viernes, 8 de noviembre de 2019
CAPITULO 51 (SEGUNDA HISTORIA)
—¿Y esto? —quiso saber Paula, señalando el mueble.
Pedro sonrió con travesura.
—Atenta —pulsó un interruptor al lado de la puerta que daba al hall.
Automáticamente, el mueble comenzó a plegarse de izquierda a derecha como si se tratase de un acordeón, descubriendo así un potente equipo de música, un televisor ultraplano y todos los caprichos tecnológicos de último modelo.
—Esto es... Es... —balbuceó ella, boquiabierta, torpe al buscar el adjetivo idóneo para describirlo—. Impresionante...
—Es mi habitación favorita.
—No me extraña —silbó con admiración—. No quiero ni imaginarme cómo será el resto de la casa.
Alguien golpeó la puerta y seguidamente entró.
Eran Zaira y Mauro, quien sostenía a Caro dormida en el hombro.
—¡Madre mía! —exclamó Zai, anonadada unos segundos también por la habitación—. Habíamos pensado ver una película o jugar a algo, como ya es de noche. ¿Os apetece?
Pedro y Paula se miraron y asintieron a la par.
Atravesaron el laberinto de la mansión hacia la primera planta. No tenía ni idea del camino que habían tomado. Se sentía desorientada y un poco asustada.
Algunos pasillos estaban en penumbra porque no contaban con ventanas y las lamparitas de las paredes eran pequeñas.
—Si se va un día la luz —comentó ella, al descender la larga escalera principal—, creo que no me encontrarán ni los perros... —sufrió un horrible escalofrío.
—Ya somos dos, amiga —convino Zaira, con igual palidez.
Los hermanos Alfonso se rieron.
—De pequeños, jugábamos a las tinieblas cuando se cortaba la luz —les contó Mauro, rodeando por los hombros a su mujer para tranquilizarla.
—Sí —dijo Pedro, que tenía a Gaston en brazos—. Y se va mucho la luz, pero no os preocupéis. Los abuelos instalaron luces de emergencia en el suelo, como las de los aviones.
—¿Qué tiempo va a hacer esta semana? —quiso saber Paula, con voz temblorosa y las palmas sudorosas.
Su eterno pánico era perderse. Siempre le había pasado, desde niña. La oscuridad no le importaba si se encontraba en un espacio conocido, pero sí el no hallar la salida de un lugar, en especial de noche o a solas.
—No hay aviso de tormentas —anunció Zai con una sonrisa radiante.
Paula no alcanzó a devolverle el gesto; por el contrario, se pegó a Pedro todo lo que pudo, incluso tiró de su sudadera en la espalda sin darse cuenta. Él giró el rostro y, serio, entrelazó la mano libre con la suya y le dio un pequeño apretón.
Llegaron al majestuoso hall de la vivienda, que le recordó a las mansiones de la aristocracia de otras épocas: de techos altos, amplios ventanales verticales y espacioso como el resto del lugar, por lo que pudo ojear desde el recibidor. Además, en lo que sí se fijó, y que captó su curiosidad, fue en los cuadros impresionistas, todos de paisajes, que colgaban de las paredes.
Giraron a la derecha, por detrás de la escalera, hacia un pasillo largo que conducía a la cocina, de madera antigua y que olía maravillosamente bien.
—Pastelitos de crema... —susurró ella, babeando por el característico aroma.
La estancia era cuadrada, grande, en consonancia a la mansión, y poseía un tablero de madera con bancos a los lados, al fondo, y una isla en el centro, donde una mujer de mediana edad estaba colocando bandejas de pastelitos en el horno.
Paula se acercó e inhaló el aroma con deleite. La mujer, que dedujo que se trataba de la cocinera, emitió una carcajada cantarina y la miró. Era alta y delgada, morena, de cabellos muy cortos, saltones ojos negros y muy atractiva.
—Paula, ¿verdad? —adivinó—. Soy Julia —se limpió con un trapo y le tendió una mano para el correspondiente saludo.
—¿Cómo lo sabe? —se la estrechó.
—Pedro me pidió que hiciera pastelitos de crema porque son los favoritos de su mujer —le guiñó un ojo a Pedro, cuyos pómulos se tiñeron de rubor—. Y, por favor, tutéame.
Paula avanzó hacia su marido, se alzó de puntillas y lo besó en la mejilla como agradecimiento. Él cerró los ojos un instante y el estómago de ella se revolucionó por el gesto.
Charlaron un rato con Julia, degustando los pastelitos de crema, y después se dirigieron a un salón que los hermanos Alfonso denominaron pequeño. Desde luego, no se quiso ni imaginar el tamaño del salón principal...
Se sentaron en el suelo, sobre cojines, alrededor de una mesa, junto a los cucos donde estaban los niños durmiendo.
—¿Sabéis algo sobre Nicole Hunter? —les preguntó Pedro.
—¿La paciente de Bruno? —Paula frunció el ceño.
—En la boda, tuvo que marcharse al hospital —sirvió cerveza para todos —. Lo llamaron porque Hunter estaba sufriendo un ataque.
—La estabilizaron —añadió Mau, antes de dar un sorbo a su vaso—. Bruno le ha repetido las pruebas esta semana. Sigue sin haber rastro de aquel coágulo y parece que tampoco existen efectos secundarios a raíz del accidente después de un año. Está estable, pero en coma.
—Pobres padres... —musitó Zaira con expresión desolada—. Primero, se les muere su hija pequeña de diecisiete años, de repente, por un derrame cerebral. Tres años más tarde, su otra hija, la mayor, tiene un accidente de tráfico. Y ya lleva un año y medio en coma... —arrugó la frente—. La vida es injusta.
—Sí, lo es —convino Paula. Bebió un trago de cerveza—. Aunque parece cosa del destino.
—¿Por qué lo dices? —se interesó su marido, ladeando la cabeza con curiosidad.
—Porque las dos son hermanas y porque se trata del mismo médico, pero con tres años de diferencia —respondió ella, con cierta tristeza—. Es normal que Bruno lo viva como una penitencia. Quizás, yo también me sentiría igual
—se encogió de hombros— y actuaría del mismo modo que él, que la cuida a diario, trabaje o no, sea su día libre o su responsabilidad —respiró hondo. Los presentes la escuchaban concentrados—. Creo que, para Bruno, es como una segunda oportunidad —gesticuló con las manos a la vez que hablaba—, como si pudiera enmendar el error.
—No cometió ningún error —negó Pedro con tranquilidad.
—Lo sé, pero él lo pasó muy mal cuando Lucia murió, ¿no?
—Se culpó —recalcó Mauro, arqueando las cejas—. Por eso, no aceptó el cargo de jefe de Neurocirugía hasta casi un año después. Sentía que no se lo merecía.
—¿Os lo ha dicho? —quiso saber ella.
—No —suspiró su marido—. Nunca ha hablado del tema, ni siquiera cuando ocurrió. Bruno es muy reservado. Nunca se altera —sonrió con los
ojos fijos en el mantel—. Jamás nos enterábamos de nada que le pasase cuando éramos pequeños; ahora, tampoco.
—Estuvo en terapia por la muerte de Lucia Hunter —les informó Mauro, apoyando los codos en la mesa—. Jorge le pilló un día saliendo de la consulta del psicólogo y nos lo contó cuando, por fin, aceptó su nuevo puesto.
—Pobre Bruno... —señaló Zaira, abrazándose a Paula—. La llegada de Nicole le abrió viejas heridas. Si de verdad lo hubiera superado, no se entregaría tanto a la chica.
—Creo que nunca terminas de superar la muerte de un paciente —dijo Paula en un tono íntimo y agachando la barbilla—. A mí también se me murieron pacientes, en mi primer trabajo, antes de entrar en el General. Y todavía los recuerdo a todos —sonrió con tristeza—. Esta profesión, salvar vidas —unió las manos en el regazo—, es la mejor y la peor al mismo tiempo. Cuando alguno se va, te asaltan las dudas, te cuestionas si has fallado en algo, si has cometido un error. Es inevitable —suspiró sonoramente.
Pedro rodeó sus hombros y la besó en el pelo.
Ella cerró los ojos en un acto reflejo y se recostó en su pecho con naturalidad. Cuando alzó los párpados, sus cuñados la observaban con una sonrisa tan pícara que la ruborizó, y se alejó de él.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario