viernes, 20 de septiembre de 2019
CAPITULO 40 (PRIMERA HISTORIA)
Escuchó risas y una inconfundible voz cadenciosa.
Paula... Cuánto me gustan los jueves...
—En un ratito van a venir a buscarte, ¿de acuerdo, Chloe? —le dijo Pedro a la niña que operaría en un par de horas por amigdalitis.
Chloe asintió, con lágrimas en los ojos. La niña estaba aterrada. Tenía doce años y enfermaba demasiadas veces seguidas, su garganta se inflamaba una barbaridad. En la última de ellas, sufrió una parada respiratoria, por lo que Pedro recomendó quitarle las anginas.
—No te preocupes, será rápido y podrás comer todo el helado del mundo —le guiñó un ojo.
Chloe sonrió despacio y el color volvió a su dulce rostro. Él le pellizcó la nariz y salió al pasillo con la enfermera Moore.
—La intervención es a las seis —le recordó Rocio.
—A las cinco y media estaré abajo. Me gusta prepararme con tiempo —le entregó el informe de la niña después de anotar algo.
La enfermera lo miró como si estuviese frente a un demente.
—¿Qué pasa, Moore? —enarcó una ceja.
—Usted... Usted nunca da explicaciones —agachó la cabeza, avergonzada —. Discúlpeme —y se marchó.
Él se encogió de hombros y caminó hacia el despacho. Al girar, se chocó con un payaso. No pudo evitarlo y sonrió.
—Perdona —se disculpó Pedro por el golpe.
Paula se sonrojó tanto que su cara compitió con la nariz roja de goma que llevaba.
—Perdóneme usted a mí, doctor Alfonso, iba distraída —elevó la comisura de sus labios.
Él la rodeó y se alejó, con el corazón a punto de explotar. Se sentó en su silla de piel y le escribió un mensaje:
Pedro: Espero seguir viendo esa sonrisa en mi casa. A las ocho y media.
La contestación le llegó a los cinco minutos:
Paula: Allí estaré. Te deseo suerte en la operación.
La intervención fue rápida y sin complicaciones.
Llegó a su apartamento con el tiempo justo para ducharse y cambiarse de ropa. Eligió los vaqueros claros y gastados, las cómodas zapatillas grises y una camiseta, también gris, de manga larga, que dobló en los antebrazos. Estaba tan nervioso que olvidó peinarse tras revolverse los cabellos mojados con la toalla. Bruno estaba de guardia y Manuel no tardaría en irse.
—Me piro, tío —le avisó su hermano mediano, colocándose el abrigo en la entrada.
—¿Algún día limpiarás los platos? —le reprochó Pedro, malhumorado.
—¿Para qué hacerlo, si estás tú? —Manuel se asomó y le guiñó un ojo—. ¡Sé bueno, Pa! —abrió la puerta—. ¡Hola, peque!
—¡Hola, Manuel! —lo saludó Paula, que acababa de llegar—. ¿Te vas?
—Sí, me esperan —se rio y se marchó, cerrando con suavidad.
—¿Pedro...? ¿Doctor Alfonso? —se corrigió ella en el último momento.
Pedro sintió un regocijo. Había estado a punto de pronunciar su nombre...
—Aquí —le indicó, secándose las manos con el trapo.
—Hola —le sonrió con timidez.
Él repasó sus Converse azules, sus medias rosas y su falda y su camiseta, de igual color que las zapatillas. Irradiaba luz. Siempre irradiaba luz. ¿Cómo había sido tan estúpido de criticar su atuendo chillón, si era preciosa con cualquier tipo de ropa?, pensó, aturdido.
—Siéntate, por favor —señaló uno de los dos taburetes dentro de la estancia, pegados a la barra—. ¿Una cerveza? —abrió la nevera y sacó un tercio.
—Sí, gracias —apoyó el bolso en la encimera y buscó su libreta, su bolígrafo y unos papeles doblados repletos de tachones.
Pedro reprimió una risita. Era un completo desorden. Le sirvió la cerveza en un vaso; lo que sobró del botellín se lo quedó para él. Se acomodó a su lado.
— ¿Qué tal la operación? —se interesó Paula, retorciendo las hojas entre sus temblorosas manos.
—Muy bien —respondió con seriedad—. Le he quitado las anginas a una niña de doce años. Ha sido rápido y sencillo.
—¿A Chloe? —soltó los papeles y se apretó la trenza, a la vez que comenzaba a mover la pierna de forma frenética.
—¿Estás bien? —se preocupó Pedro, posando una mano en su muslo para frenarla.
—¡Sí! —exclamó, levantando los brazos, lo que provocó que la libreta cayera al pasillo—. ¡Lo siento! —se cubrió la boca. Corrió a recoger el estropicio. Al incorporarse del suelo, se golpeó la coronilla con el pico de la encimera—. ¡Ay!
Pedro se levantó de un salto y fue a auxiliarla. Estaba tan colorada que procuró no reírse, pero se convulsionó sin remedio.
—Ven aquí —la agarró del brazo y la atrajo hacia su cuerpo. Le inspeccionó la cabeza. En cuanto palpó un bultito, estalló en carcajadas—. Lo... Lo siento —articuló él, intentando contenerse.
La giró despacio y descubrió que se estaba esforzando por no llorar, lo que desvaneció su risa al instante. La tomó por las mejillas y le limpió el rostro con los dedos. Ella se sujetó a sus codos. Esas gemas turquesas estaban enrojecidas. Pedro se inclinó y le besó la inflamación, sin pensar. Paula suspiró de manera entrecortada, bajando los párpados.
—¿Mejor? —le susurró Pedro, ronco.
—Gracias... —le dijo ella en el mismo tono.
El corazón de Pedro comenzó a latir con irregularidad. La acompañó de vuelta al taburete.
—¿Empezamos? —le sugirió él—. Tú, primero.
La pelirroja asintió y procedió a exponer su parte de la siguiente conferencia. En esa ocasión, se centraron en las posibles crisis o shocks que podían experimentar los familiares de los niños enfermos, y cómo superarlos sin necesidad de acudir a un médico.
Escuchó con atención, cautivado por la apacible melodía de su voz. Se percató, entonces, de que podría estar eternamente contemplando su delicado rubor, sus exquisitos labios, su perfecta dentadura, su nariz respingona, sus interminables pestañas, que se rizaban en las puntas como si pretendieran atraparlo, y, sobre todo, sus diminutas y claras pecas, que eran muy, pero que muy, bonitas...
¿Dónde más tienes pecas?
—¿Doctor Alfonso?
Pedro regresó a la realidad.
Paula lo observaba con el cuerpo rígido y... ¡a escasos milímetros de distancia!
—Joder... —farfulló él, alejándose de ella—. Perdona —se tiró del pelo para espabilarse.
¿En qué momento su cuerpo se había aproximado hasta el punto de mezclarse los alientos de ambos? Esa y más preguntas le obligaron a incorporarse.
—Prepararé la cena —le informó Pedro—. Ve al salón, si quieres. ¿Otra cerveza? A lo mejor, prefieres vino, Coca Cola... —no la miró, estaba
demasiado agitado para hacerlo. ¡Bastante la había mirado ya! Si esa mujer no salía despavorida de su casa, sería un milagro.
—Cerveza está bien, pero me la sirvo yo, no te preocupes —desvió, también, sus ojos, más ruborizada de lo habitual.
CAPITULO 39 (PRIMERA HISTORIA)
No volvieron a escribirse. No se cruzaron en el parque, a pesar de que ella lo buscase entre los atletas del Boston Common a diario, pero su sonrisa no desapareció. A quien si vio fue a Manuel, el martes por la mañana, que se había acercado a desayunar en su casa. Su abuela se había marchado al mercado a comprar comida.
—Me sorprende verte aquí tan temprano en tu día libre —le comentó Pau, sirviéndole una taza de café—. Normalmente, aprovechas para dormir.
Estaban en la cocina y la expresión de su amigo era grave.
—Tuve guardia todo el fin de semana —le contó él. Aceptó la bebida y cogió un cruasán que había colocado Paula en una fuente de porcelana blanca —. Dormí bien anoche, pero tenía que hablar contigo cuanto antes.
—¿Qué pasa? —se preocupó ella, cruzándose de brazos.
—¿Te acuerdas de Ernesto Sullivan?
—Sí, claro. Lo vi el domingo en el parque —asintió, frunciendo el ceño—. Me invitó a un café para hablar sobre la escuela. Él es quien...
—No te acerques a él —la cortó Manuel.
—Estuvimos hablando de Hafam. Tengo que convencerlo de que no cierre la escuela. Solo eso. No pasa nada por...
—Eres una ingenua —musitó, enfadado—. Sullivan vive en Suffolk, en una calle perpendicular a la de mis padres. No estaba en el parque por casualidad.
Aquello la alarmó. Sus sospechas se confirmaron: Ernesto Sullivan la había seguido.
CAPITULO 38 (PRIMERA HISTORIA)
Cuando el llanto cesó, se despidió de la señora Michel y salió a la calle de vuelta a su hogar.
Cenó en silencio con su abuela; los domingos por la noche, la alegría se evaporaba hasta los jueves por la mañana. Luego, se tumbó en la cama, haciéndose un ovillo, rodeó el almohadón y contempló el exterior a través de la ventana.
Entonces, su móvil vibró. Era un mensaje...
Pedro: Hola.
Paula suspiró. La tristeza la asolaba, no tenía ganas de nada, pero que él se acordara de ella le arrancó una pequeña sonrisa, y le escribió:
Paula: Hola.
Pedro: ¿Qué haces?
Paula: Estoy en la cama. ¿Y tú?
Pedro: Te he pillado durmiendo. Tienes la luz apagada.
Pau se levantó y gateó hasta la ventana. ¡Estaba allí! Aunque se encontraba entre unos árboles en la acera de enfrente, reconoció su silueta oscura, la reconocería con los ojos vendados.
Paula: ¿Tengo que denunciarte por acoso?
Pedro: Quizá... Llevo más de media hora aquí.
Paula se rio.
Paula: ¿Por qué estás aquí?
Pedro: Porque me estaba volviendo loco en casa. He estado todo el día mirando tu foto con Manuel en la revista. Salís en portada.
Paula: Y no te gusta.
Se mordió el labio. Su interior bailaba de júbilo.
Pedro: Preferiría una foto en la que salieras conmigo subida en mi moto, no sonriendo del brazo de mi hermano, a quien odio otra vez, por cierto.
Paula: Entonces, necesitamos hacernos una foto, para que la reemplaces por la de Manuel, y así no te volverías loco en tu casa.
Pedro: Me gusta la idea, pero he venido andando. Me gusta caminar.
Se apoyó en el marco del cristal, estiró las piernas en el colchón, a lo largo.
Paula: A mí también. Nunca uso transporte público.
Pedro: También te gusta correr.
Paula: Parece que sí tengo que denunciarte por acoso.
Pedro: Hace tres semanas, te vi en el Boston Common corriendo. Fue el día que te seguí hasta la escuela y hablé con Gus. Sí... Definitivamente, deberías denunciarme por acoso.
Paula rememoró su carrera de cuarenta minutos en el parque de aquella madrugada de la que él hablaba, que había sido unas horas después de la discusión por el incidente con Ava. Se había cruzado con dos mujeres en bicicleta y también con un hombre...
Paula: ¡Eras tú!
Pedro: No me reconociste.
Paula: No llevabas tu traje gris ni las gafas.
Pedro: Es que me estorban para correr... Prefiero las zapatillas, el chándal y las lentillas, aunque a lo mejor lo pruebo la próxima vez para que me reconozcas.
Paula se dobló por la mitad de la risa que le provocó el comentario.
Paula: Gracias...
Pedro: ¿Por acosarte?
Paula: No, por hacerme sonreír. Lo necesitaba...
Pedro tardó más de lo normal en contestar, lo que la inquietó.
Pedro: Me encantaría ver tu sonrisa ahora mismo.
Paula sufrió un pinchazo en el vientre.
Paula: Tendrás que conformarte con la foto de portada, doctor Alfonso.
Pedro: Tenía que intentarlo... ¿Cuándo nos vemos para repasar la siguiente conferencia?
Paula: ¿El jueves cuando termine con los niños?
Pedro: Tengo una operación programada a las seis. Te invito a cenar en mi casa. Me gusta cocinar.
Paula: Y a mí, comer.
Pedro: Entonces, perfecto. ¿Todavía sigues sonriendo?
Paula se mordió el labio. Numerosos corazoncitos revolotearon ante sus ojos.
Paula: Sí...
Pedro: Yo, también...
Paula: ¡El doctor Alfonso nunca sonríe!
Pedro: El doctor Alfonso está descubriéndose a sí mismo... Te dejo descansar. Tu acosador particular te desea felices sueños.
¿Qué significaba aquello?
Paula: Igualmente, doctor Alfonso.
Pedro: ¿Algún día me llamarás por mi nombre?
Paula: Algún día...
Pedro: Entonces, soñaré con ese día. Buenas noches, Paula.
Ella apoyó una mano en el cristal, la cortina estaba descorrida. Solo los separaba una ventana. Él levantó la cabeza al instante y avanzó hacia el borde de la acera, saliendo así de entre los árboles. Paula sonrió, Pedro, no, pero sus ojos brillaron en su dirección. Ninguno se movió durante un hermoso momento que quedó suspendido en el tiempo...
Se despertó a las cinco de la madrugada, su rutina, para salir a correr.
Cuando volvió al apartamento, tenía un mensaje de Pedro en el móvil, que había dejado en la mesita de noche.
Pedro: Tu acosador particular te desea buenos días.
Paula soltó una risita infantil y le contestó.
Paula: Buenos días, doctor Alfonso.
Pedro: ¿Sonríes?
Paula: Desde anoche...
Pedro: Yo, también...
Y así, feliz, Paula comenzó una nueva semana.
Y, por primera vez en ocho años, el lunes negro se convirtió en un lunes gris...
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