viernes, 18 de octubre de 2019
CAPITULO 132 (PRIMERA HISTORIA)
Paula no podía beber alcohol, por lo que se decantó por un refresco de naranja. Buscó a Rocio y la encontró charlando con Ariel. Howard les permitió intimidad, como el caballero que era.
—Es muy guapo —resaltó Pau.
—Sí —contestó su amiga, distraída.
—Pero no te gusta.
—No... —suspiró Moore, abatida—. Me trata fenomenal. Y se está enamorando de mí, lo sé porque me lo ha dicho.
—¿Y qué vas a hacer? —le apretó la mano.
—Me ha invitado a pasar una temporada con él en Europa, alojándonos en sus hoteles.
—¿De verdad? —desorbitó los ojos.
—Sí. Sería una ruta. Comenzaríamos en París y terminaríamos en Santorini. Unos meses, quizá, un año —se encogió de hombros.
—¿Te vas a ir? —quiso saber Paula, agarrándola del brazo.
Rocio inhaló aire y lo expulsó con fuerza. Se apoyó en la pared.
—Sí, me voy a ir con él —anunció, no muy convencida—. Es lo mejor. Tengo que hablar con Pedro para presentarle mi renuncia. Hace poco más de un mes que me ascendieron a jefa de enfermeras, pero... —agachó la cabeza —. Tengo que irme.
—¿Hablaste con Manuel?
—¿Hablaste con Pedro? —le rebatió en voz baja.
Las dos suspiraron y se abrazaron, llorando sin emitir sonido.
—Te voy a echar de menos, Rocio...
—Y yo a ti, Paula... —respiró hondo—. Voy a por Ariel. No me siento bien. Te veré antes de irme —se besaron en la mejilla y se marchó.
Pedro se acercó.
—¿Ha pasado algo?
—Rocio se va de Boston —declaró Pau, abrazándose a sí misma—. Ariel le ha propuesto un viaje de un año por Europa. Te presentará su renuncia, pero no sé cuándo.
Él frunció el ceño.
Entonces, un vals muy conocido ambientó el lugar. Ella posó una mano a la altura del corazón, debido a la emoción que experimentó al oír la melodía. Los invitados murmuraron exclamaciones de deleite, reconociendo la canción de la película de La Cenicienta, la misma que entonaba la bola de nieve que su maravilloso doctor Alfonso le había regalado en Nochebuena.
Pedro, nervioso, de repente, carraspeó y se alejó de Paula. Ella, sorprendida, observó cómo caminaba con seguridad hacia el centro del gran salón, donde se detuvo. Los presentes, entre suaves risas, le cedieron espacio, sabiendo lo que pretendía, formando un amplio círculo a su alrededor.
Él, más serio que nunca, clavó los ojos en Paula y extendió una mano en su dirección. Todos giraron sus rostros hacia ella, cuyo aliento se extinguió.
Crearon un sendero entre los dos. Manuel y Bruno surgieron a cada lado de Paula y le cogieron las manos para conducirla hasta su príncipe.
—Descalza, Cenicienta —le susurró Pedro, agachándose a sus pies—. No sé hacerlo de otra manera.
Aquello estalló su corazón...
Él le desató las Converse, se las quitó y se las entregó a sus hermanos. Un ligero rubor le tiñó los pómulos. Ella, con las lágrimas bañándole las mejillas, le pisó los zapatos, agarrándose el bajo de la túnica para que no les estorbara.
—¿Preparada? —le tembló la voz.
Paula asintió. Pedro la sostuvo entre sus brazos, erguido y muerto de miedo. Paula sonrió y movió una pierna, empujando la de él, como le había
enseñado en la terraza de su casa con el villancico. Comenzaron, así, su primer baile, torpe al principio. Los invitados se carcajearon, incluida la familia Alfonso al completo. Pedro gruñó, avergonzado.
—Mírame —le pidió ella, rozándole la barbilla con los dedos—. Solo tú y yo, ¿de acuerdo?
Él sonrió despacio, relajándose poco a poco.
—Solo tú y yo —convino, y recuperó la seguridad.
Se equivocó infinitas veces, pero no la soltó ni dejó de sonreír. Se reía con los presentes, que, hacia el final del vals, se les unieron de dos en dos. La joven pareja no se percató de nada, se abstrajo del presente, de la realidad...
Se contemplaron con ojos brillantes, girando sin seguir el ritmo, pero valientes y, lo más importante, juntos.
Cuando terminó la canción, Manuel y Bruno le dieron las zapatillas. Pedro, por segunda vez, se arrodilló y la calzó, sin dejar de mirarla.
—¡Ay, cariño! —exclamó Catalina, abrazando a Paula, en llanto, con fuerza—. ¡Llevo años intentando que mi hijo mayor baile!
—Solo necesitaba a la profesora adecuada —contestó el aludido, entrelazando una mano con la de Paula.
—¡Perfecto! Ahora baila conmigo —le dijo la señora Alfonso.
—¡Ni hablar! —se negó él, tajante.
Los que estaban a su alrededor rompieron en carcajadas.
—¡Bravo! —declaró una mujer disfrazada de Morticia Addams, aplaudiendo con exageración.
—Georgia... —rumió Pedro, apretando a Hira, sin darse cuenta.
La sala enmudeció, sin comprender tal alboroto.
La orquesta paró.
No, por favor...
Un mal presentimiento perforó sus entrañas.
—Una pareja adorable —dijo la señora Graham, sonriendo con frialdad—, pero ¿alguien conoce a Paula? —se dirigió a los invitados, girando despacio sobre sí misma—. Será algo más que la novia del doctor Pedro Alfonso, ¿no?
Paula retrocedió, aterrada. Su respiración se aceleró de manera desagradable.
Dios mío... Lo ha hecho... Ha cumplido su palabra... Lo ha descubierto...
—¿No sentís curiosidad, damas y caballeros? —continuó Georgia—. Ya que ahora forma parte de nuestro círculo, os interesará saber que esta niña es la hija del doctor Carlos Chaves. Hay muchos médicos aquí, ¿cierto? Carlos Chaves fue el anterior director del Boston Children’s Hospital, el antecesor de nuestro anfitrión, el doctor Samuel Alfonso.
—¿Qué pretendes, víbora? —estalló Catalina, furiosa—. Tu problema es que mi hijo no quiere a tu hija, sino a Paula. Deja de hacer el ridículo.
—Lárgate de aquí, Georgia —le ordenó Samuel, conteniendo la rabia—. Nadie insulta a mi familia y, por si necesitas que te lo aclare, Paula es mi
familia.
Paula no podía respirar... Se estaba ahogando. El sudor perló su rostro, su nuca, toda su piel... Se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo.
—Lo haré —convino la señora Graham, avanzando hacia ella, observándola con regocijo—, pero, antes, Paula, querida, ¿prefieres confesarlo tú o me cedes a mí los honores?
Pedro se situó junto a Paula, para protegerla, pero ella se apartó un par de pasos, temblando de la angustia.
—Lo tomaré como un sí —señaló Georgia, sin variar su expresión de satisfacción—. Hace ocho años, una niña incendió su casa. Ella sobrevivió; sin embargo, había tres personas más en el interior del edificio: su madre y su tía, que murieron devoradas por las llamas —ladeó la cabeza—, y su padre, que sobrevivió y se recluyó en una casita, aislado del mundo, porque su hija —entrecerró los ojos— lo quemó; tiene el cuerpo calcinado. Aquí, señores, les presento a esa niña, Paula Chaves, una asesina con piel de cordero. Con catorce añitos, mató a sangre fría a su madre y a su tía y condenó a su padre al infierno en vida.
—¡No! —chilló Paula, tirándose de los cabellos, desesperada—. Fue... Fue... Fue un... Fue un accidente...
—¡No mientas! —vociferó la señora Graham—. Mataste a tu madre y a tu tía y castigaste a tu padre a una vida desgraciada. ¡Reconócelo! Tu madre era alcohólica y sabías dónde guardaba el alcohol. Lo vertiste por los muebles del salón y encendiste una cerilla. ¡Qué casualidad que tú salieras ilesa! ¡Lo tenías todo planeado!
—¡Ya basta! —gritó la señora Alfonso—. ¡Fuera de aquí!
Manuel y Bruno agarraron a Georgia, con brusquedad, y la sacaron de la casa sin miramientos, junto con Alejandra.
—Paula... —la llamó Pedro, acercándose—. Nena, ven conmigo... — titubeó, desplegando los brazos, aunque cualquiera podía darse cuenta de que lo hacía con un leve temblor—. Por favor... No pasa nada...
El semblante de su novio no transmitía sorpresa, sino preocupación, y miedo...
—No... No... No... —emitió ella en un hilo de voz, contemplando las numerosas caras de estupor que la observaban.
No pudo continuar allí. Se volvió y salió disparada hacia la salida.
—¡Paula!
Pero Paula no se detuvo. Corrió por la calle. La pierna no estaba recuperada del todo y sintió un latigazo detrás de otro. Cojeó con rapidez, sujetándose el muslo en un vano intento por no estropear la rehabilitación.
—¡PAULA!
Paró un taxi y se montó.
—¡Arranque, rápido! —le exigió ella al conductor.
Alguien golpeó el maletero del coche justo al acelerar. Supo que había sido él, aunque no lo comprobó. Recordó el localizador y apagó el móvil, que tenía guardado en el bolsito que llevaba colgado de la muñeca. Se abrazó a sí misma, pero los escalofríos no remitieron, sino que aumentaron en intensidad y crueldad. Un cuchillo recién afilado le estaba sesgando la piel.
—¿Adónde la llevo, señorita?
Le indicó al conductor la dirección de su antigua casa, en el barrio de Back Bay, uno de los más elegantes de la ciudad. Sacó un par de billetes y se los entregó al llegar a su destino.
—Sobra mucho dinero, señorita.
—Quédeselo —le dijo, bajándose del coche.
Levantó la mirada.
Su casa...
CAPITULO 131 (PRIMERA HISTORIA)
Paula se escondió en uno de los escusados del servicio, se quitó el sombrero y escribió a Pedro para avisarlo de que había gente, que no estaba sola. Pero aquello no frenó a su doctor Alfonso, porque le escuchó entrar y saludar a las invitadas. Ellas se rieron.
—Estoy buscando a una bruja —les informó él—. ¿No sabrán dónde está, queridas damas?
—Creía que el fantasma de la ópera —comentó una de las mujeres— a quien buscaba era a la diva Christine Daaé.
—Es que me hechizaron en el camino —les explicó Pedro con seriedad —, y necesito a la bruja que me robó el corazón.
—¡Oh! —exclamaron todas.
Paula estalló en carcajadas, revelando su presencia.
Unos pasos se aproximaron.
La puerta se abrió despacio.
—Aquí está mi bruja —anunció él, mirándola con picardía y determinación.
Se encerró con ella. La atrapó entre sus poderosos brazos.
—¡Pedro! —se quejó, retorciéndose avergonzada—. ¡Sal, por favor! ¿Qué van a pensar?
Las presentes rieron de nuevo.
—Que piensen lo que quieran —pronunció su fantasma, en voz lo suficientemente alta como para que lo oyeran—. Eres mía, nada más importa.
—¡Di que sí, muchacho! —convino otra, con el tono más envejecido—. Ay, el amor de la juventud... —suspiró—. ¡Qué suerte tienes, bruja!
La pareja sonrió. Las mujeres se marcharon.
Y el deseo los poseyó. Pedro la tomó por la nuca con fuerza y se apoderó de su boca con rudeza. Paula gimió, se sujetó a las solapas de su frac y lo correspondió.
—Dímelo —le exigió él, dejándole un reguero de besos por su mandíbula —. Dime si Rocio está embarazada de Manuel... —la mordió en el cuello.
—Oh, Dios... —jadeó—. ¡No y no! —lo empujó, despertando del trance.
Él parpadeó, confuso.
Paula no podía contestar a la pregunta por dos razones: porque no lo sabía y porque supo, en ese instante, que esa pregunta iba dirigida a ella... Y se asustó, no le había contado nada aún, y lo haría, por supuesto, pero quería que fuera especial y había pensado en el cumpleaños de Pedro, para el que faltaba una
semana; había hablado con Catalina para prepararle una fiesta sorpresa, ya estaba todo organizado. Hasta entonces, no desvelaría nada.
Y Paula no era tonta. Podía asegurar a ciencia cierta que conocía a Pedro Alfonso. El muy tunante intentaba sonsacarle información nublándole el entendimiento a través del deseo, porque sabía que ella se deshacía con tan solo recibir una de sus seductoras miradas de color gris. Pero no lo conseguiría.
Entonces, Paula recordó cierta promesa formulada semanas atrás... Sonrió, acortando la distancia, subió las manos por su pecho hasta el pañuelo, que soltó lentamente, sin dejar de observarle a los ojos, atenta a su expresión: aturdimiento, lujuria, trastorno, amor, desconcierto...
Él fue a abrazarla, pero ella retrocedió, negando con la cabeza y frunciendo el ceño.
—Pero...
—No, Pedro. Esta vez tú eres mi paciente y yo, tu doctora.
La mirada de Pedro se ensombreció, un gesto que hizo sentir poderosa a Paula. Lo instó a apoyarse en la puerta y comenzó el examen médico... Le desabrochó el chaleco y, a continuación, la camisa, a medida que depositaba dulces besos, cada vez más húmedos, en dirección descendente, alterándose la respiración de los dos por igual.
Le encantaba la suavidad de sus músculos, las cosquillas que le producía el fino vello de su pecho, la calidez que irradiaba... Alcanzó los pantalones y los desabotonó sin dudar. Se arrodilló.
Es todo mío...
El interior de Paula se revolucionó al verlo boquiabierto. Lo desnudó muy despacio hasta los tobillos. Se mordió el labio inferior ante la magnífica erección de su doctor Alfonso.
—No tienes que hacer esto —le susurró él en tono ronco, acariciándole la mejilla con ternura.
Ella sonrió; por un momento, la timidez se adueñó de su cuerpo... ¿Y si no era capaz? ¿Y si su inexperiencia convertía tal intimidad en algo patético y ridículo?
—Enséñame... —le pidió Paula, sonrojada al extremo—. Quiero hacerlo. Quiero aprender a... —desvió la mirada— a ser la mujer que necesitas...
—Ay, Paula... —suspiró de manera entrecortada—. Ya eres todo lo que necesito. Eres perfecta.
Ella lo contempló con la piel erizada y el corazón a punto de explotar.
—Qué guapo eres, doctor Alfonso... Por dentro y por fuera... Tú sí que eres perfecto...
Paula no requirió más para desterrar el miedo y acercó los labios a su abdomen, movida por sus instintos. Necesitaba tocarlo, rozarlo y mimarlo con la boca, saborearlo con la lengua, perderse en la hierbabuena que desprendía aquel hombre tan exquisito... Lo mordisqueó. Se emborrachó de su aroma, de su suavidad, del fuego que los estaba consumiendo a ambos. Y aquella anatomía tan perfecta se contrajo cuando ella descendió y descendió y...
No hubo palabras, solo besos y más besos atrevidos, y ruiditos roncos y graves. Lo degustó con dulzura, también con inocencia, pero con infinito deleite... Él tembló bajo su boca, contuvo el aliento, arqueó las caderas hacia ella y enterró los dedos entre sus largos mechones, conteniéndose y dominándose a la par.
—Paula...
Paula lo sintió vulnerable y entregado por completo. Le observó mientras le acariciaba con los labios y con las manos. El fantasma de la ópera estaba subyugado al indescriptible poder de aquella mujer que lo había embrujado, lo que él desconocía era que la bruja había caído en su propio hechizo...
Traviesa, decidió utilizar los dientes con suavidad.
Y Pedro gritó, al borde del clímax.
—Suficiente —concluyó él, cogiéndola por las axilas para que se levantara.
—Pedro... —gimió, sujetándose a sus hombros—. No me rompas las medias...
—No lo haré, nena —introdujo las manos por la abertura de la túnica—. Nunca haré nada que no quieras que haga. Nunca —y se las bajó.
Pedro se subió los pantalones hasta las caderas con premura, sin abrochárselos, para poder arrodillarse. Enseguida, le quitó las Converse y las medias.
—¿Y si entra alguien? —se preocupó ella, vibrando de excitación.
—Entonces, tendrás que ser silenciosa —sonrió—. ¿Qué tal tu pierna?, ¿te duele? —le acarició la extremidad con los dedos.
Paula suspiró, trémula, negando con la cabeza.
Su doctor Alfonso se rio y, de un repentino tirón, le retiró las braguitas de encaje.
—Perfecto, nena —se sentó en la taza y la acomodó en su regazo a horcajadas, levantándole el vestido—. No hables —le ordenó en un gruñido, alzándola por el trasero—. No te imaginas cuánto deseaba esto... —y se enterró profundamente en ella—. Eres... increíble...
—Pedro... —pronunció con voz casi inaudible, echando hacia atrás la cabeza, enroscando los brazos en su nuca—. Pedro... —comenzó a mecerse sobre él, arrancándoles resuellos irregulares y sonoros a los dos—. Te amo...
—Joder... bésame —rugió, desesperado.
Y obedeció, se curvó y lo besó con urgencia.
Hicieron el amor con fiereza, él dominándola... ella dominándolo...
—Me encanta... Eres mía, joder...
—Esa... boca... —no podía hilar una frase con coherencia, imposible...
—Límpiamela a besos —rechinó los dientes, aplastándole las nalgas sin piedad.
Se besaron. Se enloquecieron. Y el clímax los rebasó a los pocos segundos.
Desfallecieron entre jadeos. Paula se desplomó sobre Pedro, que la envolvió al instante con inmenso cariño y la besó en el cuello hasta que se tranquilizaron. Después, la ayudó a vestirse.
Y volvieron a besarse, con los labios entreabiertos, un maravilloso momento. Se arreglaron la ropa y se reunieron con los invitados.
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