jueves, 31 de octubre de 2019
CAPITULO 26 (SEGUNDA HISTORIA)
Chaves se encaminó hacia el interior de la mansión. Subió al segundo piso.
Pedro la siguió. Caro y Gaston estaban acomodados en sendas cunas preciosas de color blanco. Los señores Alfonso habían comprado la de la niña cuando nació, para que Mauro y Zaira no tuvieran que llevar consigo siempre la de viaje. Y, al enterarse de la existencia de Gaston, su segundo nieto, no habían tardado en encargar otra idéntica. Se encontraban en una de las habitaciones de invitados, donde Alexis, una encantadora doncella de cincuenta y dos años de edad, los cuidaba para que los papás pudieran disfrutar de la fiesta.
Alexis tenía los cabellos ligeramente encanecidos y recogidos en una coleta corta y baja, con la raya lateral; sus ojos eran de un marrón muy claro, rozando el dorado; y mostraba una perpetua sonrisa entrañable, con una dentadura perfecta y blanca. Era muy menuda y de baja estatura. Se había quedado huérfana con dieciséis años y la señora Alfonso la había tomado como su protegida. A Alexis le encantaban los niños y, cuando terminó el instituto, le pidió a Catalina que le dejara ser la niñera de Mauro. Ella, por supuesto, aceptó, y desde entonces estaba con los Alfonso.
—Acabo de preparar el biberón, señorita Paula —le anunció la niñera con el inquieto bebé en brazos, que sollozaba.
—Gracias, Alexis —le sonrió, cogió a su hijo y sostuvo el biberón.
A la derecha, estaba la cuna del niño, pegada a la pared, y situada a la izquierda, la de la niña, quien dormía plácidamente. En el centro, había un coqueto salón y, al fondo, existían dos camas individuales, separadas por una mesita de noche, debajo de la amplia ventana, cubierta por una cortina de color marfil.
Paula se sentó en uno de los dos sillones de orejas, enfrentados y alejados por una mesa baja, a juego con el mobiliario de estilo romántico de la estancia. Se acomodó el cojín en uno de los brazos y procedió a alimentar a su hijo. Pedro permaneció de pie a su lado. Alexis salió del dormitorio, permitiéndoles intimidad.
No intercambiaron palabras, aunque Chaves se encontraba demasiado acelerada, todavía temblaba por el beso, el impresionante beso, breve, pero alucinante...
Cuando acostó a Gaston en la cuna, la niñera volvió y ellos regresaron a la fiesta. Y no se marcharon hasta que el último invitado se fue, de madrugada.
Para entonces, Paula no se mantenía en pie sin tropezarse. Le dolían los pies por los altos tacones. No habían bailado, pero habían conversado con todos sin sentarse un solo segundo. Estaba agotada.
Catalina y Samuel se dirigieron al salón-comedor. Los demás los siguieron. Se recostaron en los sofás. Mauro colocó las piernas de Paula en su regazo, medio adormilada, le quitó los zapatos y le masajeó las plantas de los pies. Chaves sonrió con dulzura y un poco de envidia, preguntándose si alguna vez recibiría tal mimo de su marido.
Un sirviente les llevó leche caliente, café, chocolate, agua y pastelitos.
Paula se inclinó y cogió uno de crema con azúcar espolvoreado, su favorito.
—¿Por qué no dejáis aquí a los niños? —les sugirió Catalina, reprimiendo un bostezo—. Así, no los movéis y no se despiertan ni salen al frío de la noche.
Zai emitió un murmullo incoherente que les provocó suaves carcajadas.
—¿Qué prefieres? —le preguntó Pedro a Chaves, tomándola de una mano.
—Lo que tú quieras —le respondió, al tragar el último bocadito.
Él se rio y le dijo:
—Espera —le limpió la boca con los dedos y seguidamente se los chupó —. Tenías azúcar.
Paula sonrió. Los ojos de ambos centellearon.
—¿Estás cansada? ¿Nos vamos a casa? —se preocupó Pedro.
—Los pies y los riñones me palpitan —hizo una mueca—. Y si hubiera una cama cerca, me arrojaría a ella encantada...
Entonces, él se agachó, le retiró los tacones con suma delicadeza y la alzó en brazos contra su pecho cálido y duro. A Chaves no le dio tiempo a quejarse ni reaccionar, cuando se quiso dar cuenta, Pedro ya estaba caminando hacia la puerta.
—Nos vemos por la mañana —se despidió él de su familia.
La llevó al garaje y la metió en el Audi. Después, se sentó frente al volante y condujo en silencio. El trayecto era corto, apenas veinte minutos, pero ella bajó los párpados enseguida y suspiró, feliz por primera vez en mucho tiempo.
Y así, ilusionada y dichosa, pasó los tres días previos a la boda.
CAPITULO 25 (SEGUNDA HISTORIA)
Los temblores no cesaban. No había manera de que se relajara. Su fiesta de compromiso estaba en pleno auge. Trescientos invitados... Y para la boda se esperaba el doble... Pero no era eso lo que la mantenía en un constante estado de inquietud.
Pedro... Solo Pedro...
Su prometido no se había separado de ella en ningún momento; incluso, cuando Paula había necesitado ir al baño, él la había acompañado hasta la puerta y había esperado a que saliera.
Pero no, tampoco era eso lo que la turbaba... sino que Pedro no paraba de tocarla... Le acariciaba la muñeca en círculos por encima del guante... le rozaba la oreja con los labios... la besaba en la mandíbula... acercaba la nariz
a su cuello e inhalaba su fragancia erizándole la piel... hundía los dedos en la curva de su cintura... se situaba a su espalda y se adhería como un imán... trazaba líneas en sus caderas... descansaba la mano al inicio de su trasero... Y
todo de un modo distraídamente natural, pero ocultando una promesa... licenciosa.
Paula no debía olvidar que Pedro Alfonso era un encantador nato, por lo que ese era su modus operandi ante una mujer, y más aún cuando tenían que fingir que estaban enamorados, y una pareja a punto de casarse no se alejaba un milímetro el uno del otro.
Sin embargo, tal idea se la hubiera creído si ambos no hubieran reconocido que se deseaban. Pedro no estaba protagonizando una telenovela romántica, sino que estaba lanzando un mensaje directo, tanto a ella como al público:
Paula Chaves era suya.
Su nerviosismo no se apaciguaba por otra razón bastante sustancial: la manera en que la acechaba. Él estaba continuamente pendiente de ella, aunque charlase con otra persona, y era capaz de mantener una agradable y educada conversación con un invitado al mismo tiempo que fijarse en cómo miraba Paula las copas de champán que ofrecían los camareros, y solicitar una de inmediato, adelantándose a sus deseos antes de que ella abriera la boca.
Intimida... ¡Vaya si intimida!
La cena se había servido a modo de cóctel; unas doncellas, vestidas de manera impecable, de color negro y blanco, ofrecieron deliciosos canapés fríos y calientes en bandejas de plata por el gran salón, despejado de muebles y decorado con adornos navideños: guirnaldas, colgadas en los amplios ventanales que cubrían tres de las cuatro paredes, y muérdago, para aportar al evento un toque juguetón. Algunas parejas se habían besado al percatarse de que estaban debajo del muérdago; Paula, en cambio, lo había evitado. Llevaba toda la velada más pendiente de no terminar debajo del muérdago que de lo que acontecía a su alrededor.
Al fondo, donde se encontraban las estrechas y altas cristaleras que conducían al jardín, un cuarteto de cuerda amenizaba la celebración sobre un podio. Era Nochevieja, no solo su pedida de mano.
—Ya casi es la hora —les dijo una deslumbrante señora Alfonso, bellísima en su vestido de satén plateado.
Samuel silenció la estancia desde el podio. Catalina se reunió con él.
Paula se dio la vuelta para prestar atención.
—Queridos amigos y familiares —comenzó el señor Alfonso, entrelazando un brazo con el de su esposa—, es para nosotros un gran honor que hayáis acudido a la fiesta de compromiso de nuestro hijo Pedro y su encantadora Paula. Gracias en nombre de todos. —La sala prorrumpió en aplausos—. Falta muy poco para recibir el año nuevo —sonrió—, y Pedro ha decidido aprovechar justo este momento para decir unas palabras. ¿Hijo?
—Vamos, rubia —Pedro indicó a Paula que lo precediera al estrado.
Ella, más ruborizada, imposible, asintió y caminó, bien erguida, hacia los anfitriones.
—Soy hombre de pocas palabras —declaró su prometido, sonriendo con su característica picardía, provocando carcajadas en los presentes—, así que seré breve —se giró y cogió a Paula de la mano. Su oscura mirada se incendió de inmediato—. Cometí un error al dejarte marchar a Europa. Me asusté —su atractivo semblante se tiñó de rubor—. Pero no tropezaré dos veces con la misma piedra —apretó la mandíbula un segundo—. Dentro de cuatro días serás mía y nada ni nadie te arrebatará de mi lado, ni a ti ni a nuestro bebé — inspiró hondo como si deseara serenarse—. No obstante —ladeó la cabeza y sonrió—, sé que, a veces, soy un poco difícil, pero solo a veces. —Los invitados se rieron—. Por ello, necesitarás esto cuando te saque de quicio y quieras respirar lejos de mí —sacó del bolsillo del pantalón una tela azul oscura—. Sé que es un regalo de bodas poco convencional —la observó—, pero tú no eres convencional —le entregó la tela.
Chaves, aturdida por su discurso, apenas respiraba... Aceptó el...
¡Calcetín! ¡Es un calcetín!
Automáticamente, ella estalló en carcajadas, liberando toda la tensión y ahuyentando sus dudas y sus miedos. Él le guiñó un ojo y añadió:
—Hay algo dentro.
Paula frunció el ceño y metió los dedos en el calcetín. Sacó el contenido. Y se petrificó.
—Dios mío... —sostenía la llave de un coche, y no uno cualquiera... un BMW—. No me lo puedo creer...
Entonces, las lámparas se apagaron, el exterior de la vivienda se iluminó y un sinfín de confeti pobló el césped desde la azotea. Los sirvientes abrieron las cristaleras para que la gente saliera. Era medianoche. Sin embargo, ninguno se movió. Estaban todos, ella la primera, paralizados ante la visión de un BMW X6, rojo brillante, aparcado en el jardín.
—No me lo puedo creer... —repitió Chaves, en un hilo de voz.
Pedro, riendo, tiró de su brazo y la arrastró afuera. El frío era cortante, pero no lo sintió. La intensa emoción que la embargaba la mantenía en una burbuja hermética.
—Dios mío... —caminó despacio, alrededor del automóvil, rozando la carrocería con las yemas de los dedos—. Esto es... Me has comprado un coche...
—Sí —se inclinó a su oreja desde atrás y le susurró, en un tono aterciopelado—: Dijiste que no podías casarte conmigo porque habías encontrado a tu alma gemela. No me dejaste otra opción, rubia: o lo compraba para ti o nunca serías mía. ¿Te gusta?
Ella se dio la vuelta y agachó la cabeza. La incertidumbre la asaltó. Los invitados se olvidaron de la pareja, quedándose en el interior. El gran salón estaba alumbrado de nuevo y la orquesta acababa de retomar la música.
—Lo has hecho delante de los demás —afirmó Paula, jugueteando con la llave en la mano.
Pedro gruñó, la sujetó del brazo y la apoyó contra el maletero del BMW, ocultándose así del gentío. La soltó y colocó las manos a ambos lados de su cabeza.
—Sí, te lo he dado delante de los demás —contestó, furioso, rechinando los dientes—, pero ellos solo creen que se trata de un regalo de compromiso poco común. No es un anillo, sino un coche. Y no necesitan saber más, ni siquiera lo que el regalo encierra.
—¿Y qué encierra? —se atrevió a preguntar apenas sin voz.
—Nuestro secreto.
Sus mejillas se abrasaron por la respuesta.
Jamás la había perturbado tanto un hombre. Nunca se había comportado de manera tímida con ninguno, tampoco había intimado con ninguno en mucho tiempo, pero, últimamente, se sentía torpe y vacilante, su seguridad flaqueaba cuando Pedro Alfonso invadía el mismo espacio en que ella se hallaba, y más a tan escasa distancia...
—Nuestro secreto... —repitió Paula, embelesada—. Pedro... Quiero...
—¿Qué quieres, rubia? —se pegó a ella, muy despacio, obligándola a levantar la mirada.
—Quiero que me beses...
Él suspiró con fuerza, bajó los párpados y... la besó.
Gimieron al instante y la pasión los desbordó. Se fundieron en un abrazo impulsivo, enredando las lenguas con cruda lujuria, con desesperación...
Competían el uno contra el otro a ver quién devoraba más a quién, y ambos deseaban ganar. Paula le sujetaba la cabeza con fuerza y Pedro la aplastaba contra el BMW en un choque continuo de caderas que les arrancaba un jadeo seguido de otro. Le subió el vestido lo justo para tomarla por el trasero y alzarla en vilo, olvidándose de que cualquiera podría verlos. Ella lo envolvió con las piernas mientras él le estrujaba las nalgas.
—Ejem... —carraspeó alguien.
La pareja se detuvo de golpe. Zaira les sonreía con satisfacción.
Pedro bajó a Chaves al suelo y le arregló las ropas. Paula apenas respiraba por la vergüenza de haber sido atrapados.
—Me dijiste que te avisara cuando le tocase el bibi a Gaston —le explicó su amiga—. Alexis no quiso despertarlo a su hora porque estaba muy tranquilito, pero ahora está llorando y tiene mucha hambre —ocultó una risita —, y parece que no es el único.
La pareja se sonrojó más.
CAPITULO 24 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se deshizo por enésima vez la pajarita negra del esmoquin. Era inútil.
Estaba tan nervioso que le temblaban los dedos.
—Permíteme —le pidió Paula, desde el tocador, que habían colocado en el rincón libre del vestidor el día anterior.
Ella, al girarse en el taburete para levantarse, desveló sus piernas, deslumbrantes por la crema, que acentuaba la frescura de su aroma a
mandarina. La larga bata que llevaba, de seda y color marfil, se cerró cuando se colocó frente a él. Alzó las manos y le anudó la pajarita despacio y con el ceño fruncido, concentrada en la tarea. Pero a Pedro no le engañaba. Un tenue rubor se apreciaba en sus mofletes, todavía sin maquillaje.
En los últimos días, se había descubierto a sí mismo analizándola a escondidas. Había estudiado sus gestos y sus reacciones en cada situación, ya fuera cómo se endulzaba su sonrisa al coger en brazos al bebé o cómo se
humedecía los labios al oler el chocolate caliente que Mauro preparaba.
Hacía una semana que vivían juntos y, desde que habían ido a comprar el coche, se había instaurado un agradable silencio entre ellos, sin reproches. De hecho, no hablaban, excepto para darse los buenos días o preparar los biberones del niño. Por las noches, él dormía en el sofá y Paula, en la cama.
Pedro se levantaba mucho antes que ella para permitirle intimidad, y también para no verla en camisón...
El incidente acontecido tres días atrás no se había repetido, para su propia tranquilidad. Pedro Alfonso había sido poseído por una fuerza desconocida que le había incitado a besarle las piernas, a acariciar su trasero y a chuparle la piel. Todavía seguía sin hallar una razón lógica para haber actuado como lo hizo...
Tampoco habían paseado por la calle juntos o probado el coche nuevo.
Catalina y Zaira la habían secuestrado por las mañanas. Por las tardes, Chaves se tumbaba en la cama o se sentaba en el sofá del salón con un libro en la mano y Gaston en su regazo. Él desaparecía en cuanto ella regresaba al apartamento: se ponía el chándal y salía a correr por el Boston Common largo rato, así se desfogaba, aumentaba su resistencia y la sangre no se concentraba en cierta parte de su anatomía que ni siquiera descansaba en sueños...
Corría y se ejercitaba desde el instituto. Jamás había pisado un gimnasio.
Los abdominales y las flexiones los hacía en su habitación, después de correr en el parque, pero hacía una semana que los había aparcado para no molestar a Paula mientras dormía. En el último año, se había convertido en un atleta consumado por tanto como había pensado en ella, el deporte le había ayudado a relajarse; en cambio, desde hacía siete días...
—Ya está —anunció Chaves, observando el resultado.
Pedro se inclinó para mirarse en el espejo del tocador.
—Perfecta —musitó él—. Gracias —se acercó a descolgar la chaqueta del esmoquin, lo único que le faltaba por ponerse—. ¿Vas a tardar mucho?
—No —se acomodó en el taburete de nuevo—. En unos minutos, estoy lista. Gaston está con Pedro —abrió su estuche de pinturas.
Él apoyó los hombros en el marco de la puerta y contempló cómo se maquillaba. Sus movimientos eran delicados y cuidadosos. Se observaba a sí misma desde distintos ángulos, a la vez que se esparcía la crema de un bote diminuto, virando despacio el rostro, cerrando y abriendo los ojos, arqueando una ceja, seguida de la otra, frunciendo los labios, masajeándose la tez con las yemas de los dedos para no dejar restos blancos en su cara y en su cuello...
A continuación, comenzó a sacar cajitas negras de distintos tamaños, tubos dorados, lapiceros negros, una brocha y largos pinceles de varios grosores de la marca Chanel. Realizó una selección y lo elegido lo colocó en línea, manteniendo un orden preciso: cada objeto que iba cogiendo, de izquierda a derecha, lo utilizaba y, luego, lo guardaba en el estuche. Así era muy fácil saber cuándo terminaría, pensó Pedro, con la cabeza ladeada.
—¿Nunca has visto pintarse a una de tus mujeres? —le preguntó ella en voz baja, concentrada en difuminarse una sombra en el párpado, similar al tono de sus ojos almendrados, inclinada hacia el espejo, justo debajo de la lamparita —. Me pones nerviosa.
—Yo no tengo mujeres, no soy ningún jeque propietario de un harén — contestó tranquilo—. Y, no, no he visto pintarse a ninguno de mis ligues.
—Supongo que tus ligues no lo necesitan. Tus modelos de pasarela se echan tanto maquillaje encima que les debe durar días —destapó el colorete y movió en círculos la brocha en su interior, para aplicárselo desde la mitad de los pómulos hasta las orejas, apenas con un ligero roce diagonal.
—Supongo —sonrió, divertido—. Tú eres todo lo contrario. Es curioso.
—¿Qué es curioso? —se detuvo y lo miró a través del espejo—, ¿que el famoso Pedro Alfonso se vaya a casar con una talla cuarenta y dos y rostro natural? —se rio sin humor.
—No —amplió la sonrisa, anotándose un punto por haber acertado en su talla—. Que te pintes es curioso. No te hace falta —se cruzó de brazos.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? —exclamó él, arqueando las cejas—. Creo que tu ego me está echando de la habitación, no cabemos los tres —añadió, adrede, con humor.
Paula se rio.
—No es mi ego. Es la verdad. Soy guapa, inteligente y sé sacarme partido, aunque sea rubia —lanzó la pulla.
Pedro soltó una carcajada y se aproximó. Se acuclilló y le quitó el pintalabios de la mano.
—¿Me permites? —le solicitó él, con unas inmensas ganas de recibir una respuesta afirmativa.
Ella asintió y se giró. El efecto del colorete se enfatizó. La bata se abrió, revelando sus piernas hasta la mitad de los muslos. El corazón de Pedro se disparó a un ritmo vertiginoso. Rose entreabrió la boca y esperó.
—Para una mujer que habla con tanta seguridad sobre su aspecto — comentó él, sujetándole el mentón para pintarle los labios de color cereza—, las flores, los bombones y los halagos no sirven de nada.
—Que no se te olviden las cenas románticas y el beso obligatorio de despedida.
El tono que empleó poseía un matiz irritado.
¿Habría tenido muchas citas?, se preguntó Pedro. ¿Habría besado a muchos hombres? Era una belleza, no cabía duda. Uno sería estúpido si no apreciara el atractivo de esa mujer.
—Vaya... —señaló él, después de chasquear la lengua y entregarle el pintalabios. Ella le extendió otro distinto, un brillo—. Y yo que creía que el romanticismo se había marchitado —ironizó. Su voz se tornó ronca—: ¿Y las joyas?
—A todas nos gustan las joyas, ya sean bisutería o el diamante más grande del mundo —hizo un ademán—, pero tampoco me tientan.
Él cerró el brillo, pero no se movió. Posó las manos en sus muslos desnudos, extremadamente suaves, deliciosamente cálidos.
—¿Y qué te tienta, rubia? —le susurró con aspereza.
Los intensos ojos de Paula chispearon, dibujando un mohín pícaro en su cara de femme fatale para mostrar una dentadura admirable.
—¡Oh! Ya sabes, lo típico —se encogió de hombros, coqueta—: los hombres uniformados, soldado.
Pedro estalló en risas.
—Entonces, nada de flores, bombones, halagos, cenas, besos y joyas — enumeró él con los dedos mientras se levantaba del suelo—. Eres dura de roer. Chaves se volvió y comenzó a hurgarse en los cabellos para sacar un sinfín de horquillas que fue depositando en el tocador.
—Odio las flores porque se marchitan enseguida, no duran —le explicó ella. Se peinó los mechones, que estaban rizados en las puntas, retirándoselos del rostro—. Prefiero las plantas porque conllevan trabajo, paciencia, dedicación y esfuerzo. Si una planta se muere, significa que no la has cuidado bien. Me encantan los bonsáis. Siempre he querido tener uno —empezó a trenzarse el pelo a modo de fina diadema, desde una oreja hasta la otra—. Adoro los pastelitos de crema con azúcar espolvoreado, palomitas en el sofá viendo una película de animación y, en cuanto a las joyas, soy tradicional: los rubíes.
—¿Y los halagos? —destacó en un hilo de voz.
—Una mirada puede fundir el hielo —afirmó al instante, ruborizada—. Las palabras se marchitan, igual que las flores.
Se sacudió los cabellos en la espalda para que el sencillo peinado obtuviera un toque salvaje, que, combinado con la trenza, aportaba una imagen de clara confianza en sí misma, con el rostro desprovisto de cualquier mechón que obstaculizase su visión. Una mujer que no se ocultaba era una mujer sugestiva, era una mujer... peligrosa.
Él estaba alucinado. ¿Desde cuándo peinarse y maquillarse se había convertido en un arte? Todo en aquella mujer le fascinaba. Carraspeó para aclararse y se ajustó la chaqueta.
—¿Te importaría esperar un momento? —le pidió Paula, antes de correr hacia el baño.
Pedro se sentó en el borde de la cama y se pasó las manos por la cabeza. Se encontraba en una encrucijada... Deseaba odiarla, pero, en ese momento, le resultó imposible. Era la primera vez que mantenían una conversación, en el completo sentido de la palabra, sin gritos, sin reproches, sin fingir. Estaban solos, no tenían que interpretar el papel de feliz pareja enamorada. Y se habían escuchado e, incluso, reído con espontaneidad.
—¿Me subes la cremallera, por favor? —le preguntó Chaves, ofreciéndole la espalda.
Se había aproximado a él y este no se había dado ni cuenta. Pedro abrió las piernas y tiró de sus caderas con suavidad para que se situase entre ellas.
Tembloroso, acercó la nariz a su piel de mandarina, bajó los párpados, incapaz de resistirse...
Llevo demasiado tiempo sin una mujer, es eso. Chaves es rubia... ¡Es rubia, joder! ¡Detente! ¡No lo hagas! Piensa en Gaston... Piensa en Gaston...
Piensa en Gaston...
Y no la besó, sino que gruñó y le subió el cierre hasta la nuca. A continuación, la empujó a un lado y se metió en el vestidor. No podía ni mirarla. No era solo la condenada mandarina, que parecía contar con poderes especiales de aturdimiento, lo que agrietaba el témpano de hielo de su corazón...
¡Es ella, joder!
Se agachó y cogió el estuche de terciopelo que había escondido debajo de las corbatas. Anduvo decidido hacia ella. Sin embargo, al entrar de nuevo en la habitación, frenó en seco. Enfundada en un vestido de encaje negro, manga corta, escote bajo, corpiño entallado y de caída libre hasta el suelo, marcando las caderas y el trasero respingón, Paula Chaves estaba soberbia... Los altísimos tacones de aguja negros y los largos guantes blancos de gala completaban su atuendo... o no.
—Te falta algo —confesó él, acortando la distancia. Le tendió el estuche—. Es una parte de mi regalo de boda. Y creo que no me he equivocado.
Ella lo aceptó y lo destapó.
—¡Oh, Dios mío! —chilló—. Son... Son... ¡Oh, Dios mío! —repitió, boquiabierta.
Pedro sonrió con satisfacción. Le quitó el regalo, tomó el contenido entre los dedos de una mano y lanzó el estuche a la colcha. Ella se sostuvo los cabellos en alto, respirando de una manera tan acelerada que se le iban a escapar los senos del encaje, una imagen demasiado sugerente como para ignorarla, sobre todo porque el collar de rubíes en forma de serpiente se abrochaba en el escote, quedando la cabeza del reptil sobre la cola, cuya unión descansaba entre sus insinuantes pechos.
El fogonazo de luz roja que desprendió, gracias a la tenue iluminación de la estancia, lo cegó unos segundos. Y sus pecaminosos labios de cereza terminaron por causarle un ligero desvanecimiento.
—Yo... —titubeó Paula, tocándose el collar con miedo—. Gra... Gracias... No... No tenías por qué... hacerlo... —la timidez la dominó. El destello de los rubíes se prolongó a sus mejillas.
—Lo sé —frunció el ceño—. Mejor, no digas más —introdujo las manos en los bolsillos del pantalón y respiró hondo, desviando la mirada—. Lo he hecho porque he querido. Mi intención era comprarte un anillo de compromiso para dártelo en la fiesta frente a los invitados, pero vi el collar y me recordó a ti —se encogió de hombros.
—¿Por qué? —inquirió, molesta, apretando los puños en los costados—, ¿porque soy una víbora?
—No —la contempló sin pestañear—. Porque es una pieza única.
El repentino enfado de Chaves se evaporó de inmediato, igual que el aliento de él al percatarse del doble significado de sus propias palabras.
—¿Y por qué me lo has dado ahora, y no luego, delante de los invitados? —le preguntó ella en un susurro.
—Porque deseo algo más que interpretar un papel —confesó, al fin, en el mismo tono. Suspiró—. Yo te abandoné y tú me ocultaste la existencia de Gaston. No voy a explicarte por qué actué como lo hice, y tampoco voy a exigirte que lo hagas tú. Los hechos son los hechos y nada podemos hacer para cambiarlos —respiró hondo—. Hemos decidido casarnos, nadie nos amenazó con una pistola para hacerlo —negó con la cabeza—, pero no solo estará Gaston, seremos tres. Nunca nos hemos llevado bien, pero, ahora, debemos hacerlo por el bien del niño. Eso no significa que no podamos... disfrutar, o poner un poco de nuestra parte, intentar que haya unidad. ¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. A lo mejor, nos sorprendemos y nos hacemos amigos —sonrió sin una pizca de alegría.
—¿Es eso lo que quieres? —tenía la punta de la nariz colorada, los ojos acuosos y tragaba repetidas veces, signo indiscutible de inminentes lágrimas.
Pedro retrocedió, comenzando a ahogarse. Si la veía llorar...
—¿Y qué pasa con tus ligues, Pedro? —insistió Paula, con suavidad, girándose para no mirarlo—. ¿Qué pasa contigo? ¿Vas a ser eternamente fiel a una esposa con la que no compartirás nada más que una amistad? Si tú... — ahogó un sollozo—. Si tú necesitas... Puedes quedar con mujeres, yo no... No te lo reprocharía... Lo único que te pido... —se irguió—. Por favor, hazlo de tal forma que no me entere. Sé discreto.
Aquello lo enfureció. La agarró del brazo y tiró.
—¿Y tú, Chaves? —entrecerró los ojos—. ¿Te acostarías con otros a mis espaldas? ¿Quieres renegociar nuestro acuerdo? —esperó unos segundos en silencio y continuó, devorado por los celos—: Sé que has estado llamando a Howard.
Ella se soltó y reculó, cubriéndose la boca con las manos. Su cara estaba tan roja como el collar.
—Me dijiste que no solo habías fantaseado con él —le recordó Pedro, rechinando los dientes—. También, me dijiste que no contactarías con él y lo has hecho a escondidas, como a escondidas haces otras muchas cosas —no pudo evitar lanzarle el reproche—. Por eso me permites —recalcó con énfasis — tener una amante, para que tú puedas tenerlo a él, ¿verdad? ¡Contéstame! — rugió, al perder la templanza.
—¡No! —se asustó—. Yo nunca... Él y yo nunca... —se detuvo. El miedo desapareció. Frunció el ceño—: ¡Ni siquiera lo he besado, imbécil! Además, no te dije que me había acostado con él, tú lo diste por hecho —lo apuntó con un dedo—. Y si te lo insinué fue para que me dejaras en paz.
—¿Que yo lo di por hecho? ¡Tú no lo negaste!
—¡Y tú me reconociste que te habías tirado a todas las solteras del hospital! ¿Cómo crees que me voy a sentir cuando vuelva a trabajar si, a cada paso, me voy a cruzar con uno de tus ligues? ¡Imbécil! —emitió un chillido agudo por la impotencia que sentía.
—¡Era mentira, joder! —se pasó las manos por la cabeza, intentando controlar sus ganas de zarandearla—. ¿Qué querías que hiciera cuando me dijiste que habías disfrutado durante diez meses viviendo con un hombre atractivo, cariñoso y rico, y con tus hormonas de embarazo disparadas?, ¿que te aplaudiera? —empezó a aplaudir, adrede—. Estupendo. Felicidades, Chaves —sonrió sin humor—, me alegro mucho de que, esperando un hijo mío, te abrazaras a otro. ¡Enhorabuena! —alzó los brazos al techo—. ¡Pues no, joder! Te di tu propia medicina, nunca mejor dicho.
—Eres... Eres...
—Sí, sí... Soy un imbécil —concluyó por ella en un tono hastiado. Se ajustó la chaqueta—. Olvida lo que te he dicho antes. Tú y yo jamás seremos amigos. Jamás seremos nada, excepto los padres de Gaston —la observó con desdén—.Y, a lo mejor, te tomo la palabra y me busco una amante, pero tú, no.
—¿Tú sí y yo no? —repitió Paula, en un hilo de voz.
—Por supuesto —acortó la distancia, obligándola a levantar el mentón para mirarlo—. Recuerda que esta es mi casa. Mi casa, mis tradiciones y mis normas —se le nubló el entendimiento por el inmenso enfado que le provocaba esa irritante mujer.
—¿Sabes qué, Pedro? —le dijo ella, sonriendo con malicia—. Ahora estás de vacaciones, pero tus días libres se terminan dentro de tres semanas. Y, cuando eso ocurra, en tus doce horas de trabajo en el hospital, más las guardias, no vas a saber qué estaré haciendo lejos de ti. Podrás controlarme aquí —abarcó el espacio con los brazos—, cuando estés conmigo, pero, en el mismo momento en que salgas por la puerta, haré lo que me plazca y con quien me plazca.
—No te acercarás a ningún hombre, Chaves —se inclinó, hambriento, a punto de atacar a su presa—. Nadie te tocará.
—Yo tengo las mismas necesidades que tienes tú —señaló Paula con gélida tranquilidad, estirando el cuello.
Tales palabras taladraron su estómago.
—Ni hablar. Lo haré yo —declaró Pedro de inmediato.
—¿Qué? —su rostro reflejó incomprensión.
—Yo te... —sus pómulos ardieron—. Yo seré tu marido, así que te tocaré yo, nadie más.
La vergüenza inundó a ambos, aunque el duelo de miradas continuó.
—Además —agregó él, caminando hacia la puerta del dormitorio para salir al pasillo—, dentro de cuatro días, a esta hora, ya serás mi mujer. Una esposa tiene obligaciones que atender para con su marido —se giró y sonrió con satisfacción—. Soy un hombre de tradiciones, ya lo sabes, rubia.
Chaves estaba atónita.
—Yo... —pronunció, desorientada. Parpadeó y frunció el ceño. Colocó las manos en las caderas y adelantó una pierna—. ¡Eres un cavernícola y un machista! Como te atrevas a forzarme, yo...
—Chaves, seré más claro —la interrumpió con una serenidad que no poseía, pero que le resultó sencillo fingir—, follamos dos veces seguidas en un ascensor el año pasado; que yo sepa, fue de mutuo acuerdo —ladeó la cabeza, divertido por el intenso sonrojo del rostro de aquella rubia—, ¿o lo hiciste obligada?
—No —desvió los ojos a sus pies y dejando caer los brazos.
Los recuerdos de su escarceo amoroso retumbaron en el cuerpo de Pedro, y el deseo que sentía hacia ella ganó la lucha... La alegría se esfumó. Se aproximó de nuevo y se paró a escasos centímetros, dejándose envolver por su deliciosa mandarina.
—Mírame —le ordenó él.
Paula obedeció despacio, de repente, tiritando por un escalofrío seguido de otro.— Te he besado tres veces desde que volviste a Boston —le recordó Pedro, sin tocarla, pero abrasándose como si lo estuviera haciendo—. Nunca he interpretado un papel, ¿y tú?, ¿me has besado por los posibles rumores, porque estaba implícito en nuestro acuerdo? —y añadió en su oreja—: ¿o me has besado porque me deseabas?
Ella suspiró de forma entrecortada, pero no retrocedió.
—Pedro...
—Contéstame —le exigió, dirigiendo sus fieros ojos a los suyos—. Será nuestro secreto... ¿Me deseas?, ¿sí o no?
Paula asintió, un gesto que suspendió el corazón de él.
—Quiero escucharlo de tu boca —insistió Pedro, sujetándola de los brazos y pegándola a su anatomía con rudeza.
—Sí... —emitió Chaves en un ronco jadeo—. Te deseo, Pedro...
¡Bien, joder! Al menos, estamos de acuerdo en algo.
—Ahora, nos vamos a la fiesta —la soltó lentamente, obligando a sus manos a despegarse de ella—, porque si te beso... —gruñó, conteniéndose como nunca—. Si te beso, no será solo un beso —contempló sus labios, mordiéndose el suyo inferior con excesiva fuerza—, porque quiero tomarme mucho, pero que mucho, tiempo contigo —y se fue al salón en busca de su hijo.
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