viernes, 4 de octubre de 2019
CAPITULO 86 (PRIMERA HISTORIA)
¡Dulce!
Pedro se subía por las paredes de su despacho como un animal al que acabaran de enjaular. Se estiró la bata blanca con saña, a punto estuvo de rasgarla.
Manuel entró sin llamar. Estaba muy serio, demasiado.
—¿Qué pasa? —se preocupó Pedro.
—He venido a prevenirte.
Él enarcó las cejas, incrédulo.
Lo que me faltaba...
—Paula no tiene hermanos —continuó Manuel. Frunció el ceño—. Bueno, no sé si los tiene o no —se encogió de hombros—, pero lo que sí sé es que su único amigo soy yo y la quiero como si fuera mi hermana pequeña, así que — lo apuntó con el dedo índice— más te vale tratarla bien o te las verás conmigo.
El enfado de Pedro se incrementó.
—¿Me estás amenazando? —no podía creerse lo que acababa de escuchar.
—Sí —contestó su hermano, solemne—. Sé cómo tratas a las mujeres después de acostarte con ellas.
—Tú no tienes ni idea de nada, imbécil —apretó los puños a ambos lados del cuerpo.
—En la gala, dejaste bien claras dos cosas —se apoyó en la puerta y flexionó una pierna—. La primera es lo poco que te importa terminar con una mujer, con Alejandra, por ejemplo.
—¿Estás defendiendo a Alejandra? ¡Calumnió a Paula! —exclamó Pedro, alzando los brazos al techo.
—¡Ni mucho menos la defendería! —hizo una mueca desagradable—. Pero no es la primera mujer a la que plantas; sí a la que plantas en público, pero, Pa —se acercó e introdujo las manos en los bolsillos de la bata blanca—, seamos sinceros, los tres somos iguales, para nosotros, las mujeres son para pasar un buen rato.
—¡No se te ocurra hablar así de Paula! —lo agarró de las solapas.
—¡Joder! —se soltó y estalló en carcajadas—. ¡Estás coladito, tío!
Pedro se ruborizó. Se giró para que Manuel no se percatara de su inquietante estado, pero nadie engañaba a su hipersensible hermano; por desgracia, en su caso.
—Me gusta, sí —admitió.
—Lo que no entiendo es a qué viene la cara que tienes, después de la ruidosa noche que nos habéis dado, y del despertar —sonrió abiertamente—. Los vecinos, por fin, te han conocido hoy.
Pedro gruñó.
—Lárgate de aquí, Manuel —lo empujó hacia la puerta, malhumorado.
—De aquí no me muevo hasta que me cuentes qué ha ocurrido —se alejó y se sentó en el sofá, sin perder la alegría—. Puedo aconsejarte si tienes algún problemilla... íntimo, ya me entiendes —añadió con expresión grave.
Ahora, fue Pedro quien se rio.
—¿Tú, Manuel, el mayor mujeriego de Boston? ¡Ni loco te pido consejo! — se acomodó en la silla de piel y encendió el ordenador.
—Vamos, Pa, ¿qué ha pasado? —estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.
Pedro permaneció unos segundos callado, recordando el mensaje de Paula.
—Dulce...
Su hermano se inclinó, como si estuviera sopesando la palabra y, de repente, se carcajeó sonoramente. Evidentemente, lo comprendió.
—No lo veas tan mal, tío —le dijo Manuel, limpiándose las lágrimas—. Paula es una niña inocente y, si para ella ha sido dulce, significa que ahora mismo eres el mejor hombre del universo. ¡Parece mentira que seas mi hermano, joder! ¿Se te ha olvidado analizar a una mujer? Son complicadas, pero eres un tío con experiencia —se levantó—. Entiendo que tu orgullo esté herido, pero fue su primera vez. Repito: si has sido dulce, lo has hecho de puta madre.
—¿Tú cómo sabes eso? —se incorporó y avanzó, entornando la mirada.
—Porque ella me dijo que nunca había estado con ningún hombre — declaró Manuel, tranquilo—. Bueno, en realidad se lo sonsaqué yo.
Pedro se cruzó de brazos, indignado. ¿Por qué ella confiaba en su hermano y no en él? ¿Qué más cosas le había contado?
—Lo único que tienes que hacer —prosiguió Manuel, saliendo al pasillo y bajando la voz para que no lo escuchara nadie—, es demostrarle esta noche que de dulce no tienes nada, y todos contentos —arrugó la frente—. No, mejor mañana.
—¿Por qué mañana? —imitó su gesto.
—Porque Bruno y yo tenemos guardia de cuarenta y ocho horas a partir de mañana —le guiñó un ojo—. Tendréis la casa para vosotros solitos hasta el lunes a las seis.
—¿Te recuerdo que trabaja en el taller?
—Lleva trabajando con Stela desde que cumplió dieciocho años, y nunca se ha cogido vacaciones. Proponle un fin de semana libre.
—¿Y su abuela? Paula tiene veintidós años —se preocupó, frunciendo el ceño—. Si fuera mi nieta, te aseguro que no le dejaría pasar un fin de semana con ningún hombre, y menos con uno que le saca catorce años.
Su hermano desvió la mirada.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Pedro, agarrándolo del brazo para meterlo en el despacho—. Algo ocultas.
—Ayer, Paula le dijo a su abuela que dormía conmigo
.
—¡¿Qué?!
—Sara me conoce y le caigo muy bien —hizo un ademán para restar importancia—, pero tú... —silbó.
—Yo, ¿qué? —empezó a golpear el suelo con el pie.
—Lo único que sabe de ti es todo lo que ha llorado Paula por tu culpa — le confesó Manuel, serio—. Y digamos que no... —carraspeó y añadió de carrerilla—. No te traga.
Aquello lo petrificó. ¿Paula había llorado por su culpa?
—¿Desde cuándo? —le exigió él, apoyando las caderas en el escritorio—. ¿Desde cuándo llora por mi culpa?
—¿Me lo estás preguntando en serio? —estaba atónito—. La has tratado fatal desde el primer día. Papá y mamá también opinan lo mismo.
—Paula nunca llora... —murmuró Pedro, abatido. Sentía que un piano de cola lo estaba aplastando—. Paula siempre sonríe...
—¿Recuerdas lo que pasó al día siguiente de operar a Ava de apendicitis? —le preguntó su hermano con suavidad. Pedro asintió—. La echaste a patadas de la habitación de la niña. Se marchó corriendo a su casa. La vio todo el hospital. Fui a buscarla y la encontré llorando con su abuela. Me la llevé con Bruno a que se tomara una cerveza y se despejara. Y no es la primera vez que la hemos animado.
—Me puso en mi lugar.
—¿Cómo?
—Después de estar con vosotros, vino al hospital para comprobar que Ava estuviera bien —sonrió, recordando—. Discutimos. Bueno, yo me quedé mudo —soltó una risita—. Ella me dijo cuatro grandes verdades. Y lo hizo con la calma que la caracteriza.
—Paula nunca grita —comentó Manuel, también sonriendo.
—No. Odia los gritos —lo miró—. Antes has dicho que en la gala dejé dos cosas claras. ¿Y la segunda?
Su hermano se incorporó y abrió la puerta.
—No hace falta que te la diga, Pa, ya te darás cuenta tú solito, y más pronto que tarde —le guiñó un ojo y se fue.
CAPITULO 85 (PRIMERA HISTORIA)
Desayunaron con Manuel y Bruno en la cocina.
Después, Pedro la acompañó a su apartamento.
Se despidieron con apenas unas palabras. En ese momento, ella odió no poder besarlo o abrazarlo en público, con todas sus ganas.
Mientras se vestía, el cuerpo le temblaba por los últimos acontecimientos.
Se mordió el labio inferior. Había sido perfecto...
Jamás se lo habría imaginado así.
Su móvil vibró con un mensaje.
Pedro: Verte esta mañana nada más abrir los ojos ha sido increíble...
Quiero repetir. Y lo haré.
Paula se tiró en la cama y pataleó de felicidad.
Paula: A sus órdenes, doctor Alfonso.
Pedro: Así me gusta, que le hagas caso a tu médico particular.
Paula: Pedro...
Pedro: Paula...
Se ruborizó pasado el límite definible.
Paula: Gracias por ser tan... dulce conmigo esta noche.
Pedro tardó en contestar.
B: De nada.
Paula parpadeó confusa ante tan escueta respuesta.
Paula: ¿He dicho algo malo?
Pedro: No. Luego nos vemos.
Se quedó boquiabierta.
Y se enfadó.
¿Qué puñetas le pasa ahora?
CAPITULO 84 (PRIMERA HISTORIA)
Cuando ella alzó los párpados, horas más tarde, aún era de noche. Escuchó la ducha. La puerta del baño estaba entreabierta.
Los recuerdos le aguijonearon el vientre. Se cubrió el rostro con las manos.
Silenció una risita. Se levantó y caminó hacia la ventana, donde apoyó las manos en el frío cristal.
—Madre mía...
Las vistas eran espectaculares. Se quedó hipnotizada por el Boston Common. Gracias a las luces de los rascacielos, a lo lejos, que resplandecían creando halos mágicos que aumentaban y disminuían de tamaño, solo se apreciaba la oscura silueta de los frondosos árboles que lo bordeaban en un gran rectángulo irregular. Podría dormir allí cada día si eso era lo segundo que veía al despertar, porque lo primero...
Unos brazos rodearon su cintura. Un suave vello le hizo cosquillas en la espalda y en los hombros. Paula cerró los ojos y se recostó en ese cuerpo cálido y acogedor que se amoldó al suyo. Suspiró, feliz. Pedro agachó la cabeza y le besó la clavícula. Ella contuvo el aliento. Las gotas de agua se deslizaron por sus senos. Paula alzó una mano y la enroscó en su nuca, a la vez que giraba la cara a ciegas.
Se besaron. Él le dio la vuelta y la levantó del suelo, sosteniéndola del trasero. La toalla que llevaba en torno a las caderas cayó a sus pies.
Se apoderó de sus labios. Paula lo abrazó con el cuerpo. La llevó a la cama y la tumbó con sumo cuidado, sin despegar la boca de la suya. El beso se intensificó, arrancándoles jadeos discontinuos.
Y se amaron por segunda vez...
Paula se derritió entre sus brazos. Se tomaron su tiempo, apreciaron cada embestida extenuada, profunda... Saborearon la innegable pasión que los poseía. Le clavó las uñas cuando el cielo cedió...
Ha sido tan atento, tan tierno, tan delicado... ¿Habrá más?
Estaba deseando descubrir qué más escondía su doctor Alfonso, y aprender... sobre todo, aprender.
—No quiero que comas con Ernesto —refunfuñó Pedro como un niño pequeño, con la cara entre sus pechos—, pero no tardes.
Paula le revolvió los cabellos mojados, entre carcajadas.
—¿Estás celoso, doctor Alfonso?
—Claro que no... —le apretó la cadera—. Eres mía.
—Has contestado muy rápido —sonrió, sonrojada.
Él alzó la cabeza y fingió enfadarse, frunció el ceño, pero ella estalló en carcajadas y lo contagió.
—Ven aquí, Paula—se sentó sobre el colchón y la arrastró consigo, quedando Paula a horcajadas—. Bésame antes de que me arrepienta de dejarte comer con Sullivan.
—¿Perdona? —le golpeó el hombro.
—Lo siento, nena —se inclinó—. Me muero de celos... —le rozó los labios con la lengua.
¿Nena? ¡Ay, Dios! ¡No quiero despertarme nunca!
Paula lo besó, era irresistible, pero enseguida se zafó de sus brazos, con un esfuerzo sobrehumano, y corrió a la ducha. Tenía que pasar por su casa para cambiarse de ropa; era viernes e impartía clases en Hafam.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)