó cuando cenaste conmigo. Pero... no fuiste la única. Yo también te mentí esa noche.


Paula soltó una carcajada que contagió a Ernesto.


—La cena en el Four Seasons era solo conmigo, en ningún momento pensaste en avisar a tus socios —adivinó ella, retomando el camino a su apartamento.


—Me declaro culpable.


—Ernesto... —dudó, pero se atrevió—. ¿Por que lo hiciste? Te confieso que, hasta la gala, no me fiaba mucho de ti. No sé cómo conseguiste mi número, y me seguiste aquel día que me interceptaste en la calle. Y también creo que, cuando nos encontramos en el Boston Common, no fue casualidad, sé que vives en Suffolk.


Sullivan suspiró.


—Me equivoqué contigo, Paula, y con Pedro. Él y yo nunca hemos sido amigos y nos convertimos en rivales cuando, unos meses después de que Alejandra cancelara nuestra boda, me enteré de que se veían a solas. Supongo que quise devolverle la jugada. Lo culpé a él por celos, pero ahora me doy cuenta de que la culpa no fue de Pedro, sino de Georgia.


—¿Georgia?


—Perdona, Paula, tengo que colgar, llego tarde a una reunión. Nos vemos el miércoles. Dentro de un rato te mando la dirección del restaurante y la hora de la comida. Adiós, Paula.


Paula observó el móvil, atónita. No pudo despedirse de él porque Ernesto no se lo permitió. Y ella no era tonta. ¿Qué relación guardaba la señora Graham con la anulación del compromiso entre Alejandra y Sullivan?


Paula entró en su portal y comenzó el lunes gris...