domingo, 12 de enero de 2020
CAPITULO 64 (TERCERA HISTORIA)
Salió de la habitación con un ánimo renovado.
—¿Y bien? —se interesó Pedro.
Sus hermanos y sus cuñadas, incluidos sus sobrinos y el perro, estaban en el salón tomándose un aperitivo previo a la cena, frente a la televisión.
—La madre de Paula se enteró de todo porque leyó los mensajes que nos habíamos enviado —les explicó Pedro, sentándose sobre la alfombra, al lado de Mauro Alfonso, al que acarició detrás de las orejas—. Y anoche, Karen se lo dijo a
Anderson, y delante de Elias.
—¡¿Qué?! —clamaron los cuatro adultos al unísono, pálidos, atónitos.
—Anderson se cabreó y desvió el teléfono de Paula al suyo. Supongo que sabrá lo del beso, porque hemos hablado de ello en los mensajes.
—Madre mía... —emitió Zaira en un hilo de voz—. ¿Cómo puede estar con un hombre así? ¿Es tan importante para sus padres que se case con él?
Pedro chasqueó la lengua como respuesta.
—Por cierto —añadió Zai—, están invitados a la fiesta de jubilación de vuestro padre. Les han enviado la invitación hoy. Y Catalina me dijo que los iba a telefonear para asegurarse de que vinieran.
—Ya está mamá metiéndose por medio... —masculló él, molesto.
—No te enfades con mamá —le dijo Mauro, alzando las cejas—, lo hace con buena intención, solo quiere ayudarte.
—¿Ayudarme? —repitió, desconfiado—. ¿Se lo habéis contado?
Tres de ellos se miraron con expresión culpable. Manuel, en cambio, parecía de lo más tranquilo.
—Os avisé de que no sería buena idea, que a Pedro no le iba a gustar...
—Bueno, pues ya está hecho —zanjó Mauro—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Después de cenar, me iré al hotel donde es la fiesta —respondió él, convencido—. Esperaré a que salga y la seguiré hasta su casa. Si Ramiro no se queda con ella, la veré. Si no, me vuelvo a casa y mañana lo intento otra vez.
Los cuatro lo observaron un momento y estallaron en carcajadas.
—Ya empezamos con las risitas... —farfulló, poniéndose en pie.
—¿De verdad piensas hacer eso? —indagó Manuel, limpiándose las lágrimas.
—Sí. Y me da igual lo que penséis —se dirigió a la cocina sin esconder la indignación.
—¡Es genial, Pedro! —lo apoyó Rocio, que lo persiguió y se colgó de su cuello—. ¡Dilo, Zai!
—¡Qué romántico! —convino Zaira, que también lo abrazó.
Todos se rieron.
CAPITULO 63 (TERCERA HISTORIA)
Pedro suspiró de alivio al escuchar su apodo, al oír esa voz delicada como el pétalo de una flor. ¡Cuánto la había extrañado! ¡Cinco eternos días!
—¿Cómo has sabido dónde estaba? —quiso saber ella, a través del teléfono.
Él se rio.
—Agradéceselo a tu padre.
—¿A mi... padre?
—Tengo que verte, Pau, por favor...
—No puedo. Estoy en la cena de gala del Colegio de Abogados.
—Cuando llegues a casa, avísame y voy. Da igual la hora. Esperaré despierto, no me importa.
Se reprendió por sonar tan desesperado...
¡Prácticamente se lo había suplicado!
—Pedro...
—Paula... —frunció el ceño.
—Hoy he comido con mi padre y, al volver a casa después, estaba Ramiro en el salón. Se ha cambiado en mi casa y no sé qué querrá hacer luego. Y tampoco puedo utilizar mi móvil.
Pedro gruñó.
—¿Te has acostado con él? —le exigió, sin disimular los celos y la increíble ira que lo poseyó en un segundo escaso.
—¡Pedro!
—Contesta, Paula —se paseó por su habitación, sin rumbo—. Si se ha cambiado en tu casa, no tienes puertas porque es un loft y solo hay un dormitorio... más claro, imposible.
—¡No me hables así! ¡No tienes ni idea de lo que he estado pasando esta semana!
Él se sobresaltó, deteniéndose en mitad de la estancia.
—Perdona... —su característica disculpa—. Y no me he acostado con él. Además, no sé a qué viene la pregunta. Y mi baño sí tiene puerta —suspiró sonoramente—. Esto es ridículo... ¡Yo soy ridícula y patética! No sé qué hago diciéndote todo esto...
Pedro sonrió como un idiota enamorado.
—Me acabas de hacer muy feliz, Nika. No te imaginas...
—Pedro, por favor, no sigas por ahí... —lo cortó en un tono bajo.
—Vale. Y ahora dime por qué no puedes utilizar el móvil, porque ayer lo utilizaste muy bien, ¿no?
—Ay, Dios... Pedro, lo que sea que te escribí ayer, olvídalo, por favor... ¡Bórralo!
—Tranquila —sonrió—. Ya hablaremos de eso luego.
—No puedo utilizar el móvil porque mi madre leyó tus mensajes el otro día y anoche se lo contó todo a Ramiro delante de mi padre y...
—¡¿Qué?! —exclamó, impresionado por la noticia—. ¿Por qué tu madre ha hecho algo así?
—El caso es que Ramiro se enfadó y desvió mis llamadas a su móvil y ha estado cotilleando mi correo electrónico. No puedo avisarte de ninguna manera, porque no quiere que me acerque a ti, quiere que me olvide de ti. Lo siento, Pedro... —su voz se rompió por la tristeza.
El corazón de Pedro desaceleró al notarla tan abatida, tan...
—Pedro, yo... No soy justa diciéndote esto, pero... necesito a mi amigo...
Pedro tragó, sobrecogido por sus palabras. Respiró hondo de forma intermitente.
—Vuelve a la fiesta y, no te preocupes, encontraré la manera de verte pronto, te lo prometo.
—Sí, tengo que irme ya. Gracias por llamarme —se rio con suavidad—. Te echaba de menos, Doctor Alfonso...
Él se mordió la lengua para no gritarle sus sentimientos.
Se despidieron y colgaron.
CAPITULO 62 (TERCERA HISTORIA)
Cuando entró en su casa, descubrió a Ramiro en el sofá, frente a un televisor gigante y ultraplano que había sobre un mueble oscuro.
Se había quitado la corbata y la chaqueta.
Estaba tumbado, con los zapatos manchando la piel del sofá, viendo un partido de baloncesto.
—¿Qué hace esta televisión y este mueble en mi casa? Y, por favor, retira los pies del sofá.
—Hola a ti también, Paula —se levantó y se acercó, pero ella retrocedió hacia la cocina—. ¿Todavía estás enfadada?
—¿Enfadada por qué? —ironizó. Se estiró el vestido, impaciente y desconfiada—. Yo no me presento en tu casa sin avisar.
—Nunca te has presentado en mi casa en los últimos tres años —la corrigió, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón—. No has venido a mi casa desde que murió tu hermana, y no será porque yo no lo haya intentado.
—No quiero una televisión ni un mueble nuevo —lo ignoró—. Lo que quiero ahora mismo es estar un rato tranquila. Me apetece una larga ducha y hacer algunos ejercicios. Por favor. Un momento... —avanzó hacia el salón—. ¿Dónde está mi esterilla?
—¿Me estás echando, Paula? —la siguió y entornó los ojos—. Creía que me habías dado una copia de la llave para algo. Y la televisión es para mí. ¿El mueble no te gusta?
—El mueble no pega. Es marrón. Mi casa es blanca y gris, Ramiro —abarcó el espacio con los brazos—. No me gusta el marrón, tampoco la tecnología. Ya lo sabes.
—No, Paula, en realidad no sé nada —se cruzó de brazos, irguiéndose—. ¿Son los nervios por la boda?
—¿Qué? —pronunció, de repente sin entender nada.
—Estás irascible, me hablas mal, me desobedeces y me avergüenzas delante de la gente, sea importante o no. O son los nervios por la boda o es el doctorcito Alfonso. Pero no te preocupes —sonrió con frialdad—, te olvidarás de él. Yo te ayudaré. Y, por cierto, te perdono.
—¿Te importaría decirme qué has hecho con mi esterilla, por favor? — apretó la mandíbula.
—La he tirado al contenedor de la esquina —regresó al sofá.
—Pero...
—Y me he tomado la libertad de cancelar tus clases. Por cierto —se tumbó —, deberías cambiar la clave de tu correo electrónico, es demasiado obvia — se rio, desdeñoso.
Paula desorbitó los ojos, boquiabierta. Él subió el volumen para oír mejor el partido de baloncesto que estaba viendo.
—Vete a hacer lo que tengas que hacer —le indicó Ramiro—. Te he dejado el vestido, los zapatos y el bolso encima de la cama —agitó el mando en dirección a la habitación—. Ten cuidado con mi traje, que también está ahí. Me cambio aquí.
Ella se mordió la lengua. Las consecuencias de romper la relación con su novio y cancelar la boda, el miedo a otra decepción para su familia, pues las palabras de su padre habían sido demasiado esclarecedoras, impidieron que gritara y lo echara de su casa a patadas.
Acató el mandato, como de costumbre.
Cuando vio el vestido... ¡quiso tirarse por la ventana! ¡¿Rojo?!
Al final, la ducha fue corta. Tenía verdadero pánico de estar en ropa interior delante de Ramiro, por lo que se arregló en el servicio.
El vestido era incomodísimo... El corpiño era ajustado en exceso, apenas podía respirar, pues tenía corsé. La falda, además, era recta y tipo bombón, en la cintura se abombaba y, como alcanzaba el suelo, debía caminar con pasos muy cortos. Se maquilló con un poco de rimel y brillo labial y se dejó el pelo suelto.
—Recógetelo —le ordenó él, analizando su aspecto con el ceño fruncido —. Y córtatelo esta semana, es demasiado largo para una mujer de tu posición. Y píntate los labios de rojo. Fíate de mí, cariño.
Paula se recogió los cabellos en un moño discreto. ¡Aborrecía los moños!
Pero no se pintó los labios de rojo, y no porque no le gustara, sino porque el vestido ya era demasiado llamativo, como para añadir más carga al disfraz de payaso de circo que llevaba...
Y se dirigieron a la fiesta.
—¡Cariño! —exclamó su madre, abrazándola—. ¡Qué preciosidad de vestido!
—Sonríe —le susurró su padre, sonriendo.
Ramiro se deshizo en halagos y en atenciones para con Paula, obviamente por Karen y Elias. Delante de los Chaves, demostraba lo que no hacía a solas.
Le presentó a las mujeres estiradas y perfectas de sus colegas de profesión.
Más de una repasó a su prometido con claro deseo. A Paula no le molestó, pero sí comenzó a sentirse mal cuando Ramiro y sus padres se desperdigaron por el salón y la dejaron con esas mujeres, que directamente le cerraron el círculo en sus narices.
Uno de los camareros del cóctel se acercó a Paula en ese instante.
—¿Paula Chaves?
—Sí, soy yo.
—¿Puede acompañarme? Tiene una llamada.
—¿Una llamada? —se extrañó.
—Por aquí, por favor —el hombre le indicó con la mano que lo precediera.
Salieron de la concurrida estancia y atravesaron el pasillo que conducía a los baños. Había una cabina con un teléfono en el interior, colgado en la pared.
—Descuelgue, marque el uno y podrá hablar.
—Gracias —le dijo al camarero antes de meterse en la cabina. Hizo lo que le pidió—. ¿Hola?
Pau... —contestó una voz masculina a través de la línea.
Ella se cubrió la boca con la mano libre. La felicidad que sintió fue... incomparable con nada que había sentido hasta entonces.
—Doctor Alfonso...
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