jueves, 31 de octubre de 2019
CAPITULO 24 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se deshizo por enésima vez la pajarita negra del esmoquin. Era inútil.
Estaba tan nervioso que le temblaban los dedos.
—Permíteme —le pidió Paula, desde el tocador, que habían colocado en el rincón libre del vestidor el día anterior.
Ella, al girarse en el taburete para levantarse, desveló sus piernas, deslumbrantes por la crema, que acentuaba la frescura de su aroma a
mandarina. La larga bata que llevaba, de seda y color marfil, se cerró cuando se colocó frente a él. Alzó las manos y le anudó la pajarita despacio y con el ceño fruncido, concentrada en la tarea. Pero a Pedro no le engañaba. Un tenue rubor se apreciaba en sus mofletes, todavía sin maquillaje.
En los últimos días, se había descubierto a sí mismo analizándola a escondidas. Había estudiado sus gestos y sus reacciones en cada situación, ya fuera cómo se endulzaba su sonrisa al coger en brazos al bebé o cómo se
humedecía los labios al oler el chocolate caliente que Mauro preparaba.
Hacía una semana que vivían juntos y, desde que habían ido a comprar el coche, se había instaurado un agradable silencio entre ellos, sin reproches. De hecho, no hablaban, excepto para darse los buenos días o preparar los biberones del niño. Por las noches, él dormía en el sofá y Paula, en la cama.
Pedro se levantaba mucho antes que ella para permitirle intimidad, y también para no verla en camisón...
El incidente acontecido tres días atrás no se había repetido, para su propia tranquilidad. Pedro Alfonso había sido poseído por una fuerza desconocida que le había incitado a besarle las piernas, a acariciar su trasero y a chuparle la piel. Todavía seguía sin hallar una razón lógica para haber actuado como lo hizo...
Tampoco habían paseado por la calle juntos o probado el coche nuevo.
Catalina y Zaira la habían secuestrado por las mañanas. Por las tardes, Chaves se tumbaba en la cama o se sentaba en el sofá del salón con un libro en la mano y Gaston en su regazo. Él desaparecía en cuanto ella regresaba al apartamento: se ponía el chándal y salía a correr por el Boston Common largo rato, así se desfogaba, aumentaba su resistencia y la sangre no se concentraba en cierta parte de su anatomía que ni siquiera descansaba en sueños...
Corría y se ejercitaba desde el instituto. Jamás había pisado un gimnasio.
Los abdominales y las flexiones los hacía en su habitación, después de correr en el parque, pero hacía una semana que los había aparcado para no molestar a Paula mientras dormía. En el último año, se había convertido en un atleta consumado por tanto como había pensado en ella, el deporte le había ayudado a relajarse; en cambio, desde hacía siete días...
—Ya está —anunció Chaves, observando el resultado.
Pedro se inclinó para mirarse en el espejo del tocador.
—Perfecta —musitó él—. Gracias —se acercó a descolgar la chaqueta del esmoquin, lo único que le faltaba por ponerse—. ¿Vas a tardar mucho?
—No —se acomodó en el taburete de nuevo—. En unos minutos, estoy lista. Gaston está con Pedro —abrió su estuche de pinturas.
Él apoyó los hombros en el marco de la puerta y contempló cómo se maquillaba. Sus movimientos eran delicados y cuidadosos. Se observaba a sí misma desde distintos ángulos, a la vez que se esparcía la crema de un bote diminuto, virando despacio el rostro, cerrando y abriendo los ojos, arqueando una ceja, seguida de la otra, frunciendo los labios, masajeándose la tez con las yemas de los dedos para no dejar restos blancos en su cara y en su cuello...
A continuación, comenzó a sacar cajitas negras de distintos tamaños, tubos dorados, lapiceros negros, una brocha y largos pinceles de varios grosores de la marca Chanel. Realizó una selección y lo elegido lo colocó en línea, manteniendo un orden preciso: cada objeto que iba cogiendo, de izquierda a derecha, lo utilizaba y, luego, lo guardaba en el estuche. Así era muy fácil saber cuándo terminaría, pensó Pedro, con la cabeza ladeada.
—¿Nunca has visto pintarse a una de tus mujeres? —le preguntó ella en voz baja, concentrada en difuminarse una sombra en el párpado, similar al tono de sus ojos almendrados, inclinada hacia el espejo, justo debajo de la lamparita —. Me pones nerviosa.
—Yo no tengo mujeres, no soy ningún jeque propietario de un harén — contestó tranquilo—. Y, no, no he visto pintarse a ninguno de mis ligues.
—Supongo que tus ligues no lo necesitan. Tus modelos de pasarela se echan tanto maquillaje encima que les debe durar días —destapó el colorete y movió en círculos la brocha en su interior, para aplicárselo desde la mitad de los pómulos hasta las orejas, apenas con un ligero roce diagonal.
—Supongo —sonrió, divertido—. Tú eres todo lo contrario. Es curioso.
—¿Qué es curioso? —se detuvo y lo miró a través del espejo—, ¿que el famoso Pedro Alfonso se vaya a casar con una talla cuarenta y dos y rostro natural? —se rio sin humor.
—No —amplió la sonrisa, anotándose un punto por haber acertado en su talla—. Que te pintes es curioso. No te hace falta —se cruzó de brazos.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? —exclamó él, arqueando las cejas—. Creo que tu ego me está echando de la habitación, no cabemos los tres —añadió, adrede, con humor.
Paula se rio.
—No es mi ego. Es la verdad. Soy guapa, inteligente y sé sacarme partido, aunque sea rubia —lanzó la pulla.
Pedro soltó una carcajada y se aproximó. Se acuclilló y le quitó el pintalabios de la mano.
—¿Me permites? —le solicitó él, con unas inmensas ganas de recibir una respuesta afirmativa.
Ella asintió y se giró. El efecto del colorete se enfatizó. La bata se abrió, revelando sus piernas hasta la mitad de los muslos. El corazón de Pedro se disparó a un ritmo vertiginoso. Rose entreabrió la boca y esperó.
—Para una mujer que habla con tanta seguridad sobre su aspecto — comentó él, sujetándole el mentón para pintarle los labios de color cereza—, las flores, los bombones y los halagos no sirven de nada.
—Que no se te olviden las cenas románticas y el beso obligatorio de despedida.
El tono que empleó poseía un matiz irritado.
¿Habría tenido muchas citas?, se preguntó Pedro. ¿Habría besado a muchos hombres? Era una belleza, no cabía duda. Uno sería estúpido si no apreciara el atractivo de esa mujer.
—Vaya... —señaló él, después de chasquear la lengua y entregarle el pintalabios. Ella le extendió otro distinto, un brillo—. Y yo que creía que el romanticismo se había marchitado —ironizó. Su voz se tornó ronca—: ¿Y las joyas?
—A todas nos gustan las joyas, ya sean bisutería o el diamante más grande del mundo —hizo un ademán—, pero tampoco me tientan.
Él cerró el brillo, pero no se movió. Posó las manos en sus muslos desnudos, extremadamente suaves, deliciosamente cálidos.
—¿Y qué te tienta, rubia? —le susurró con aspereza.
Los intensos ojos de Paula chispearon, dibujando un mohín pícaro en su cara de femme fatale para mostrar una dentadura admirable.
—¡Oh! Ya sabes, lo típico —se encogió de hombros, coqueta—: los hombres uniformados, soldado.
Pedro estalló en risas.
—Entonces, nada de flores, bombones, halagos, cenas, besos y joyas — enumeró él con los dedos mientras se levantaba del suelo—. Eres dura de roer. Chaves se volvió y comenzó a hurgarse en los cabellos para sacar un sinfín de horquillas que fue depositando en el tocador.
—Odio las flores porque se marchitan enseguida, no duran —le explicó ella. Se peinó los mechones, que estaban rizados en las puntas, retirándoselos del rostro—. Prefiero las plantas porque conllevan trabajo, paciencia, dedicación y esfuerzo. Si una planta se muere, significa que no la has cuidado bien. Me encantan los bonsáis. Siempre he querido tener uno —empezó a trenzarse el pelo a modo de fina diadema, desde una oreja hasta la otra—. Adoro los pastelitos de crema con azúcar espolvoreado, palomitas en el sofá viendo una película de animación y, en cuanto a las joyas, soy tradicional: los rubíes.
—¿Y los halagos? —destacó en un hilo de voz.
—Una mirada puede fundir el hielo —afirmó al instante, ruborizada—. Las palabras se marchitan, igual que las flores.
Se sacudió los cabellos en la espalda para que el sencillo peinado obtuviera un toque salvaje, que, combinado con la trenza, aportaba una imagen de clara confianza en sí misma, con el rostro desprovisto de cualquier mechón que obstaculizase su visión. Una mujer que no se ocultaba era una mujer sugestiva, era una mujer... peligrosa.
Él estaba alucinado. ¿Desde cuándo peinarse y maquillarse se había convertido en un arte? Todo en aquella mujer le fascinaba. Carraspeó para aclararse y se ajustó la chaqueta.
—¿Te importaría esperar un momento? —le pidió Paula, antes de correr hacia el baño.
Pedro se sentó en el borde de la cama y se pasó las manos por la cabeza. Se encontraba en una encrucijada... Deseaba odiarla, pero, en ese momento, le resultó imposible. Era la primera vez que mantenían una conversación, en el completo sentido de la palabra, sin gritos, sin reproches, sin fingir. Estaban solos, no tenían que interpretar el papel de feliz pareja enamorada. Y se habían escuchado e, incluso, reído con espontaneidad.
—¿Me subes la cremallera, por favor? —le preguntó Chaves, ofreciéndole la espalda.
Se había aproximado a él y este no se había dado ni cuenta. Pedro abrió las piernas y tiró de sus caderas con suavidad para que se situase entre ellas.
Tembloroso, acercó la nariz a su piel de mandarina, bajó los párpados, incapaz de resistirse...
Llevo demasiado tiempo sin una mujer, es eso. Chaves es rubia... ¡Es rubia, joder! ¡Detente! ¡No lo hagas! Piensa en Gaston... Piensa en Gaston...
Piensa en Gaston...
Y no la besó, sino que gruñó y le subió el cierre hasta la nuca. A continuación, la empujó a un lado y se metió en el vestidor. No podía ni mirarla. No era solo la condenada mandarina, que parecía contar con poderes especiales de aturdimiento, lo que agrietaba el témpano de hielo de su corazón...
¡Es ella, joder!
Se agachó y cogió el estuche de terciopelo que había escondido debajo de las corbatas. Anduvo decidido hacia ella. Sin embargo, al entrar de nuevo en la habitación, frenó en seco. Enfundada en un vestido de encaje negro, manga corta, escote bajo, corpiño entallado y de caída libre hasta el suelo, marcando las caderas y el trasero respingón, Paula Chaves estaba soberbia... Los altísimos tacones de aguja negros y los largos guantes blancos de gala completaban su atuendo... o no.
—Te falta algo —confesó él, acortando la distancia. Le tendió el estuche—. Es una parte de mi regalo de boda. Y creo que no me he equivocado.
Ella lo aceptó y lo destapó.
—¡Oh, Dios mío! —chilló—. Son... Son... ¡Oh, Dios mío! —repitió, boquiabierta.
Pedro sonrió con satisfacción. Le quitó el regalo, tomó el contenido entre los dedos de una mano y lanzó el estuche a la colcha. Ella se sostuvo los cabellos en alto, respirando de una manera tan acelerada que se le iban a escapar los senos del encaje, una imagen demasiado sugerente como para ignorarla, sobre todo porque el collar de rubíes en forma de serpiente se abrochaba en el escote, quedando la cabeza del reptil sobre la cola, cuya unión descansaba entre sus insinuantes pechos.
El fogonazo de luz roja que desprendió, gracias a la tenue iluminación de la estancia, lo cegó unos segundos. Y sus pecaminosos labios de cereza terminaron por causarle un ligero desvanecimiento.
—Yo... —titubeó Paula, tocándose el collar con miedo—. Gra... Gracias... No... No tenías por qué... hacerlo... —la timidez la dominó. El destello de los rubíes se prolongó a sus mejillas.
—Lo sé —frunció el ceño—. Mejor, no digas más —introdujo las manos en los bolsillos del pantalón y respiró hondo, desviando la mirada—. Lo he hecho porque he querido. Mi intención era comprarte un anillo de compromiso para dártelo en la fiesta frente a los invitados, pero vi el collar y me recordó a ti —se encogió de hombros.
—¿Por qué? —inquirió, molesta, apretando los puños en los costados—, ¿porque soy una víbora?
—No —la contempló sin pestañear—. Porque es una pieza única.
El repentino enfado de Chaves se evaporó de inmediato, igual que el aliento de él al percatarse del doble significado de sus propias palabras.
—¿Y por qué me lo has dado ahora, y no luego, delante de los invitados? —le preguntó ella en un susurro.
—Porque deseo algo más que interpretar un papel —confesó, al fin, en el mismo tono. Suspiró—. Yo te abandoné y tú me ocultaste la existencia de Gaston. No voy a explicarte por qué actué como lo hice, y tampoco voy a exigirte que lo hagas tú. Los hechos son los hechos y nada podemos hacer para cambiarlos —respiró hondo—. Hemos decidido casarnos, nadie nos amenazó con una pistola para hacerlo —negó con la cabeza—, pero no solo estará Gaston, seremos tres. Nunca nos hemos llevado bien, pero, ahora, debemos hacerlo por el bien del niño. Eso no significa que no podamos... disfrutar, o poner un poco de nuestra parte, intentar que haya unidad. ¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. A lo mejor, nos sorprendemos y nos hacemos amigos —sonrió sin una pizca de alegría.
—¿Es eso lo que quieres? —tenía la punta de la nariz colorada, los ojos acuosos y tragaba repetidas veces, signo indiscutible de inminentes lágrimas.
Pedro retrocedió, comenzando a ahogarse. Si la veía llorar...
—¿Y qué pasa con tus ligues, Pedro? —insistió Paula, con suavidad, girándose para no mirarlo—. ¿Qué pasa contigo? ¿Vas a ser eternamente fiel a una esposa con la que no compartirás nada más que una amistad? Si tú... — ahogó un sollozo—. Si tú necesitas... Puedes quedar con mujeres, yo no... No te lo reprocharía... Lo único que te pido... —se irguió—. Por favor, hazlo de tal forma que no me entere. Sé discreto.
Aquello lo enfureció. La agarró del brazo y tiró.
—¿Y tú, Chaves? —entrecerró los ojos—. ¿Te acostarías con otros a mis espaldas? ¿Quieres renegociar nuestro acuerdo? —esperó unos segundos en silencio y continuó, devorado por los celos—: Sé que has estado llamando a Howard.
Ella se soltó y reculó, cubriéndose la boca con las manos. Su cara estaba tan roja como el collar.
—Me dijiste que no solo habías fantaseado con él —le recordó Pedro, rechinando los dientes—. También, me dijiste que no contactarías con él y lo has hecho a escondidas, como a escondidas haces otras muchas cosas —no pudo evitar lanzarle el reproche—. Por eso me permites —recalcó con énfasis — tener una amante, para que tú puedas tenerlo a él, ¿verdad? ¡Contéstame! — rugió, al perder la templanza.
—¡No! —se asustó—. Yo nunca... Él y yo nunca... —se detuvo. El miedo desapareció. Frunció el ceño—: ¡Ni siquiera lo he besado, imbécil! Además, no te dije que me había acostado con él, tú lo diste por hecho —lo apuntó con un dedo—. Y si te lo insinué fue para que me dejaras en paz.
—¿Que yo lo di por hecho? ¡Tú no lo negaste!
—¡Y tú me reconociste que te habías tirado a todas las solteras del hospital! ¿Cómo crees que me voy a sentir cuando vuelva a trabajar si, a cada paso, me voy a cruzar con uno de tus ligues? ¡Imbécil! —emitió un chillido agudo por la impotencia que sentía.
—¡Era mentira, joder! —se pasó las manos por la cabeza, intentando controlar sus ganas de zarandearla—. ¿Qué querías que hiciera cuando me dijiste que habías disfrutado durante diez meses viviendo con un hombre atractivo, cariñoso y rico, y con tus hormonas de embarazo disparadas?, ¿que te aplaudiera? —empezó a aplaudir, adrede—. Estupendo. Felicidades, Chaves —sonrió sin humor—, me alegro mucho de que, esperando un hijo mío, te abrazaras a otro. ¡Enhorabuena! —alzó los brazos al techo—. ¡Pues no, joder! Te di tu propia medicina, nunca mejor dicho.
—Eres... Eres...
—Sí, sí... Soy un imbécil —concluyó por ella en un tono hastiado. Se ajustó la chaqueta—. Olvida lo que te he dicho antes. Tú y yo jamás seremos amigos. Jamás seremos nada, excepto los padres de Gaston —la observó con desdén—.Y, a lo mejor, te tomo la palabra y me busco una amante, pero tú, no.
—¿Tú sí y yo no? —repitió Paula, en un hilo de voz.
—Por supuesto —acortó la distancia, obligándola a levantar el mentón para mirarlo—. Recuerda que esta es mi casa. Mi casa, mis tradiciones y mis normas —se le nubló el entendimiento por el inmenso enfado que le provocaba esa irritante mujer.
—¿Sabes qué, Pedro? —le dijo ella, sonriendo con malicia—. Ahora estás de vacaciones, pero tus días libres se terminan dentro de tres semanas. Y, cuando eso ocurra, en tus doce horas de trabajo en el hospital, más las guardias, no vas a saber qué estaré haciendo lejos de ti. Podrás controlarme aquí —abarcó el espacio con los brazos—, cuando estés conmigo, pero, en el mismo momento en que salgas por la puerta, haré lo que me plazca y con quien me plazca.
—No te acercarás a ningún hombre, Chaves —se inclinó, hambriento, a punto de atacar a su presa—. Nadie te tocará.
—Yo tengo las mismas necesidades que tienes tú —señaló Paula con gélida tranquilidad, estirando el cuello.
Tales palabras taladraron su estómago.
—Ni hablar. Lo haré yo —declaró Pedro de inmediato.
—¿Qué? —su rostro reflejó incomprensión.
—Yo te... —sus pómulos ardieron—. Yo seré tu marido, así que te tocaré yo, nadie más.
La vergüenza inundó a ambos, aunque el duelo de miradas continuó.
—Además —agregó él, caminando hacia la puerta del dormitorio para salir al pasillo—, dentro de cuatro días, a esta hora, ya serás mi mujer. Una esposa tiene obligaciones que atender para con su marido —se giró y sonrió con satisfacción—. Soy un hombre de tradiciones, ya lo sabes, rubia.
Chaves estaba atónita.
—Yo... —pronunció, desorientada. Parpadeó y frunció el ceño. Colocó las manos en las caderas y adelantó una pierna—. ¡Eres un cavernícola y un machista! Como te atrevas a forzarme, yo...
—Chaves, seré más claro —la interrumpió con una serenidad que no poseía, pero que le resultó sencillo fingir—, follamos dos veces seguidas en un ascensor el año pasado; que yo sepa, fue de mutuo acuerdo —ladeó la cabeza, divertido por el intenso sonrojo del rostro de aquella rubia—, ¿o lo hiciste obligada?
—No —desvió los ojos a sus pies y dejando caer los brazos.
Los recuerdos de su escarceo amoroso retumbaron en el cuerpo de Pedro, y el deseo que sentía hacia ella ganó la lucha... La alegría se esfumó. Se aproximó de nuevo y se paró a escasos centímetros, dejándose envolver por su deliciosa mandarina.
—Mírame —le ordenó él.
Paula obedeció despacio, de repente, tiritando por un escalofrío seguido de otro.— Te he besado tres veces desde que volviste a Boston —le recordó Pedro, sin tocarla, pero abrasándose como si lo estuviera haciendo—. Nunca he interpretado un papel, ¿y tú?, ¿me has besado por los posibles rumores, porque estaba implícito en nuestro acuerdo? —y añadió en su oreja—: ¿o me has besado porque me deseabas?
Ella suspiró de forma entrecortada, pero no retrocedió.
—Pedro...
—Contéstame —le exigió, dirigiendo sus fieros ojos a los suyos—. Será nuestro secreto... ¿Me deseas?, ¿sí o no?
Paula asintió, un gesto que suspendió el corazón de él.
—Quiero escucharlo de tu boca —insistió Pedro, sujetándola de los brazos y pegándola a su anatomía con rudeza.
—Sí... —emitió Chaves en un ronco jadeo—. Te deseo, Pedro...
¡Bien, joder! Al menos, estamos de acuerdo en algo.
—Ahora, nos vamos a la fiesta —la soltó lentamente, obligando a sus manos a despegarse de ella—, porque si te beso... —gruñó, conteniéndose como nunca—. Si te beso, no será solo un beso —contempló sus labios, mordiéndose el suyo inferior con excesiva fuerza—, porque quiero tomarme mucho, pero que mucho, tiempo contigo —y se fue al salón en busca de su hijo.
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