sábado, 12 de octubre de 2019

CAPITULO 112 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro regresó a la habitación de su novia y se encontró a Ernesto en el interior, trajeado y elegante, como de costumbre. Frunció el ceño. No pudo evitarlo, los celos regresaron.


—Salió en la prensa ayer —le informó Sullivan, de pie, al lado de la puerta—. Un idiota os hizo fotos y las vendió a una revista.


Él suspiró. Era una auténtica tontería enfadarse cuando Paula lo amaba, por lo que salieron al pasillo para hablar tranquilamente.


—Todavía no ha abierto los ojos —le contó Pedro—. La operaron el sábado por la noche. Acaban de subirla a planta —se apoyó en la pared y flexionó una pierna.


—¿Qué ocurrió?


Pedro le relató lo sucedido.


—¿Y el coche se dio a la fuga? —quiso saber Ernesto, entrecerrando la mirada—. ¿Cómo era?


—Negro. No recuerdo más —se encogió de hombros.


—¿Ni la matrícula?


—No. Y, ahora, lo único que me preocupa es ella —suspiró, derrotado.


—Sé que nunca hemos sido amigos, pero... —le tendió la mano— si puedo ayudar en algo, cualquier cosa, pídemela. Me importa Paula, aunque desde un punto de vista fraternal, no te vayas a asustar —hizo una mueca cómica.


Pedro estrechó su mano, sonriendo con tristeza.


Sullivan entró a despedirse de los demás y se fue.


A última hora de la tarde, Manuel decidió acompañar a Sara a su casa para que durmiera.


—Vendré a primera hora, muchacho —le aseguró la anciana, colocándose el abrigo—. Y, luego, tú te irás a descansar, que falta te hace.


Él se acomodó en la silla pegada a la cama y recostó la cabeza, girándola hacia Paula, entrelazando sus dedos con los de ella, inertes. Dobló el brazo a modo de almohada y la contempló, enmudecido por su belleza. No importaban los cardenales, la venda o las heridas, era preciosa.


Llevaba tres días sin pegar ojo, pero no tenía sueño. Estaba agotado física y psicológicamente. Sin embargo, su mente rememoró los últimos ocho meses, desde el día que la conoció en la cafetería del hospital y le había tirado la taza de chocolate caliente. Se rio, meneando la cabeza.


—Qué torpe fuiste —susurró—, pero me cambiaste la vida, joder...


—Esa... bo... boca... doctor Alfonso... esa... boca...


El corazón de Pedro se envalentonó. Levantó el rostro.


Paula había despertado.



CAPITULO 111 (PRIMERA HISTORIA)




Ella no despertó, aunque le retiraron el tubo de la garganta y lo cambiaron por oxígeno en la nariz tres días después del accidente, tres eternos días...


Ni Sara ni Pedro se habían alejado un milímetro. 


Él no había dormido, la anciana, un poco. Nadie había osado echarlos de allí. Algunos compañeros de profesión se habían acercado a interesarse y a brindarle apoyo. Stela se había
presentado en el hospital, pero solo había hablado con Catalina. Sus padres solo se habían marchado para descansar por las noches y habían vuelto rápidamente por la mañana, a pesar de que Pedro no había estado con ellos; para lo único que salía de la sala era para comprarle comida y agua a la anciana, nada más. Manuel trabajaba, pero había bajado en cada ratito libre. Y Bruno...


—La ecografía cerebral está bien —anunció Bruno, entregándole el informe —. No hay rastros del coágulo. Ya está su habitación preparada, no tardarán en llevársela.


Su hermano pequeño se había encargado de Paula desde el minuto cero, y Moore también, que había rogado que la dejaran cuidar a su amiga.


Pedro cogió los papeles y lo comprobó por sí mismo. Asintió y le devolvió las hojas.


—La suben a tu planta.


—Claro, Pa —sonrió Bruno—, soy su médico —le guiñó un ojo.


Él quiso reírse, pero no lo hizo. En la primera fiesta a la que habían asistido Paula y Pedro, en la mansión de la familia Alfonso, la subasta de arte, la segunda vez que ella había montado en su moto, Pedro le había preguntado en un mensaje qué doctor preferiría que la tratase si le pasase algo, y ella había contestado, sin dudar, que a Bruno.


Pues tu sueño se ha hecho realidad, bruja, y de qué manera...


Una hora más tarde, Paula ya estaba instalada en su nueva habitación. El director West, Catalina, Samuel, Stela y Kendra, su amiga de Hafam, visitaron a la paciente el resto de la mañana, acompañando a Sara.


Por la tarde, el director solicitó su presencia en su despacho, en la última planta. Pedro besó a su novia en el interior de la muñeca, como en cada ocasión que se ausentaba, y subió por las escaleras.


—Ahora lo entiendo —señaló Jorge, introduciendo las manos en los bolsillos de su pantalón, serio, incluso parecía enfadado, aunque procuraba no demostrarlo—. Lo que no comprendo es por qué.


Estaban de pie, uno frente a otro.


—No sé de qué está hablando, director West —le dijo Pedro, con sinceridad.


—De ti y de Paula, y, por favor, llámame Jorge, que ya es hora —respiró hondo y anduvo hacia la ventana, al fondo, detrás del escritorio. Observó las espectaculares vistas del Boston Common a través del pulcro cristal—. La semana pasada, Paula renunció a seguir entreteniendo a los niños de este hospital y del Emerson. Ahora entiendo la razón, lo que no comprendo es por qué, espero que tú me lo expliques, Pedro —se giró y lo miró, con el
semblante cruzado por la gravedad y la preocupación—, porque es obvio que lo hizo por ti.


—Yo tampoco lo sé, Jorge —negó con la cabeza, abrumado por la noticia —. Bueno... Discutimos el lunes por la noche, pero no supe nada más de ella hasta el sábado por la mañana.


¿Por mí? ¿Ha dejado los hospitales por mí? ¿Por qué?


La angustia lo engulló a una velocidad alarmante.


—Paula es una niña atormentada por un error acontecido hace ocho años —le confesó el director, acomodándose en la silla de piel—. Fue un accidente, no un error —entrelazó las manos en el regazo y clavó los ojos en la mesa—. Lleva estos ocho años sin variar su vida: se dedica a Hafam, a los niños del Emerson, al taller de Stela Michel y, desde hace ocho meses, a los niños de aquí —levantó la mirada, furioso—. ¿Sabes por qué no fue a la universidad? »Porque se dedica por entero a los demás —golpeó el escritorio con el puño—. Porque se condenó a sí misma hace ocho malditos años. Le prometí a su padre cuidar de ella. La conozco desde que nació. Ha tenido una infancia y una adolescencia muy malas —se levantó, apoyando los dedos en el borde de la mesa, inclinándose—. Me niego a continuar viendo cómo sigue tirando su vida por la borda. ¡Tiene veintidós años! Necesita vivir, salir con amigos, un novio... ¡qué sé yo! —hizo un aspaviento—. Y resulta que renuncia a los niños, ¿por una discusión?


—Me dijo que su padre estaba enfermo.


—Su padre no está enfermo —lo corrigió, enfatizando cada palabra.


Aquello lo paralizó.


—No te ha contado nada, ¿verdad? —asumió Jorge—. Esta niña... —bufó —. Tan buena, pero... ¡tan tonta! —alzó los brazos al techo—. Uno de mis mejores amigos es psicólogo. La trató a raíz del accidente, cuando su padre la dejó bajo mi responsabilidad y la de Sara. Ha estado, hasta hace ocho meses, es decir, siete años, visitándolo una tarde a la semana, los jueves. Me pidió cancelar la terapia y se me ocurrió meterla aquí; después de todo, adora a los niños —respiró hondo—. ¿Qué pasó entre vosotros? ¿Por qué discutisteis? Necesito saberlo.


—Pasamos el fin de semana juntos —comenzó Pedro, desplomándose en uno de los dos asientos que flanqueaban el escritorio—. Estuvimos muy bien. Nos despedimos el lunes por la mañana y, por la noche, me acerqué a su casa porque había estado llamándola y escribiéndole, pero no me contestaba. Estaba preocupado y me presenté en su portal cuando salí de trabajar. Esperé un rato y apareció en un taxi. Discutimos. Le pregunté que de dónde venía, pero no quiso decírmelo. Nunca quiere decirme nada... —se le quebró la voz. »Insistí. Me dijo que no podía contarme nada de su vida, porque, si supiera ciertas cosas, me alejaría de ella —se incorporó y paseó despacio de un extremo a otro, recordando—. Me enfadé. No sabía qué pensar —se revolvió el pelo, desesperado—. No supe cómo actuar. El sábado me harté de estar distanciados... La echaba mucho de menos... —confesó en un hilo de voz, abstraído de la realidad—. Tuve guardia el viernes por la noche y, cuando terminé, la busqué en el parque por si la encontraba corriendo. Estaba sentada en un banco, llorando —apretó la mandíbula—. Por la tarde, fui a recogerla para estar juntos, teníamos una fiesta en casa de mis padres —se detuvo, dirigió los ojos al suelo—. Antes de arreglarse, me contó que su padre estaba enfermo, que las tardes de los lunes, los martes y los miércoles las utilizaba para cuidarlo. También me dijo que había renunciado a los dos hospitales para estar con él.


—¿Sabes algo más de ella?


—Que su madre era alcohólica —rechinó los dientes—, que la encerraba cuando bebía y que se olvidaba de ella —suspiró sonoramente—. El divorcio también me lo contó, al igual que el accidente que tuvo con catorce años, la cicatriz del costado —se lo tocó en un acto reflejo—, y que unos meses más tarde se mudó con su abuela. Nada más.


—Pues lo sabes casi todo —sonrió el director—. Y eso es muy buena señal —se acercó—. Ahora ya lo entiendo —asintió—. Paula renunció a los niños por miedo a que tú supieras la verdad, lo hizo para protegerte a ti y para protegerse a sí misma.


—¿Qué verdad?


Jorge regresó a la mesa y apuntó unas líneas en una hoja de su agenda.


Recortó el trozo escrito.


—¿Sabes quién es su padre? —le preguntó el director.


—Carlos Chaves. Lo conozco porque fue uno de mis profesores en la universidad.


—A Paula no le va a hacer ninguna gracia enterarse de esto —arqueó las cejas—, pero estoy convencido de que eres la solución, Pedro —le entregó el papel doblado—. Dile que te envío yo, ¿de acuerdo?


—¿Qué es esto? —abrió la hoja.


Se trataba de una dirección postal, una calle ubicada en el barrio Jamaica Plain.


—Ahí vive Carlos.


Su corazón se saltó varios latidos.


—No sé si quiero hacerlo... —dudó Pedro, releyendo una y otra vez la hoja —. Si Paula no desea contármelo, por algo será.


—Paula nunca ha abierto la boca con nadie que no fuera el psicólogo, Sara o yo —le palmeó la espalda con suavidad—. Tú eres la única persona a la que le ha desvelado algo de su vida, la única persona en la que ha confiado en los últimos ocho años. Eres el único que puede ayudarla, lo sé. Y solo te falta encajar una pieza en el puzle. Cuídala mucho, Pedro. Paula se merece vivir, se merece ser amada, se merece sonreír de verdad; bastante tiempo lleva encerrada en los malos recuerdos... Y quédate con ella el tiempo que esté en el hospital, te quiero a su lado, no trabajando, ¿de acuerdo? Yo me encargo de tu sustituto.




CAPITULO 110 (PRIMERA HISTORIA)




Su hermano Bruno condujo el todoterreno con excesiva velocidad, sorteando el tráfico con destreza. Pararon en la puerta de urgencias sin molestarse en aparcar en condiciones. Pedro corrió, seguido de sus hermanos. Presenció cómo la traspasaban a otra camilla y cómo se perdía en el pasillo en dirección al quirófano, junto con Bruno y Rocio. 


Se revolvió los cabellos y se deslizó por la pared. Como Manuel y él eran médicos del hospital, les permitieron permanecer en el corredor para uso exclusivo del personal.


Su hermano recibió una llamada y salió, regresando con sus padres al minuto escaso.


—¡Hijo! —Catalina se sentó a su lado y lo abrazó, rehilando.


Pero Pedro no reaccionaba, contemplaba la puerta sin pestañear y con el cuerpo en suspenso.


—¿Qué le ha pasado a Paula? —exigió saber el director West, irrumpiendo en el lugar, vociferando por lo preocupado que estaba—. He parado la denuncia de la policía, hasta que hable con ella. Pedro, por favor...


—La han atropellado —respondió Pedro en un hilo de voz, con la mirada perdida en el infinito.


—Yo soy su teléfono de contacto en caso de urgencia —le explicó Jorge, abatido, con el ceño fruncido y frotándose la barbilla mientras caminaba de un extremo a otro del pasillo—. Es como una hija para mí... —se llevó las manos a la nuca—. Otro accidente más, no... —se lamentó, restregándose la cara—. Por favor... —entrelazó las manos como si rezara una plegaria.


Samuel lo palmeó en la espalda para calmarlo, entendía sus palabras.


Cuatro interminables horas más tarde, Bruno salió del quirófano y se reunió con ellos.


—Fractura abierta de tibia, fisura en una costilla y traumatismo leve craneoencefálico —les informó Bruno, directo al asunto—. Venía con un
coágulo en el cerebro, pero estaba localizado y se lo hemos aspirado bien. Ahora, pasará a la uci. Las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales, ya conocéis el protocolo.


—Dios mío... —susurró Catalina, aliviada.


—Gracias, Bruno... —le susurró Pedro, emocionado.


—Deberías ir a cambiarte, cariño —le aconsejó su madre.


—No me muevo de aquí —apretó los puños a ambos lados del cuerpo.


—Me cambio y voy a buscarte ropa —anunció Bruno antes de marcharse.


—Yo hablaré con Sara —informó Manuel, marchándose también para buscar a la anciana.


Cuando Rocio surgió en el pasillo, vestida de uniforme, Pedro avanzó.


—Ya puedes entrar —le indicó ella, con una triste sonrisa.


No tardó ni un segundo en dirigirse a la uci. Se colocó el traje esterilizado y buscó a Paula. El personal que se cruzaba con Pedro le saludaba en voz baja, pero él no se daba cuenta, solo pensaba en ella, necesitaba verla.


—Bruja...


Y ahí estaba, al final, tras una cortina, con la pierna enyesada y sujeta en alto con una tela rígida que colgaba de un gancho de la camilla. 


La mitad de la cabeza, incluido el ojo derecho, estaba cubierto por una venda blanca. La
mejilla que quedaba libre se había tornado morada, como el ojo izquierdo, los brazos... Los labios magullados lucían pequeños cortes. 


Estaba intubada y conectada a los monitores. Y su piel se había quemado por la calzada.


—Bruja... —repitió con la voz rota.


Las lágrimas calaron sus mejillas sin darse cuenta. La tomó de la mano y se la besó, temblando por el miedo. Era demasiado pronto para que despertase, pero ¿y si no lo hacía? Ya había sufrido un coma con catorce años. Y lo cierto era que el coma suponía todo un misterio aún por descifrar en la medicina.


Cogió una silla y se sentó, apoyando la cabeza sobre las sábanas, observándola, con sus dedos en los labios, sin separarse un milímetro.


Así permaneció hasta que Manuel entró con Sara.


—¡Mi niña! —exclamó la anciana, en llanto desolado.


Pedro se secó la cara y se incorporó para cederle el lugar a la mujer, que acarició con gran cuidado, cariño y dulzura el rostro de su nieta.


—Bruno te ha preparado una bolsa con ropa —le explicó su hermano al oído, entregándole su bolsa de piel pequeña—. Será mejor que te quites la que llevas y te refresques un poco. Hazlo en tu despacho. Yo me quedaré con Sara.


Él asintió, aunque con reticencia. No quería marcharse, pero la anciana merecía su rato a solas con su niña. Subió a la tercera planta por las escaleras, saltando los peldaños de tres en tres. El hospital al completo ya sabía que la novia del doctor Pedro Alfonso había sido atropellada y que se encontraba en  estado crítico. Ningún empleado de Pediatría se atrevió a preguntarle, su aspecto gritaba que ni siquiera lo mirasen.


Se encerró en el despacho, prendió la luz y caminó hacia el baño. Observó su reflejo en el espejo y se asustó de sí mismo. Tiró de la camisa, manchada con la sangre de Paula, arrancó los botones y la arrojó a la papelera, debajo del lavabo. Se lavó con agua fría y jabón. 


No le importó, ni notó, la baja temperatura. Cuando terminó de secarse con la toalla, recordó el accidente.


Ella lo había empujado, gritándole que tuviera cuidado. Como no se lo había esperado, se había caído a la calzada, desorientado. Había escuchado un golpe, otro... y otro... Había oído el chirrido de las ruedas de un coche al acelerar. 


Y, al girar la cabeza, había descubierto a su novia, a unos metros de distancia, tirada en el suelo, inconsciente; había salido disparada por el impacto. Jamás había sentido tanto pánico como en ese momento, como ahora...


Se puso la ropa que le había llevado su hermano pequeño: vaqueros, camiseta, jersey y zapatillas. Y, como Bruno había pensado en todo, Pedro guardó las lentillas y se colocó las gafas. Sonrió con tristeza. A Paula le encantaba verlo con ellas puestas. Se le formó un nudo en la garganta, pero lo ignoró y regresó a la uci.


—Muchacho —Sara avanzó hacia él y lo abrazó, llorando en silencio.


Pedro la correspondió al instante. No pudo hablar, pero sí consolar a la anciana, a la vez que contemplaba a Paula con lágrimas en los ojos. La acompañó a la silla y le pidió a una enfermera que le suministrara un tranquilizante.


Fueron las cuarenta y ocho horas más largas de su vida.