domingo, 5 de enero de 2020
CAPITULO 41 (TERCERA HISTORIA)
—Ya estoy —anunció Paula, con el rostro un poco hinchado.
Él sonrió y le quitó la maleta para colgársela del hombro. Le tendió la mano, que ella aceptó, sonrojada.
—Estás preciosa con este vestido, Pau. No permitas que nadie te haga sentir lo contrario. Jamás.
Salieron de la suite y descendieron a la de Pedro, en otra planta. Guardó la funda vacía del esmoquin en su equipaje y se dirigieron al parking del hotel, donde estaba su coche, y alguien más...
—Borra tu expresión, Alfonso —le avisó Dani, simulando seriedad—. Nos vamos todos a mi casa.
—Nuestra casa —lo corrigió Chris—. Hay comida, bebida y piscina gratis.
Mauro, Zaira, Manuel, Rocio, Christopher, Daniel, tres chicas que conocía por haberlas visto en el Club ese día y Cindy Clark, su compañera en el partido de polo, estaban frente a ellos, apoyando a Paula, que en ese momento se alisó la seda en el regazo, claro síntoma de lo nerviosa que estaba. Pedro le apretó la mano.
—Pues venga —accedió él con una sonrisa serena—, que tengo hambre.
La ayudó a subir al Mercedes. Guardó las maletas en el maletero y se montó en el asiento del conductor.
Los hermanos Allen vivían en una casa de dos plantas, con jardín y piscina en la parte trasera; el primer piso, el más grande, que incluía la cocina y el salón, pertenecía a Chris; el segundo era de Dani, más pequeño.
Hacía una noche calurosa y, como estaban entre amigos, los hombres se despojaron de la chaqueta, el fajín, los tirantes, la pajarita, los zapatos y los calcetines, y las mujeres se quitaron los tacones. Daniel sacó toallas para que se acomodaran sobre el césped o sobre las cuatro hamacas de madera que había frente a la piscina. Existía una barbacoa móvil; una mesa rectangular y seis sillas se disponían al lado de la misma. Pedro, además, se sacó la camisa por fuera de los pantalones, se la remangó en las muñecas y se la desabotonó en el cuello. Dejó los gemelos en la mesa.
Chris y Dani prepararon una cena improvisada de picoteo. Encendieron el aparato de música del salón y sacaron los altavoces al jardín. Formaron un círculo encima de las toallas y charlaron entre risas mientras comían y bebían cerveza. Después, las chicas se acercaron a un extremo de la piscina y metieron los pies. Paula sonrió a Pedro y se unió a ellas.
Él le guiñó un ojo, mientras su estómago sufría una explosión tras otra de lo dichoso que se sentía al tenerla consigo. La contempló embobado hasta que ella se sentó junto a Zaira.
Una servilleta aterrizó en su cara. Pedro gruñó.
—Es para que limpies tus babas, Alfonso —le explicó Daniel antes de estallar en carcajadas.
—No me toques las narices hoy —masculló, serio, flexionando las piernas y abrazándoselas.
—No malinterpretes lo que voy a decir ahora —le avisó Christopher, a su izquierda—, pero Dani y yo hemos llegado después del almuerzo y al empezar el partido de polo yo ya escuché rumores sobre Paula y tú en cierta pista y en
cierto campo de golf... —arqueó las cejas—. Es lógico que Anderson se enfadase. No comparto sus formas, mucho menos la humillación a Paula— chasqueó la lengua—, pero a nadie le gusta que le roben a su novia en su propia cara.
—Por más vueltas que le doy... —suspiró Pedro—. No entiendo qué hace con Anderson. Cuando habla de él, no sé... —entornó la mirada, sin quitarle los ojos de encima a Paula, que cada dos segundos giraba el rostro y lo observaba apenas un instante—. No creo que esté enamorada —estiró las piernas. Arrancó hierba de manera distraída—. Parece triste cuando Anderson está cerca. No sé —se encogió de hombros—. A lo mejor son imaginaciones mías.
— Algo la tiene que unir a Anderson para aguantar a un tío que la humilla frente a más de trescientas personas —apuntó Daniel, con el semblante cruzado por la gravedad—. Trabaja con el padre de Paula. Quizás es eso.
—¿El qué? —quiso saber Pedro, mirando a su amigo.
—Pues que sea un matrimonio conveniente para su familia. Puede que Paula no tenga opción a decidir.
—Eso explicaría lo frío que es con ella —comentó él, con los ojos perdidos en el infinito, pensativo—. Paula es preciosa y muy tímida. Es como una niña necesitada de cariño. La miro y me da la sensación de que me lo está pidiendo a gritos... —respiró hondo—. Si yo fuera su novio, os aseguro que estaría pegado a ella todo el tiempo y la cuidaría y la trataría como si fuera una reina, porque es lo mínimo que se merece —desorbitó los ojos por lo que acababa de decir.
¡¿Qué me pasa?!
Los hermanos Alfonso y los hermanos Allen se rieron sonoramente.
—¡Ya vale! —exclamó Pedro, con los pómulos ardiendo—. ¡Que ya vale, joder!
—Creo que necesitas agua fría, Alfonso
Se levantaron y lo cogieron entre los cuatro sin previo aviso.
—¡Joder! —pataleó, pero de nada le sirvió.
Y lo lanzaron a la piscina...
Pedro emergió a la superficie, furioso. Sacudió la cabeza. El agua alcanzaba su pecho, sin variar la altura en los ocho metros de largo de la piscina. Masculló una serie de incoherencias malsonantes, acercándose a un lateral. Todos se doblaban por la mitad debido a las carcajadas, pero los muy cobardes habían huido al césped
—¿Quieres una toalla, Doctor Alfonso? —le preguntó Paula en un tono demasiado suave y un poco agudo, intentando controlar la risa.
Él entornó los párpados, escurriéndose la camisa. Las otras chicas regresaron al borde, aunque ella le acercó una toalla, pero se la tiró a los pies a gran distancia.
Y, de repente, los chicos soltaron un rugido de guerra y corrieron hacia la piscina. A ellas no les dio tiempo a levantarse, por lo que las empaparon al arrojarse al agua. Chillaron por la impresión, aunque las risas inundaron el espacio.
Pedro sonrió con malicia a Paula, que retrocedió por instinto, sonriendo también como una pilluela.
—Por las buenas o por las malas, Pau —continuó avanzando despacio como un depredador a la caza de su presa, una muy hermosa presa.
—¡Pues por las malas! —se giró, se recogió la falda y salió disparada en dirección contraria.
Sin embargo, el jardín era pequeño, por lo que Pedro tardó casi nada en atraparla. La cogió en brazos, pegándola a su pecho. Paula se retorció en vano. Él se detuvo en el borde de la piscina.
—¿Preparada?
—¡No! —gritó ella, sujetándose a su cuello con excesiva fuerza.
Pedro fue a lanzarla, pero Paula no lo soltó, así que perdió el equilibrio y cayeron los dos al agua en un enredo de cuerpos. La ayudó a salir a tomar aire.
Paula tosió entre carcajadas, abrazándolo por la nuca con los brazos y por las caderas con las piernas. El vestido empapado dejaba poco a la imaginación... Y él no desaprovechó la oportunidad y la ciñó por la cintura.
Sus senos, erguidos, para mayor inconveniente de Pedro, se adhirieron a sus pectorales. Pedro se mordió la lengua para no gemir, su erección saludó a Paula y ambos se miraron totalmente avergonzados.
Esto va por libre... ¡La culpa es de ella! Si no fuera tan bonita... y sexy... y...
Entonces, todos empezaron a salpicarlos. La pareja se vio obligada a cerrar los ojos y a esconderse, valiéndose de escudo el uno al otro, pero giraron las caras y sus labios se unieron sin pretenderlo...
Abrieron los párpados de golpe. Estaban paralizados, no respiraban, tampoco se separaban... La sensación era asombrosa y la tentación, descomunal... Se volvió loco. De cabeza al infierno, pensó antes de sucumbir a su único pecado... Olvidándose por completo de la realidad, le sujetó la cabeza con las manos y la besó. En condiciones. Y Paula... gimió... No tardó ni un segundo en corresponderlo, aferrándose a su cuello, temblando de manera tan desatada como Pedro.
Joder... Me está besando... Pau... Esto es... Esto es...
No lograba acertar con la palabra. Se le erizó la piel, su cuerpo tiritó y su boca reverenció la de su leona blanca, unos labios muy, pero que muy, delicados... como ella. Lo besaba con miedo y con inocencia a la par. Y aquello lo inundó de ternura... Le acunó el rostro y succionó su boca de manera lánguida, pero con un mínimo de la urgente sensualidad que sentía y que solo esa mujer le hacía sentir. No quería asustarla, a pesar de que jamás había experimentado tal estado de euforia con un beso... ¡un beso! Y se controló, mitigó las inmensas ganas de engullirla, algo digno de alabanza porque su interior estaba protestando, quejándose de las rejas que lo recluían.
Era extraño... La deseaba tanto que se estaba ahogando en sus labios, unos labios que imitaban sus movimientos con una entrega plena.
Pedro enredó los dedos en sus cabellos mojados y tiró, lo que provocó que Paula entreabriera la boca. Él le introdujo la lengua y encontró la suya. Y el mundo se derrumbó.
Joder...
Resoplaron, de pronto, desesperados. Ella lo apretó con los muslos, arqueándose. Pedro se derritió... La estrechó contra su anatomía, que se estaba inflamando en la mayor de las fogatas. El beso se volvió acelerado, desenfrenado... Cualquier resquicio de sensatez se evaporó entre besos, entre jadeos...
Él le mordisqueó el labio inferior y lo lamió de un modo posesivo, luego, el superior, y arrasó su boca. Jugó con su lengua, jugó con su boca, la embestía y se retiraba, la penetraba de nuevo y se alejaba... estimulándose los dos de igual manera, a juzgar por los ruiditos agudos e irregulares que pronunciaba su leona blanca.
Y ella se deshizo entre sus brazos... Pasó las manos por sus hombros, por su pecho, por su espalda... Le clavó las uñas, arrancándole a Pedro resuellos discontinuos, excitándolo hasta lo escandaloso. Paula se curvó más, transmitiendo una pasión desazonada.
CAPITULO 40 (TERCERA HISTORIA)
Él dio media vuelta y se dirigió, bajo la entrometida mirada de los invitados, a la mesa de Ramiro Anderson, el único que hablaba en todo el salón, aunque no lo escuchaba nadie.
Hasta los camareros y el propio presidente del Club habían enmudecido.
—Espero que no te sorprenda el día que Paula te abandone, porque lo hará —sentenció Pedro, de pie a su espalda, apretando los puños a ambos lados del cuerpo, conteniéndose para no liarse a golpes contra él.
Anderson se incorporó despacio y se giró, irguiéndose cual cobra, dispuesto a atacar. Era robusto, bastante más ancho que Pedro, pero no lo intimidó, ¡ni mucho menos!
—¿Y eso quién me lo dice? —rebatió Ramiro, sonriendo con frialdad—, ¿tú?, ¿el pobre hombre que codicia una propiedad ajena?
—No codicio una propiedad ajena, porque Paula no es una propiedad, y tampoco es tuya. Es una mujer preciosa por dentro y por fuera que no te mereces. El tiempo me dará la razón. Y, siendo como eres, te quedarás igual de solo que tu padre.
Anderson gruñó y avanzó, amenazador. Las mujeres ahogaron exclamaciones de horror. Pedro alzó el mentón, seguro de sí mismo. No se amilanó.
—Pedro, hijo —le dijo su madre en un tono firme y decidido, agarrándolo del brazo—. Vamos a cenar, por favor.
—Eso, doctor Pedro —convino Ramiro, sonriendo con suficiencia—, vete con mamá a cenar —se rio, desdeñoso.
—Es una pena que no pueda decir lo mismo, Anderson, no veo a tu mamá por aquí —le lanzó la pulla y se marchó con su madre, no sin antes escuchar un gráfico insulto por parte del abogado.
No era ningún secreto que la señora Anderson desapareció de la ciudad el día que apresaron a Hector Anderson.
—Pedro, hijo...
—Me voy con ella.
Sus padres asintieron, con pesar y desconsuelo.
Pedro salió de la estancia sin mirar atrás. Se encaminó a la recepción y preguntó cuál era la suite de Paula. Después, subió en el ascensor hasta la última planta, se detuvo en la puerta correspondiente y golpeó con suavidad.
—Pedro... —susurró ella, descalza, con el rostro anegado en lágrimas, los ojos enrojecidos y el albornoz cubriéndole el cuerpo.
Él empujó la puerta y entró. La cerró de una patada. Estaba furioso.
Comprimió los nudillos. Paula se tapó los labios con una mano temblorosa, tragando con dificultad, intentaba reprimir el llanto.
—Hazlo —le exigió Pedro—. Llora. Conmigo.
A ella se le escapó un sollozo y se arrojó a su cuello.
Pedro la abrazó, levantándola en el aire por la cintura. El albornoz se aflojó y Paula lo rodeó con las piernas. Se sacudía entre sus brazos. Él la envolvió con el mismo ímpetu con el que ella se desahogaba. Si veía a una mujer llorar, normalmente corría en dirección contraria, pero con esa muñeca, tan frágil y vulnerable, necesitaba lo contrario, precisaba consolarla, resguardarla de todo mal, limpiarle las lágrimas, curarle las heridas.
Se sentó en el borde de la cama con ella en su regazo.
—Quiero que te pongas el vestido y recojas tus cosas —le pidió Pedro, acariciándole los mechones—. Tú y yo nos vamos. Haremos lo que prefieras, pero tú, con tu vestido y yo, con mi esmoquin —le secó el rostro con los dedos.
Paula se sorbió la nariz y asintió. Se levantó y comenzó a meter sus pertenencias en su pequeña bolsa de viaje, sin percatarse de que iba de un lado a otro ofreciéndole la espectacular visión de su conjunto de ropa interior de color marfil, de su vientre plano, de su preciosa piel, de sus provocadores senos que se alzaban por encima del sujetador sin tirantes en una clara invitación... Y su erección aumentó hasta el punto de arrancarle pellizcos en la piel.
¿Cómo puede ser tan bonita y tan sexy a la vez?
Carraspeó y paseó por el lugar, distrayéndose para no cometer el craso error de lanzarse a su leona blanca, desnudarla y mimarla hasta más allá del cansancio. Pensar que ella nunca había sentido con nadie, ni siquiera con su novio, lo que sentía con Pedro... Casi le dio lástima Anderson. Casi.
CAPITULO 39 (TERCERA HISTORIA)
Ella se soltó con un esfuerzo sobrehumano y se alejó hacia la puerta del hotel.
—No te vayas... —le rogó Pedro, a su espalda, la había seguido—. Quédate conmigo...
Las lágrimas descendieron por el rostro de ella.
—No puedo, Pedro, y tú lo sabes —y se fue al gran salón con un dolor indescriptible en el alma.
Se secó las mejillas antes de entrar. Los invitados comenzaban a sentarse alrededor de las mesas circulares que ocupaban toda la estancia. Buscó a Ramiro, que ya estaba acomodado con el odioso fiscal de aquella mañana y varios abogados con sus respectivas parejas.
—Buenas noches —saludó ella, retirando la silla libre, frente a su prometido.
—Buenas noches —contestaron algunos.
Ramiro, en cambio, palideció. Analizó su vestido con desagrado. Paula lo ignoró y se sentó.
—¿Se puede saber qué llevas puesto? —escupió su novio.
—Gracias por el cumplido —bromeó ella, fingiendo alegría.
—No era ningún cumplido —la corrigió, incorporándose—. Creo que te has olvidado de ponerte el vestido.
—¿Perdón? —articuló Paula en un hilo de voz al comprender sus crueles palabras.
—Te has puesto la combinación, pero no el vestido —le aclaró Ramiro, gélido y decidido—. Sube a por lo que te falta y no bajes hasta que no estés lista —y añadió al resto de comensales—: Disculpen a mi futura esposa, últimamente está algo despistada.
El tiempo se congeló. El gran salón se silenció de golpe.
—¿A qué esperas, Paula?
Ella se levantó. Caminó hacia la puerta con la cabeza bien alta, pero, antes de llegar, un brazo rodeó el suyo, deteniéndola. Giró el rostro.
Pedro... Su expresión era espeluznante...
—Por favor, Pedro... —le rogó Paula en un susurro roto por la vergüenza y por la desesperación de huir.
Pedro la soltó y observó cómo se perdía de vista hacia los ascensores. A pesar de haber protagonizado la peor y más humillante escena de su vida, no había hundido los hombros ni agachado la cabeza. Era su leona blanca.
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