domingo, 5 de enero de 2020

CAPITULO 40 (TERCERA HISTORIA)




Él dio media vuelta y se dirigió, bajo la entrometida mirada de los invitados, a la mesa de Ramiro Anderson, el único que hablaba en todo el salón, aunque no lo escuchaba nadie. 


Hasta los camareros y el propio presidente del Club habían enmudecido.


—Espero que no te sorprenda el día que Paula te abandone, porque lo hará —sentenció Pedro, de pie a su espalda, apretando los puños a ambos lados del cuerpo, conteniéndose para no liarse a golpes contra él.


Anderson se incorporó despacio y se giró, irguiéndose cual cobra, dispuesto a atacar. Era robusto, bastante más ancho que Pedro, pero no lo intimidó, ¡ni mucho menos!


—¿Y eso quién me lo dice? —rebatió Ramiro, sonriendo con frialdad—, ¿tú?, ¿el pobre hombre que codicia una propiedad ajena?


—No codicio una propiedad ajena, porque Paula no es una propiedad, y tampoco es tuya. Es una mujer preciosa por dentro y por fuera que no te mereces. El tiempo me dará la razón. Y, siendo como eres, te quedarás igual de solo que tu padre.


Anderson gruñó y avanzó, amenazador. Las mujeres ahogaron exclamaciones de horror. Pedro alzó el mentón, seguro de sí mismo. No se amilanó.


Pedro, hijo —le dijo su madre en un tono firme y decidido, agarrándolo del brazo—. Vamos a cenar, por favor.


—Eso, doctor Pedro —convino Ramiro, sonriendo con suficiencia—, vete con mamá a cenar —se rio, desdeñoso.


—Es una pena que no pueda decir lo mismo, Anderson, no veo a tu mamá por aquí —le lanzó la pulla y se marchó con su madre, no sin antes escuchar un gráfico insulto por parte del abogado.


No era ningún secreto que la señora Anderson desapareció de la ciudad el día que apresaron a Hector Anderson.


Pedro, hijo...


—Me voy con ella.


Sus padres asintieron, con pesar y desconsuelo.
Pedro salió de la estancia sin mirar atrás. Se encaminó a la recepción y preguntó cuál era la suite de Paula. Después, subió en el ascensor hasta la última planta, se detuvo en la puerta correspondiente y golpeó con suavidad.


Pedro... —susurró ella, descalza, con el rostro anegado en lágrimas, los ojos enrojecidos y el albornoz cubriéndole el cuerpo.


Él empujó la puerta y entró. La cerró de una patada. Estaba furioso.


Comprimió los nudillos. Paula se tapó los labios con una mano temblorosa, tragando con dificultad, intentaba reprimir el llanto.


—Hazlo —le exigió Pedro—. Llora. Conmigo.


A ella se le escapó un sollozo y se arrojó a su cuello.


Pedro la abrazó, levantándola en el aire por la cintura. El albornoz se aflojó y Paula lo rodeó con las piernas. Se sacudía entre sus brazos. Él la envolvió con el mismo ímpetu con el que ella se desahogaba. Si veía a una mujer llorar, normalmente corría en dirección contraria, pero con esa muñeca, tan frágil y vulnerable, necesitaba lo contrario, precisaba consolarla, resguardarla de todo mal, limpiarle las lágrimas, curarle las heridas.


Se sentó en el borde de la cama con ella en su regazo.


—Quiero que te pongas el vestido y recojas tus cosas —le pidió Pedroacariciándole los mechones—. Tú y yo nos vamos. Haremos lo que prefieras, pero tú, con tu vestido y yo, con mi esmoquin —le secó el rostro con los dedos.


Paula se sorbió la nariz y asintió. Se levantó y comenzó a meter sus pertenencias en su pequeña bolsa de viaje, sin percatarse de que iba de un lado a otro ofreciéndole la espectacular visión de su conjunto de ropa interior de color marfil, de su vientre plano, de su preciosa piel, de sus provocadores senos que se alzaban por encima del sujetador sin tirantes en una clara invitación... Y su erección aumentó hasta el punto de arrancarle pellizcos en la piel.


¿Cómo puede ser tan bonita y tan sexy a la vez?


Carraspeó y paseó por el lugar, distrayéndose para no cometer el craso error de lanzarse a su leona blanca, desnudarla y mimarla hasta más allá del cansancio. Pensar que ella nunca había sentido con nadie, ni siquiera con su novio, lo que sentía con Pedro... Casi le dio lástima Anderson. Casi.




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