viernes, 8 de noviembre de 2019

CAPITULO 52 (SEGUNDA HISTORIA)





Anabel y Helena entraron en la estancia con bandejas. Cada una se situó a un lado de los hermanos Alfonso y colocaron los platos de comida contoneando las caderas y sacando pecho. Además, se habían cambiado de ropa, ahora lucían pronunciados escotes y faldas tan cortas que parecían cinturones...



Zaira y Paula compartieron una mirada significativa.


—Lo que necesites, Pedro, ya sabes —le recordó Anabel, la repelente morena, acariciándolo en el brazo.


—Igual para usted, señorito Pedro —convino Helena, la atrevida castaña, que se inclinó para mostrar su asqueroso canalillo, tan pronunciado que poco faltó para que se le salieran los senos de la camiseta.


Zai carraspeó con ímpetu. Las doncellas se rieron con malicia y se marcharon, meneando los traseros adrede.


Pedro y Mauro miraban a cualquier sitio menos a sus mujeres, sonrojados de una forma ofensiva para ellas. Paula se enfureció tanto, porque ninguno había frenado a esas dos pelandruscas, que se levantó de un salto, cogió su cena y su cerveza y se sentó en el sofá más apartado del salón, junto a la televisión apagada, en un rincón. Zaira la imitó, uniéndose a ella. 


Los dos hombres, con el ceño fruncido, se acercaron.


—Solo faltaba que encima os enfadarais —se quejó Zai, entornando la mirada.


—No hemos hecho nada —declaró Mauro, cruzándose de brazos.


—Efectivamente —asintió Zaira, riéndose sin alegría—, no les habéis parado los pies. ¿Os creéis que somos tontas, doctor Alfonso?


—No me llames doctor Alfonso.


—La única manera —se incorporó y dejó el plato en la mesa— de que una persona reconozca su error es vivir la situación en sus propias carnes.


—¿Qué quieres decir? —se atrevió a preguntar Paula, que se había mantenido callada para no entrometerse en la discusión.


—Esta casa tiene un establo —le respondió su amiga, con una sonrisa de satisfacción—. Supongo que habrá gente que trabaje en él, que cuide de los caballos, ¿no? —se dirigió a Pedro—. Esta tarde, cuando llegamos, me fijé
en que había hombres, no solo mujeres forman parte del servicio, así que alguno se ofrecerá encantado a enseñarme a montar, estoy segura.


—Ni se te ocurra —le advirtió Mau, apuntándola con el dedo índice.


Paula se molestó por aquella actitud tan posesiva, por lo que caminó hacia Zaira y sonrió.


—Cuenta conmigo, Zaira—se irguió—. Mañana, les pediremos a dos chicos guapos que nos enseñen a montar a caballo. ¡Me encanta el plan! — abrazó a su amiga.


—Vamos a hablar con Danielle para preguntarle quién nos puede ayudar mañana.


Y se fueron a la cocina.


—¡Eh! —exclamó Pedro, agarrándola del brazo, obligándola a frenar en el hall principal—. Te enseñaré yo a montar —apretaba la mandíbula con fuerza.


Ella se soltó sin perder la sonrisa.


—Gracias, bichito, pero prefiero... —lo analizó de los pies a la cabeza—. Prefiero un hombre con más experiencia, ¿lo entiendes?


—Perfecto —aceptó su marido, sonriendo de repente—. Déjalas, Mauro — añadió hacia su hermano—, luego, no saben estar sin nosotros —se jactó—, por muy celosas que se pongan.


—Vámonos, Zaira—tiró Paula de su amiga, escondiendo la rabia que la poseyó al escucharlo—, no sea que el bichito nos contagie cualquier cosa, después de todo, los bichos solo van de flor en flor, cuantas más flores, mejor
—lo insultó aposta.


Pedro y Mauro rechinaron los dientes. Zaira estalló en carcajadas. Ambas amigas chocaron la mano por la victoria obtenida y se marcharon.




CAPITULO 50 (SEGUNDA HISTORIA)




Los sollozos del bebé transformaron la pasión en un gélido invierno comparable a la nieve exterior. Pedro se incorporó y se abrochó los pantalones, a punto de unirse a los lamentos de su hijo por la intromisión. Se acercó a la cuna y lo cogió con cuidado.


—Eres un bribón —le dijo, acariciándole la cara con un dedo, calmando su angustia—. Iba a hacer muy feliz a mami, ahora se quedará con las ganas.


Ella, ya vestida, aunque con los vaqueros rotos, se echó a reír. La pareja se tumbó en la cama con Gaston en medio. Cada uno agarró una manita del niño, que ya no lloraba, sino que se estiraba y se encogía, tarareando sin orden ni concierto.


Pedro observó a su mujer y a su hijo con el corazón henchido de amor. Se inclinó, cerró los ojos, besó a Gaston en la cabeza y, después, a Paula en la mejilla. Sonrió. Ella le devolvió el beso y la sonrisa, sonrojada por completo.


Sin embargo, él se tornó serio. Necesitaba decírselo. Fue superior a él seguir ocultándolo.


—No te gusta, pero ahora tengo que decirlo —confesó Pedro, a escasos milímetros de su boca—. Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Paula.


El tiempo se congeló, hasta que el bebé chilló, sobresaltándolos.


—Es la primera vez que me llamas por mi nombre, soldado —declaró ella, con una sonrisa de satisfacción.


—Pues no te acostumbres, rubia —le guiñó un ojo.


Los dos se rieron y se centraron en el niño. Una hora más tarde, tras deshacer el equipaje, Pedro le enseñó el pabellón.


—Todas las habitaciones de esta parte están comunicadas, y tienen acceso al recibidor.


Caminaron hacia una puerta que había junto al armario y que formaba parte de la pared. La abrió y le cedió el paso. Entraron al lujoso baño privado, del mismo color y con la misma decoración que la habitación. Paula giró sobre sus talones para admirar extasiada el lugar.


—¡Es precioso!


Lo era. Los dos inmensos lavabos de mármol blanquecino estaban a la izquierda, debajo de un impresionante espejo rectangular con marco de madera gris oscuro y gastado; en el centro, había un puf bajo, ovalado, sin respaldo, mullido y de terciopelo verde grisáceo. A la derecha, se ubicaba la bañera exenta, debajo del ancho ventanal que ofrecía las vistas del invernadero, en un lateral de la mansión, a modo de cabaña; una cómoda en el rincón de la derecha, al fondo, se situaba justo enfrente de una estantería baja, provista de toallas y con espacio suficiente para guardar los neceseres.


Paula continuó hacia la puerta, entre la cómoda y la estantería.


—¡Oh! —exclamó, al introducirse en el salón—. Pero ¡qué bonito! —dio una vuelta sobre sí misma.


La estancia era grande y estaba dividida en dos: a la derecha, había una biblioteca, con las estanterías repletas de libros desde el suelo hasta el techo, un escritorio, con un tablero de cristal, y una silla de piel, ambos sobre una alfombra de color azul celeste; estaba separada por un biombo de los sofás de piel y una mesita, una zona sencilla y despejada.


—¿Son tuyos? —le preguntó ella, acercándose a las estanterías para rozar los lomos de los libros con un dedo.


—Sí.


—¿Y te los has leído todos?


—Sí, desde muy pequeño —asintió él, avergonzado, de repente.


—Eres muy listo, Pedro. Intimidas —se ruborizó.


—Claro que no —respondió al instante. Odiaba alardear, pero más odiaba que Paula se sintiera mal por su culpa. Hizo un ademán restando importancia —. Sigamos.


La mitad superior de la pared del fondo era acristalada. Las cortinas estaban descorridas y se podía ver la terraza, cerrada en invierno por las bajas temperaturas.


—¿Toda esta zona es tuya?


—La mansión es de mis abuelos —le explicó Pedro, dirigiéndose hacia la izquierda, pues al lado del mueble de la televisión existía una puerta que formaba parte de la pared y que conducía a la última estancia del pabellón—. Somos sus únicos nietos. Cuando la compraron, nosotros éramos muy pequeños, pero la reformaron para que Mauro, Bruno y yo tuviéramos nuestro propio pabellón.


Entraron en la última sala, su favorita.


—¡Un billar! —chilló Paula, corriendo hacia el centro de la habitación, donde estaba el billar, que ocupaba gran parte del espacio; era la estancia más pequeña.


El cuarto tenía la misma cristalera que el salón y conducía al mismo balcón. En cuanto a la decoración, estaba vacío, excepto por un mueble cerrado que ocupaba toda la pared de la izquierda, no había nada más.


Paula cogió una bola de billar y avanzó hacia el mueble. En ese momento, él se la imaginó desnuda sobre la mesa de billar, mientras le hacía el amor con una pasión descomunal...


Paciencia, campeón, todo llega y el billar llegará... ¡Eso seguro!



CAPITULO 51 (SEGUNDA HISTORIA)






—¿Y esto? —quiso saber Paula, señalando el mueble.


Pedro sonrió con travesura.


—Atenta —pulsó un interruptor al lado de la puerta que daba al hall.


Automáticamente, el mueble comenzó a plegarse de izquierda a derecha como si se tratase de un acordeón, descubriendo así un potente equipo de música, un televisor ultraplano y todos los caprichos tecnológicos de último modelo.


—Esto es... Es... —balbuceó ella, boquiabierta, torpe al buscar el adjetivo idóneo para describirlo—. Impresionante...


—Es mi habitación favorita.


—No me extraña —silbó con admiración—. No quiero ni imaginarme cómo será el resto de la casa.


Alguien golpeó la puerta y seguidamente entró. 


Eran Zaira y Mauro, quien sostenía a Caro dormida en el hombro.


—¡Madre mía! —exclamó Zai, anonadada unos segundos también por la habitación—. Habíamos pensado ver una película o jugar a algo, como ya es de noche. ¿Os apetece?


Pedro y Paula se miraron y asintieron a la par.
Atravesaron el laberinto de la mansión hacia la primera planta. No tenía ni idea del camino que habían tomado. Se sentía desorientada y un poco asustada.


Algunos pasillos estaban en penumbra porque no contaban con ventanas y las lamparitas de las paredes eran pequeñas.


—Si se va un día la luz —comentó ella, al descender la larga escalera principal—, creo que no me encontrarán ni los perros... —sufrió un horrible escalofrío.


—Ya somos dos, amiga —convino Zaira, con igual palidez.


Los hermanos Alfonso se rieron.


—De pequeños, jugábamos a las tinieblas cuando se cortaba la luz —les contó Mauro, rodeando por los hombros a su mujer para tranquilizarla.


—Sí —dijo Pedro, que tenía a Gaston en brazos—. Y se va mucho la luz, pero no os preocupéis. Los abuelos instalaron luces de emergencia en el suelo, como las de los aviones.


—¿Qué tiempo va a hacer esta semana? —quiso saber Paula, con voz temblorosa y las palmas sudorosas.


Su eterno pánico era perderse. Siempre le había pasado, desde niña. La oscuridad no le importaba si se encontraba en un espacio conocido, pero sí el no hallar la salida de un lugar, en especial de noche o a solas.


—No hay aviso de tormentas —anunció Zai con una sonrisa radiante.


Paula no alcanzó a devolverle el gesto; por el contrario, se pegó a Pedro todo lo que pudo, incluso tiró de su sudadera en la espalda sin darse cuenta. Él giró el rostro y, serio, entrelazó la mano libre con la suya y le dio un pequeño apretón.


Llegaron al majestuoso hall de la vivienda, que le recordó a las mansiones de la aristocracia de otras épocas: de techos altos, amplios ventanales verticales y espacioso como el resto del lugar, por lo que pudo ojear desde el recibidor. Además, en lo que sí se fijó, y que captó su curiosidad, fue en los cuadros impresionistas, todos de paisajes, que colgaban de las paredes.


Giraron a la derecha, por detrás de la escalera, hacia un pasillo largo que conducía a la cocina, de madera antigua y que olía maravillosamente bien.


—Pastelitos de crema... —susurró ella, babeando por el característico aroma.


La estancia era cuadrada, grande, en consonancia a la mansión, y poseía un tablero de madera con bancos a los lados, al fondo, y una isla en el centro, donde una mujer de mediana edad estaba colocando bandejas de pastelitos en el horno.


Paula se acercó e inhaló el aroma con deleite. La mujer, que dedujo que se trataba de la cocinera, emitió una carcajada cantarina y la miró. Era alta y delgada, morena, de cabellos muy cortos, saltones ojos negros y muy atractiva.


—Paula, ¿verdad? —adivinó—. Soy Julia —se limpió con un trapo y le tendió una mano para el correspondiente saludo.


—¿Cómo lo sabe? —se la estrechó.


Pedro me pidió que hiciera pastelitos de crema porque son los favoritos de su mujer —le guiñó un ojo a Pedro, cuyos pómulos se tiñeron de rubor—. Y, por favor, tutéame.


Paula avanzó hacia su marido, se alzó de puntillas y lo besó en la mejilla como agradecimiento. Él cerró los ojos un instante y el estómago de ella se revolucionó por el gesto.


Charlaron un rato con Julia, degustando los pastelitos de crema, y después se dirigieron a un salón que los hermanos Alfonso denominaron pequeño. Desde luego, no se quiso ni imaginar el tamaño del salón principal...


Se sentaron en el suelo, sobre cojines, alrededor de una mesa, junto a los cucos donde estaban los niños durmiendo.


—¿Sabéis algo sobre Nicole Hunter? —les preguntó Pedro.


—¿La paciente de Bruno? —Paula frunció el ceño.


—En la boda, tuvo que marcharse al hospital —sirvió cerveza para todos —. Lo llamaron porque Hunter estaba sufriendo un ataque.


—La estabilizaron —añadió Mau, antes de dar un sorbo a su vaso—. Bruno le ha repetido las pruebas esta semana. Sigue sin haber rastro de aquel coágulo y parece que tampoco existen efectos secundarios a raíz del accidente después de un año. Está estable, pero en coma.


—Pobres padres... —musitó Zaira con expresión desolada—. Primero, se les muere su hija pequeña de diecisiete años, de repente, por un derrame cerebral. Tres años más tarde, su otra hija, la mayor, tiene un accidente de tráfico. Y ya lleva un año y medio en coma... —arrugó la frente—. La vida es injusta.


—Sí, lo es —convino Paula. Bebió un trago de cerveza—. Aunque parece cosa del destino.


—¿Por qué lo dices? —se interesó su marido, ladeando la cabeza con curiosidad.


—Porque las dos son hermanas y porque se trata del mismo médico, pero con tres años de diferencia —respondió ella, con cierta tristeza—. Es normal que Bruno lo viva como una penitencia. Quizás, yo también me sentiría igual
—se encogió de hombros— y actuaría del mismo modo que él, que la cuida a diario, trabaje o no, sea su día libre o su responsabilidad —respiró hondo. Los presentes la escuchaban concentrados—. Creo que, para Bruno, es como una segunda oportunidad —gesticuló con las manos a la vez que hablaba—, como si pudiera enmendar el error.


—No cometió ningún error —negó Pedro con tranquilidad.


—Lo sé, pero él lo pasó muy mal cuando Lucia murió, ¿no?


—Se culpó —recalcó Mauro, arqueando las cejas—. Por eso, no aceptó el cargo de jefe de Neurocirugía hasta casi un año después. Sentía que no se lo merecía.


—¿Os lo ha dicho? —quiso saber ella.


—No —suspiró su marido—. Nunca ha hablado del tema, ni siquiera cuando ocurrió. Bruno es muy reservado. Nunca se altera —sonrió con los
ojos fijos en el mantel—. Jamás nos enterábamos de nada que le pasase cuando éramos pequeños; ahora, tampoco.


—Estuvo en terapia por la muerte de Lucia Hunter —les informó Mauro, apoyando los codos en la mesa—. Jorge le pilló un día saliendo de la consulta del psicólogo y nos lo contó cuando, por fin, aceptó su nuevo puesto.


—Pobre Bruno... —señaló Zaira, abrazándose a Paula—. La llegada de Nicole le abrió viejas heridas. Si de verdad lo hubiera superado, no se entregaría tanto a la chica.


—Creo que nunca terminas de superar la muerte de un paciente —dijo Paula en un tono íntimo y agachando la barbilla—. A mí también se me murieron pacientes, en mi primer trabajo, antes de entrar en el General. Y todavía los recuerdo a todos —sonrió con tristeza—. Esta profesión, salvar vidas —unió las manos en el regazo—, es la mejor y la peor al mismo tiempo. Cuando alguno se va, te asaltan las dudas, te cuestionas si has fallado en algo, si has cometido un error. Es inevitable —suspiró sonoramente.


Pedro rodeó sus hombros y la besó en el pelo. 


Ella cerró los ojos en un acto reflejo y se recostó en su pecho con naturalidad. Cuando alzó los párpados, sus cuñados la observaban con una sonrisa tan pícara que la ruborizó, y se alejó de él.