lunes, 3 de febrero de 2020
CAPITULO 136 (TERCERA HISTORIA)
Pedro la siguió. Paula aceleró el ritmo, se recogió la falda y corrió.
De nada le sirvió... Él la atrapó a los dos segundos, levantándola del suelo.
—Perdóname, Pau —se disculpó con la voz aún temblando de la diversión—. No me reía de ti, sino de la situación.
—¡Ja!
—¿Alguna vez has dicho un taco, aunque sea pequeño?
—No. Y ahora, suéltame, por favor.
—Creo que te estoy convirtiendo en un monstruo —le susurró al oído en un tono áspero, electrizante—. Ahora la borde, la grosera y la irritante eres tú — le rozó la oreja con los labios—. Y hace un rato querías que te llevara a la cama y no te sacara de allí.
—Pedro, por favor... —gimió, debatiéndose entre permanecer quieta o retorcerse.
—¿Dónde está esa muñequita correcta, educada, paciente, que se resistía a un beso? Un beso, Pau... —respiró, entrecortado—. Hace un mes te suplicaba un beso y ahora eres tú quien me suplica la cama... ¿Sabes qué creo?
La bajó al suelo y la cogió en brazos pasando un brazo detrás de sus rodillas y otro en su espalda, ¡en plena calle!
—Bájame, por Dios... —le rogó en un hilo de voz, más roja imposible.
—Lo que creo —la ignoró y emprendió la marcha hacia el coche— es lo que supe desde el principio: eres una leona blanca, y no solo en apariencia — su intensa mirada la incendió—. Aunque el sol te ha marcado la piel, ya no estás tan blanca —le guiñó el ojo, seductor—. Y estoy deseando volver a ver las marcas que tienes del biquini. Te voy a desenvolver poco a poco en cuanto lleguemos al pabellón, pero que muy poco a poco...
Se subieron al Mercedes. Pedro condujo muy rápido de regreso a la mansión, pero Paula apenas se dio cuenta del corto trayecto porque su interior era un caos tremendo de lo caliente que se sentía, no solo a nivel físico.
Entraron de la mano por la puerta del garaje y se introdujeron en el laberinto. Ella tenía que apresurarse porque prácticamente la arrastraba, pero la falda se le enrolló y se tropezó, aunque no aterrizó en la alfombra porque él la sujetó a tiempo. Entonces, Pedro se agachó y la cargó sobre el hombro.
—¡Ay, cielos! —exclamó Paula, antes de soltar una carcajada—. ¿Tanta prisa tienes?
—No te haces ni idea —gruñó, azotándole el trasero con suavidad.
—¡Ay! —brincó, divertida y extasiada a partes iguales—. Creía que me ibas a desenvolver poco a poco.
—He cambiado de parecer —entraron en el pabellón—. No puedo esperar un solo segundo. Te necesito ahora mismo.
Ella creyó morir de placer solo por escucharlo...
CAPITULO 135 (TERCERA HISTORIA)
Entonces, Pedro se dio la vuelta y dibujó una lenta sonrisa en su atractivo semblante. A continuación, desplegó los brazos en cruz. Las mariposas de Paula la incitaron a correr y a arrojarse a su cuello, pero no solo eso...
Lo besó, en plena calle. Lo besó con fuerza, demostrando lo que su interior necesitaba desatar.
Él la sujetó por las mejillas y la besó con devoción, respirando de un modo tan afectado como lo hacía ella. Los pechos de ambos subían y bajaban de forma frenética, chocándose porque se inclinaban el uno hacia el otro, luchando por ver quién devoraba más a quién. Por supuesto, empataron.
—Doctor Pedro...
—Joder... —apoyó la frente en la suya—. No me llames así ahora...
—Doctor Pedro... Mi doctor Pedro...
Él suspiró de manera contenida. Y la besó de nuevo, lamiéndole los labios y recorriendo cada milímetro de su boca con su lengua audaz y provocadora, retirándose despacio para embestirla con ímpetu. La besaba como si le estuviera haciendo el amor... Y eso la abrasó.
Sentía su cuerpo vibrar sin control, le pesaban los senos y los apreciaba muy sensibles, anhelando ser mimada por el hombre al que amaba con toda su alma, ese mismo hombre que la besaba con una pasión desesperada. Sus besos prometían el cielo y el infierno a la par, porque con Pedro Alfonso era el todo de un todo.
—Me encanta besarte, Pau. Joder, me encanta... —le dijo él en un susurro ronco—, pero, como sigamos así, nos denuncian por escándalo público.
Paula se mordió el labio inferior, incapaz de pensar, incapaz de hablar, incapaz de moverse, incapaz de...
Pedro la besó otra vez, más ruidoso y más estimulante, pero apenas unos segundos.
Enseguida se detuvo, carraspeó y la tomó de la mano, arrastrándola por la calle. Ella temblaba tanto que, si no fuera porque él la llevaba, se hubiera caído al suelo. Caminaron en tenso silencio, tenso porque se deseaban, porque no querían estar allí. Ella se arrepintió de haberle pedido salir de la mansión. Frustrada, recordó las palabras de Pedro en la fiesta de jubilación
de Samuel, cuando él le aseguró que podían encerrarse en su pabellón durante dos semanas sin que nadie los molestase.
Nunca había sentido la necesidad de besar a alguien, de ser acariciada por alguien, de acariciar a alguien, mucho menos de intimar hasta con el alma...
Pero con Pedro, su vida se había desmoronado, sus planes... hasta su cuerpo era ahora otro, no solo en el ámbito carnal, era más que eso... No sabía explicarlo. Locura, impaciencia, paz, anhelo, dependencia... Demasiadas emociones concentradas que pugnaban por ser explotadas.
Y tal estado de incoherencia era en sí extraordinario, pero porque su héroe era extraordinario.
—¿Te apetece un italiano? —le preguntó Pedro, deteniéndose frente a un restaurante con terraza al aire libre.
—Sí —musitó Paula en un hilo de voz.
Sus pensamientos la asustaban. De repente, lo abrazó.
—Tengo miedo —le confesó ella—. Tengo miedo de lo que siento por ti... Es muy fuerte... No puedo controlarlo, ni siquiera me puedo controlar a mí misma contigo —tragó el grueso nudo de su garganta, aunque no consiguió mitigarlo—. Te necesito cada segundo. No creo que eso sea bueno...
Cada uno observó los labios del otro, sin alegría ni dulzura, sino acuciantes.
—Quiero encerrarme contigo —añadió Paula, hipnotizada—. No puedo ir despacio. Quiero... —se humedeció la boca—. Quiero que me lleves a la cama y no me saques de allí, por favor... Necesito estar entre tus brazos todo el tiempo... Quiero que no te reprimas, como tampoco quiero seguir reprimiéndome más.
¡¿Quién eres tú y qué has hecho con Paula Chaves?!
—¿Ahora? —pronunció él, incrédulo.
—Ahora mismo.
—Pero... —gimió, alterado, su expresión era una guerra abierta entre la razón y el deseo—. No quiero asustarte.
—Asústame... —le rodeó el cuello con los brazos—. Te has estado controlando —afirmó al apreciar su abierto rostro, que indicaba precisamente eso.
— Sí —se inclinó—. Hoy no hubiera salido de la habitación —la agarró de la mano y la condujo a un callejón pequeño y oscuro, donde la empujó contra la pared, la soltó y apoyó las palmas a ambos lados de su cabeza—. Me he estado controlando desde que despertaste del coma —había dureza en su tono y en sus ojos—. Porque te amo desde antes de que despertaras. Porque no he dejado de pensar en ti desde hace más de un año, desde que ingresaste en mi hospital. Porque me atrapaste, Pau, lo hiciste de una forma que jamás creí que podía pasarme. Yo también te necesito. Te necesito muchísimo... —comprimió la mandíbula—. Te lo he dicho varias veces y te lo vuelvo a repetir: no puedo alejarme de ti. Contigo siento algo que nunca he sentido con nadie, ni siquiera con mis hermanos —agachó la cabeza y se retiró un par de pasos—. Contigo no tengo que esconderme, contigo soy yo mismo... —se estrujó la camisa en el pecho—. De hecho, no es que no tenga que hacerlo, es que no quiero esconderme más. Llevo actuando así con todos desde que salvamos a KAL, pero contigo... —se revolvió el pelo—. Contigo no es que no pueda, es que no quiero hacerlo.
»Si me enfado, quiero que lo sepas. Si fracaso en una operación, quiero contarte lo mal que me siento. Si le preparo a mi padre una sorpresa con mi familia, quiero que estés conmigo para dársela. Si estoy feliz, quiero que lo veas con tus propios ojos. Antes me ocultaba, y lo sigo haciendo de cara a todos, menos a ti... —su mirada se tornó vidriosa—. Con nadie he sentido la necesidad de ser yo mismo, salvo contigo... —la contempló, transmitiendo ansiedad y fragilidad—. Necesito abrazarte, besarte y acariciarte siempre, Pau, porque necesito —recalcó con énfasis— cuidarte y amarte... Necesito que tú también me necesites... —se le quebró la voz—. Necesito que seas mía, solo mía... —respiró hondo profundamente—. Yo también estoy asustado... Si algún día te vas... —negó con la cabeza—. Si algún día se rompe esta conexión... —la observó con fijeza, triste y trémulo—. No te imaginas cuánto te amo, Pau...
Paula sollozó sin remedio, bastante había aguantado al escucharlo.
Llorando, lo abrazó con excesiva fuerza. Pedro le subió el vestido hasta las rodillas y la levantó por el trasero. Se sentó en el suelo con ella en el regazo y enterró la cara en sus cabellos. Se estremecieron.
—Cuando regresemos a Boston, ¿te gustaría vivir conmigo? —le preguntó él con cierta vulnerabilidad—. Sé que es muy pronto, pero... —se detuvo porque Paula se echó a reír—. ¿Qué pasa?
—Creía que eso ya lo habíamos hablado esta mañana.
—¿Eso es un sí?
—Sí, Doctor Pedro —lo besó en los labios entreabiertos—. ¿En tu casa?
—Sí. Utiliza el loft para tus clases de yoga —le sugirió Pedro—. Podríamos acoplar el salón a tus ejercicios, quitar la mesa y las sillas, montar una escuela.
—¿Montar una escuela? —lo abrazó—. ¡Me encanta la idea! Pero... Espera... ¿Por qué viviremos en tu casa? ¿Mi loft es muy pequeño para ti, doctor Pedro? ¿O es por tus hermanos?
—¿Te cuento un secreto?
Paula asintió, rozándole los pómulos con las yemas de los dedos.
—He estado pensando... —declaró él, serio de pronto—. No quiero dejar de vivir con mis hermanos, pero entiendo que ellos quieran intimidad.
—¿A qué te refieres?
—A lo que tú misma has dicho esta mañana: a una casita con jardín.
—Pero —frunció el ceño— van a empezar las obras en sus habitaciones, los dos, Mauro y Manuel.
—¿Y si un día se dan cuenta de que quieren una casa grande con jardín, tipo la de mis padres? Les encanta el ático, pero a lo mejor les resulta pequeño a medida que tengan más hijos.
Paula sonrió, entornando los ojos.
—Quieres regalarles una casa grande con jardín —afirmó.
—Quiero comprar una casa grande con jardín para los tres.
—¿Te refieres a seguir viviendo todos juntos? —alucinó, desencajando la mandíbula.
—Exacto —le contestó Pedro—. Y quiero regalársela porque no quiero separarme de ellos. Te parecerá una tontería... —desvió la mirada, nervioso.
A ella se le formó otro nudo en la garganta.
—Eres especial, doctor Pedro —le peinó con los dedos—. Pero hay algo más, ¿verdad?
—Sí —agachó la cabeza—. Mis hermanos son geniales. Siempre han estado y están a mi lado. Quiero regalársela porque se lo merecen todo, aunque una casa no demuestra lo mucho que los necesito, pero... —suspiró con tranquilidad—. Quiero que sepan lo importantes que son para mí.
Paula no cabía en sí del amor que sentía por ese hombre. No existía palabra que pudiera definirlo. Era diferente a cualquier persona.
Su sensibilidad era su mejor cualidad, y no poseía un solo defecto. Ofrecía sin esperar, incluso creyendo convencido que debía entregarse por los demás. Y lo comprendía. Ella entendía a Pedro como nunca había entendido a nadie, y sabía que el sentimiento era recíproco.
—¿Sabes qué somos, doctor Pedro?
Él la observó con la frente arrugada.
—Cuando tú partes una naranja —le dijo Paual con suavidad—, ¿qué es lo que ves?
—¿Dos almas gemelas? —sonrió, enarcando una ceja.
—Sí y no —ladeó la cabeza—. Cuando alguien le dice a otra persona que es su media naranja, en realidad le está diciendo que esa persona es como ese alguien, pero con algunas particularidades.
—Me he perdido —arrugó la frente.
—Tú partes una naranja por la mitad, ¿de acuerdo? En una parte puede haber una pepita y en la otra, varias o ninguna. Eso significa que esas dos mitades son las dos partes de un mismo elemento, son casi iguales y, por supuesto, complementarias, pues se necesitan para vivir.
—Normal —bufó—, porque en el momento en que partes una naranja es para comértela.
Paula frunció el ceño. Él se rio con ganas, pero ella... se estiró el vestido en el regazo.
—Acabas de estropear una cosa muy bonita que iba a decirte —le reprochó, malhumorada.
—Era una broma, no te enfades. Deja tu ropa tranquila, Pau —fue a abrazarla, pero ella resultó más rápida y se levantó, alejándose de su contacto —. Ven aquí, Paula —se enfadó por el rechazo.
—¿Encima te enfadas? —se fugó a la pared contraria, haciendo aspavientos con los brazos—. Hasta hace un segundo, creía que eras sensible. Es obvio que me equivoqué. Lo retiro.
Pedro emitió una sonora carcajada.
—Te voy a dar un consejo, Pau. Nunca le digas a un hombre que es sensible.
Paula entrecerró los ojos.
—Te voy a dar yo a ti un consejo, amigo —enfatizó adrede, estrujándose la falda sin percatarse de ello—. No te rías de algo que te diga una mujer.
—¿Y si me cuenta un chiste? —la pinchó aposta.
—¡No te estaba contando un chiste, maldita sea!
Él se rio aún más.
—¡Pedro! ¡Para ya!
—No puedo... —dijo, entre carcajadas.
Paula se giró y se encaminó hacia la calle, resuelta y decidida, pero Pedro la agarró de la muñeca.
—Perdona —se disculpó con una deslumbrante sonrisa—. Ya no me río más, ¿vale?
—¿Te importaría soltarme, por favor? —arrastró cada sílaba.
La respuesta de él fue otro ataque de carcajadas.
—¡Vete a la mierda!
Aquello sorprendió a los dos... Ella se cubrió la boca, horrorizada por lo que acababa de decir.
—Ay, cielos... Lo siento, Pedro... —su cara ardía sobremanera por la vergüenza—. Perdóname, yo... Yo nunca... Ay, madre... Lo siento mucho...
Entonces, Pedro estalló en risas por enésima vez.
—Esto es increíble... —farfulló Paula, colocando las manos en la cintura —. ¿Quieres parar de reír, por favor? ¡Esto es serio!
Pero él no se detenía, por lo que ella se cansó de ser el bufón y salió del callejón hecha un basilisco. Se rompería el vestido al paso que llevaba por estirarlo tanto, pero poco le importaba.
CAPITULO 134 (TERCERA HISTORIA)
Paula esperó a Pedro en el invernadero. Había elegido un sencillo vestido, muy fino, de tirantes, escote recto, color aguamarina, muy favorecedor para el ligero bronceado que había adquirido, ceñido en la cintura, marcando los senos y largo hasta los pies. Calzaba unas sandalias planas doradas y un bolso bandolera a juego, que le cruzaba el pecho. Zaira le había recogido los cabellos en una trenza de espiga lateral y, en ese momento, Paula se estaba colocando pequeñas flores silvestres entre los mechones, que había arrancado del césped.
Terminó y paseó por los pasillos, acariciando pétalos, sonriendo y tarareando. Cerró los ojos, se giró e inhaló el aroma a naturaleza. Al alzar los párpados, descubrió a su novio... ¡Su novio!
Bueno, su amigo. Estaba apoyado en la puerta corredera, frente a ella, con las manos en los bolsillos de sus cortos vaqueros negros; llevaba una camisa blanca remangada en los antebrazos, las Converse negras y blancas que le había regalado Paula el día que se habían besado por segunda vez, el pelo desaliñado y esa hermosa sonrisa que la derretía. Se acercó a él, ruborizada y temblando por el persistente mariposeo de su interior.
—Muy bonita... —susurró Pedro al inclinarse. La besó con dulzura en los labios—. Y muy rica —le guiñó un ojo y entrelazaron las manos.
Se dirigieron al garaje y se montaron en el todoterreno. Todavía no era de noche, aunque las farolas de las calles ya se hallaban encendidas. El sol se había escondido en el horizonte, pero aún había luz crepuscular, su favorita.
Aparcaron en una de las calles más concurridas del centro de Southampton. Pasearon durante un rato en maravilloso silencio. Él la rodeaba por los hombros y ella, por la cintura.
—Creía que los amigos no hacían estas cosas —comentó Paula, traviesa.
—¿Sabes qué? —se detuvo y la soltó—. Tienes razón —agregó, serio—. Tú y yo solo somos amigos que... se abrazan de vez en cuando.
Ella se quedó boquiabierta, observando cómo Pedro continuaba andando por la calle con las manos en los bolsillos del pantalón. Se estiró el vestido.
¿A qué venía eso?
—¡Quiero ser tu novia! —exclamó, de pronto—. No quiero ser tu amiga. Bueno, sí quiero, pero... —apretó los puños al ver que él no paraba, que directamente la ignoraba—. Te amo...
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