martes, 28 de enero de 2020

CAPITULO 116 (TERCERA HISTORIA)




Entró en la que sería su nueva habitación. Se dirigió a la cómoda que había enfrente y sacó una sábana y cinta adhesiva. Dobló la tela y la colocó en el hueco para tapar la estancia y que Paula no husmeara. Después, abrió la maleta y buscó un bañador y una de sus camisetas viejas con el logotipo de la universidad. Se cambió y se marchó del pabellón sin decir nada, jugueteando con el iPhone en la mano.


A la piscina se accedía por una casa agregada a la mansión en la parte trasera del castillo, cerca del garaje. En realidad, no era una vivienda en sí
porque solo contaba con un salón, una pequeña cocina y un baño en un único piso, y las paredes eran cristaleras. Allí pasaban largas horas sus abuelos en verano, tras las cenas, relajados, leyendo o hablando entre ellos.


Descorrió la puerta del fondo y salió al porche techado de la casita. Había dos sofás de mimbre, de dos plazas cada uno, con cojines blancos, perpendiculares entre sí. Una mesa a juego se disponía para ambos. Pisó el césped, a continuación, y se quitó las zapatillas. Dejó atrás las hamacas de madera y anduvo recto hacia la piscina, de doce metros de largo, seis de ancho y un metro de profundidad en la parte baja, alcanzando los dos metros en el extremo opuesto. Era de azulejos verdes muy claros, lo que le recordó a los luceros de cierta muñeca.


Gruñó, excitándose al instante. Rememoró la última vez que la había acariciado, en la fiesta de jubilación de su padre. Habían hablado sobre estar solos y encerrados en Los Hamptons con claras intenciones íntimas. Los planes, ¡obvio!, se habían truncado.


Se retiró la camiseta por la cabeza y se tiró al agua. Gimió al notar la fresca temperatura, en contraste con su calor corporal. Nadó varios largos a crol, pero su erección no disminuyó. 


Probó los diferentes tipos de natación para ejercitarse, desbloquear su cerebro, inculcarle sensatez a su cuerpo. En vano.


¡Joder! —gritó como un poseso, golpeando la superficie con los puños.


—¿Estás bien?


Pedro giró el rostro y se topó con la culpable de su lamentable estado, cubierta por un trozo de tela casi transparente, porque aquello no se podía calificar de vestido, ¡apenas tapaba el diminuto biquini!, y su entrepierna se envalentonó aún más.


—¿Qué haces aquí, Paula?


—No sabía que querías estar solo, discúlpame —respondió con retintín, estirándose el vestido y caminando descalza hacia el bordillo.


Tú estíralo, a ver si así consigues taparte. 


¡Joder!


Espera... Si se disculpa porque quiero estar solo, ¡¿qué coño hace acercándose a la piscina?!


Él huyó al otro lateral. Ella introdujo los pies en el agua y sonrió, contemplando el lugar.


—Es precioso todo esto.


¡Que no se le ocurra decir «bonito», por Dios! O estaré perdido...


Pedro decidió ignorarla y retomó los largos a crol, más rápido de lo normal. Entonces, a los pocos segundos, algo se metió en el agua. Algo no...


¡ella!


Se detuvo de golpe. Se sacudió el pelo y la observó sin esconder su enojo.


Paula ocultó una risita y empezó a deslizarse por la superficie como si estuviera dibujando un ángel en la nieve, con la diferencia de que su traje de baño no era un abrigo, un gorro de lana, pantalones gruesos y botas, no.


¡Joder, joder, joder!


Sus senos sobresalían por encima del agua, jugosos, apetitosos, deliciosos...


Qué tentación... ¡No! ¡No la mires!


Ella cerró los párpados, meciéndose con los brazos y con las piernas con suavidad, tarareando, sonriendo, feliz. Parecía una ninfa, un espíritu vinculado a la piscina. Las ninfas, etimológicamente, eran hijas de Zeus.


Y Zeus se está riendo de mí... ¡Quién no, joder! 


Yo lo haría, pero tengo ganas de llorar...


La frustración lo inundó al percatarse de que se estaba aproximando a él.


Asustado, buceó hasta el extremo más alejado. 


Apoyó los brazos flexionados en el bordillo y sacudió la cabeza.


A ver cómo salgo yo ahora con esta jodida erección... ¡Todo es por su culpa! ¡JODER!


Tomó bocanadas de aire, pero no se relajó.


—¿Estás bien, doctor Pedro? —se rio.


¿Acaba de llamarme «doctor Pedro»? ¿Y encima se ríe de mí?


—¡Estoy jodidamente bien! —vociferó, impulsándose para salir de la piscina.


—Hablas muy mal.


Pedro le dedicó la peor de sus miradas, condenado.


—Pues no me escuches, mamá —contestó, enfatizando el apelativo.


—Es imposible no escucharte cuando no haces otra cosa que rumiar — sonrió, radiante.


Por un instante, Pedro se quedó paralizado ante su belleza.


—¿No tienes hambre, doctor Pedro? —se sujetó al bordillo—. ¿Me ayudas, por favor? —estiró un brazo en su dirección.


¿Otra vez «doctor Pedro», y con sonrisitas?


—Utilice las escaleras, señorita Chaves —se giró y agarró una de las toallas que había extendidas en las hamacas.


—¿Se puede saber por qué eres tan grosero conmigo? —quiso saber ella, a su espalda.


—Ya sabías que era un grosero y un borde. De hecho —levantó una mano —, tú fuiste quien me definió con tan buenas cualidades.


—¿Qué tiene que ver eso para que te comportes así conmigo? —frunció el ceño.


Pedro se obligó a no desviar los ojos a su cuerpo chorreando de agua, a sus pechos erguidos y a su piel bañada por el crepúsculo. 


No obstante, su anatomía iba por libre y no respondía a la lógica, y se incendió como nunca.


Tenerla tan cerca, pero tan lejos... Eso solo incrementó sus ganas de sucumbir al pecado.





CAPITULO 115 (TERCERA HISTORIA)




Se encontraban en el último piso, el tercero, con acceso a una de las dos torres; la otra pertenecía a las dependencias de sus abuelos. 


Sus hermanos y sus padres tenían sus zonas en la segunda planta. Podían gritar cuanto quisieran, que nadie acudiría al rescate. 


Estaban prácticamente aislados.


Ella se quedó parada en el pequeño hall, con los ojos muy abiertos y una mano en el corazón.


—¿Todo esto es tuyo?


—Sí. Le enseñaré su cuarto, señorita Chaves.


Paula dio un respingo. Pedro no pensaba tutearla ni ablandarse. ¿Amigos?


¿Desde cuándo los amigos se besaban y se acariciaban? Claro, que hacía ya tres días que se habían besado y acariciado...


La actitud de ella había cambiado desde la llamada de Karen, unas horas atrás. No lo había mirado y acababa de confirmar que eran amigos.


Bueno, pues yo no quiero ser su amigo, ¡y estoy harto de estar detrás! Se acabó. Si me quiere, que venga a mí. Punto y final.


El recibidor estaba decorado con una mesa alargada pegada a la puerta, un ventanal ancho, al fondo, que ofrecía las vistas a la arboleda que escondía el estanque de peces de colores y, por consiguiente, la piscina, y un inmenso cuadro impresionista en tonos rojo, blanco y negro en la pared de la derecha, al lado de la escalera que subía a la torre.


Se dirigieron a la izquierda, traspasaron el hueco existente y se introdujeron en el salón, con biblioteca y sala de estudio nada más entrar, a la derecha, vacías desde que terminó Medicina. Las cortinas y los muebles eran blancos; los cojines, las alfombras y los asientos, negros. Ya desde niño, Pedro Alfonso había sentido predilección por el negro, como su padre, y ese pabellón contenía su marca registrada: modernidad, geometría simple, sencillez y un toque de sombras. Las sombras representaban sus temores a defraudar a su familia, a no alcanzar la grandeza de sus hermanos, secretos que solo conocía cierta leona blanca.


Presionó los interruptores. Las lámparas eran de pie, una en cada rincón, con el talle alto, fino y curvado y una pantalla grande, fruncida y blanca. Se creaba así un rombo oscuro en el centro de la sala, justo donde se encontraba el sofá alargado, los pufs, el baúl que hacía de mesa baja y la televisión ultraplana y demás aparatos tecnológicos que reposaban en un mueble con cajones abiertos.


Más cuadros impresionistas, como el del recibidor del pabellón, colgaban de las tres paredes con marcos negros y de diferentes tamaños; la cuarta pared, la de la derecha, era una cristalera que accedía a la terraza rectangular, cuya barandilla, de un metro de altura, era de piedra gris, como el resto del castillo, y con vistas a la piscina y al estanque.


Lo peor de todo era la temperatura que se respiraba en verano. Constituían las estancias más calurosas de la mansión, que en otoño, en invierno y en primavera se agradecía, pero en ese momento, no. Ya notaba el sudor formándose en su nuca. Solo con mirar la chimenea de piedra, a la izquierda, se asfixió.


Atravesaron la estancia. Al fondo, en las dos esquinas, existían dos huecos; cada uno conducía a una habitación y estas, a su vez, comunicaban al baño, emplazado entre las dos. Ya no había más salas.


Se metieron en la estancia de la derecha, la más grande.


—Su habitación, señorita Chaves.


Dejó su maleta encima del gigantesco lecho, a la derecha, debajo de una de las dos ventanas; la otra se hallaba enfrente. El cabecero alcanzaba el principio del cristal.


—¿Puedo ver tu habitación? —preguntó Paula, recelosa.


—No, es privada. Voy a cambiarme —salió al salón.


—Si no hay puertas, puedo verla, ¿no?


—¿Qué problema hay con la habitación, joder? —inquirió Pedroobservándola, irritado.


—No me mientas, Pedro—posó las manos en la cintura y adelantó una pierna.


—¡Qué bien! —ironizó—. ¿Vuelvo a ser Pedro?


—Eres tú quien empezó con señorita Chaves —lo señaló con el dedo índice.


Él soltó su equipaje, que aterrizó en el suelo con un golpe seco.


Estaban, en ese instante, detrás de la televisión, pisando una alfombra mullida y rectangular.


—Esto es increíble... —masculló Pedro, entornando los ojos e inclinándose—. ¿Amigos, Paula? ¿Eres mi amiga? ¿Te lo crees cuando lo dices?


—Así que es eso... —levantó una ceja—. ¿Te has enfadado porque he dicho que soy tu amiga? Eres un niño.


Él se ruborizó, molesto.


—Es que soy tu amiga —declaró ella, tranquila.


—Tú y yo nunca hemos sido amigos, señorita Chaves.


—Es evidente que no, doctor Pedro —rechinó los dientes.


—Haz lo que te plazca —cogió la maleta otra vez—. Yo me pondré el bañador y me iré a la piscina.


—¿A estas horas?


—Cena con los demás, no me esperes.


—¿Que no te espere? —repitió en un tono agudo—. Estoy aquí por ti, Pedro. ¿Me vas a dejar sola?


—No soy una jodida niñera, Paula —escupió, rabioso—. Somos adultos y, según tú, amigos, ¿no? —sonrió sin humor—. Que yo sepa, los amigos no están pegados como lapas —añadió aposta—. Además, estamos de vacaciones y yo, en vacaciones, no me sujeto a un horario normal. Pregunta a mis hermanos si no me crees.


—No te he pedido que seas mi niñera —se sonrojó, tímida y disgustada al mismo tiempo—. Tampoco he dicho que somos amigos para molestarte o que te pegues a mí como una lapa. Lo siento si te he incomodado —respiró hondo —. En vez de enfadarte conmigo, deberías preguntarme primero —se dio la vuelta y se alejó.


¿Que le pregunte el qué? Mujeres... ¡Quién las entiende!




CAPITULO 114 (TERCERA HISTORIA)




El viaje de cinco horas a Los Hamptons fue silencioso. Ni siquiera escucharon música. Se detuvieron dos veces por sus sobrinos, para que estirasen las piernas. Pedro y Paula tampoco hablaron en las paradas de descanso. Ella, de hecho, no salió del Mercedes y permaneció con los ojos cerrados, callada, pensativa, quizás durmiendo, eso nunca lo supo Pedro.


Los Hamptons era una zona que comprendía varios pueblecitos al este de Long Island, en el estado de Nueva York. Era un lugar bien conocido por tratarse de la residencia de vacaciones, veraniegas en especial, de los estadounidenses más ricos. Los Hamptons fue inicialmente el refugio de artistas en el centro y en el este de Long Island. No obstante, en las últimas décadas, se había convertido en el sitio de moda donde pasaban los veranos los millonarios famosos, de Nueva York principalmente, aunque se estaba internacionalizando.


Los abuelos Alfonso, Ana y Miguel, compraron la impresionante mansión en Los Hamptons cuando él era un bebé, ubicada a las afueras de Southampton.


Ralentizó el motor al llegar a la verja baja que cercaba la propiedad de sus abuelos. Pedro la abrió con el mando a distancia, pues Mauro iba en segundo lugar y Manuel, el último. Continuaron por un camino de gravilla con curvas a la derecha hasta un garaje techado en la parte trasera de la vivienda, donde estaban los coches de los empleados. Aparcaron.


—Hemos llegado —anunció Pedro.


La vivienda, en apariencia, era un regio castillo de piedra gris. Tenía dos torres. La propiedad poseía un grandioso tamaño, el césped se extendía alrededor de la misma, con subidas y bajadas en las que los hermanos Alfonso se habían tirado en invierno en trineo cuando eran pequeños. Existía un invernadero a modo de cabaña en el lateral derecho, repleto de plantas y flores, que constituía el pasatiempo de su abuelo, un enamorado de la naturaleza. En la parte trasera estaban el garaje y otra casa, pequeña, donde se encontraban la piscina y un estanque con peces de colores, oculto para el resto del mundo, una especie de refugio para un rato de soledad e intimidad; en realidad, su rincón favorito, en el que Pedro estudiaba a escondidas durante sus vacaciones de instituto y de universidad.


Paula salió del coche y él se encargó del equipaje. Y una vez todos listos, Pedro caminó hacia la puerta que conducía a un pequeño recibidor. En la pared de la izquierda colgaba un enorme cuadro impresionista en el que se había pintado un colorido jardín con el mar de fondo, relajante y precioso, del mismo estilo que el resto de la mansión. Ana Alfonso era una apasionada de la pintura impresionista y así estaban decoradas casi todas las paredes.


De frente, había un pasillo que se bifurcaba en cinco direcciones. La mansión, además de ser un castillo en el exterior, también lo era en el interior: los pasillos formaban parte de un laberinto en el que los tres mosqueteros habían jugado en infinidad de ocasiones a ocultarse, gracias a su poca iluminación y a cierto grado de miedo que inspiraba por lo estrecho y tácito que era. Él siempre perdía. ¿Por qué? Porque siendo un niño tenía pánico a la oscuridad y terminaba gritando para que lo encontrasen.


—¡Mis niños! —exclamó Daniela, que dio una palmada en el aire mientras caminaba deprisa por el pasillo.


Daniela, el ama de llaves, era una anciana de gran jovialidad, pequeña y rellenita. El negro vestido, de manga tres cuartos, le alcanzaba la espinilla; el pelo blanco como la nieve estaba recogido en un perfecto moño en la nuca.


Los había cuidado y adorado desde el principio.


La acompañaba Julia, la cocinera, una mujer entrañable que amaba a los hermanos Alfonso como si se tratase de sus propios hijos. Era alta, delgada y muy atractiva a sus casi cincuenta años, morena, de cabellos muy cortos y ojos negros saltones.


Las abrazaron.


—Y esta muñequita, ¿quién es? —quiso saber Julia.


Pedro sonrió.


—Os presento a Paula.


—¿Tu novia? —preguntó Daniela, atónita—. ¡Aleluya! —caminó hacia ella—. Es un honor conocerte, querida —la besó en la mejilla con efusividad.


—Soy una amiga —la corrigió la propia Paula.


Él se congeló al instante.


¿Amiga? ¡Que te lo crees tú!


Pedro se enfadó. Gruñó. El ambiente se tensó.


—Será mejor que deshagamos el equipaje —sugirió Zaira.


—Sí, será lo mejor —convino Pedro, frunciendo el ceño—. Te enseñaré tu habitación —le dijo a Paula, y añadió adrede—, amiga.


Ella se sobresaltó, pero arrugó la frente, se irguió y comenzó a estirarse el vestido.


¡Encima se enfada!


La agarró del brazo y prácticamente la arrastró por el laberinto hacia su pabellón.


—¿Te importaría ir más despacio, por favor?


Pedro frenó en seco al escucharla.


Así que hemos vuelto a eso, ¿eh?


—Por supuesto, señorita Chaves—la soltó—. Discúlpeme. Si tiene la bondad de seguirme...


—Gracias, doctor Pedro —contestó, cruzándose de brazos.


Él apretó la mandíbula y retomó la marcha, pero sin disminuir la velocidad.


Oyó que murmuraba incoherencias. La ignoró. 


Su enfado aumentaba por segundos. Giraron a la derecha, después dos veces a la izquierda, subieron una escalera, viraron a la izquierda de nuevo y ascendieron cuatro peldaños.


Abrió la puerta que había y dejó que entrara primero Paula.


—Mi pabellón —dijo Pedro, cerrando tras de sí—. Y no se preocupe, señorita Chaves, que hay dos habitaciones.