martes, 14 de enero de 2020

CAPITULO 70 (TERCERA HISTORIA)




Compraron una esterilla rosa en una tienda de deportes. Luego, entraron en un establecimiento que solo vendían zapatillas de la marca All Star, con el que se habían topado por casualidad en una calle escondida y pequeña de regreso al loft.


—¡Me encanta! —gritó ella, colgándose de su cuello y dando saltitos de emoción—. Me las compraba todas.


—Yo solo las negras —se echó a reír— y, por cierto, necesito unas — cogió tres pares y se las mostró—. ¿Me ayudas a elegir?


—Las tres son iguales, negras y lisas, ¿y no sabes decidirte? —soltó una carcajada.


Pedro se contagió de su alegría. Los que estaban en la tienda, incluidos los dependientes, se rieron también.


Paula paseó por el local, buscando unas zapatillas para él. Encontró unas Converse blancas con un dibujo que se asemejaba a brochazos negros e irregulares, y cuyos cordones eran también negros. Le recordaron a él: desaliñado, pero atractivo. ¡Eran perfectas! Se las enseñó.


—¡Son geniales para ti!


Pedro hizo una mueca que pretendía ser de horror, pero que a ella le resultó tan cómica que le arrancó más carcajadas.


—¿De verdad te gustan? —quiso saber él, incrédulo aún.


—Sí. Pruébatelas.


Él las observó largo rato y suspiró, resignado. 


Solicitó su número. Se las probó y anduvo con ellas por el establecimiento.


—Muy bien —concedió Pedro, guiñándole un ojo—. Me fío de ti —se puso las suyas.


—Te las regalo.


—No. Ni hablar.


—Sí, Doctor Alfonso. Quiero regalártelas y lo haré —se irguió, fingiendo altanería.


—Vale, pero yo te regalo a ti unas que yo elija, ¿trato? —extendió la mano.


—Trato —se la chocó, en vez de estrecharla.


Ambos se rieron.


Eran la sensación del establecimiento, pero ella se estaba divirtiendo como nunca y no le importó ser protagonista. Hacía mucho que no se lo pasaba tan bien, sin agobios, sin presiones y 
comportándose según era ella misma.


Ojalá me estés viendo ahora, Lucia... ¡Soy feliz!
Pedro estuvo buscando unas zapatillas femeninas como si estuviera en una misión secreta de gran relevancia. Seleccionó unas blancas con flores pequeñas en desorden y de los colores del arcoíris. Los cordones eran rosas.


—Te gusta el rosa, ¿eh? —comentó ella, con las manos en la cintura.


—Te quedan muy bien el rosa y las flores —se encogió de hombros.


Uno de los dependientes les cobró los dos pares de Converse.


—¿Me las puedo llevar puestas? —preguntó Paula.


—Claro —accedió el chico con una sonrisa radiante.


Ella se cambió de zapatillas, guardando las viejas en la caja de las nuevas.


Se contempló los pies, moviéndolos.


—¡Me encantan! —exclamó, arrojándose a Pedro en un arrebato—. Gracias —les obsequiaron a los de la tienda y salieron a la calle.


Paula se olvidó de todo y disfrutó de un día maravilloso junto al hombre más maravilloso que había conocido jamás. Comieron en un restaurante de cocina ecológica, donde se encontraron con Daniel Allen, que estaba almorzando con una rubia espectacular.


—¡Pedro, Paula! —los saludó al verlos. Se levantó del asiento y se acercó.


—Hola, tío —lo correspondió Pedro.


—Me alegro de verte, Paula —le dijo Dani con una sonrisa, antes de besarle la mejilla.


—Yo, también —le devolvió el gesto.


—Esta noche vamos a Hoyo —informó Daniel, palmeando la espalda de su amigo—. Iba a escribirte un mensaje ahora. ¿Te vienes, Alfonso? —miró a Paula —. Tú, también.


—¿Yo? —pronunció ella, sorprendida, arqueando las cejas.


—No sé qué haremos, Dani —la ayudó Pedro—. Ya te aviso luego.


—Claro, Alfonso. Vamos a estar todos. Sería genial que estuvieras.


Se despidieron de Daniel y se acomodaron en torno a una mesa cuadrada.


Él se sentó enfrente de Paula, pero ella se cambió de silla enseguida.


—Me gusta estar al lado —declaró, sonrojada.


—Y a mí que estés a mi lado —le confesó al oído, acelerándole las pulsaciones.


Paula emitió un suspiro entrecortado y Pedro sonrió con travesura.


—¿Te apetece salir esta noche con mis amigos?


—¿Vas a salir con ellos? —arrugó la frente—. ¿Y todos son... hombres? — de repente, un sentimiento irritante la asaltó.


—¿Estás celosa, Pau? —le pinchó el costado con un dedo.


—¡Ay! —chilló por las cosquillas.


¿Celos? No tienes ningún derecho a estar celosa, y lo sabes.


—Si quieres saberlo —añadió Pedro—, tendrás que descubrirlo por ti misma.


Ella dibujó una lenta sonrisa. ¡Por qué no!




CAPITULO 69 (TERCERA HISTORIA)





Desayunaron en la mesa del salón, tímidos y silenciosos. Después, Pedro fregó los platos mientras Paula se duchaba y se arreglaba. Eligió un vestido blanco con flores diminutas rosas, a juego con su nuevo iPhone, sin mangas, con escote silueteando los senos en forma de corazón, entallado hasta las caderas y tableado hasta la mitad de los muslos. Se calzó las Converse rosas. 


Decidió no recogerse el pelo, a pesar de que hacía mucho calor —ya estaban en el mes de julio—. Cuando volvió al salón, los ojos de él se oscurecieron al contemplarla.


Paula ocultó una risita, acalorada por el vehemente escrutinio que recibió.


—¿Crees que debería cortármelo? —le sugirió ella, levantando unos mechones de pelo en el aire. Curiosamente, se fiaba de su opinión.


—¡Ni hablar! —contestó Pedro al instante—. Bueno... —se corrigió—, si quieres cortártelo, seguro que te quedará muy bien.


—No me lo quiero cortar, pero gracias por tu respuesta —se ruborizó.


—Entonces, ¿por qué me lo has preguntado?


—Por nada —se dirigió a la puerta principal.


—No —la asió del brazo y la giró. Entrecerró la mirada, examinando su semblante.


—No preguntes más.


—No me hace falta —la soltó—. No se te ocurra cortarte el pelo. Y, ahora, vámonos —abrió y salió del apartamento, furioso.


En la calle, caminaron en tenso silencio. Él guiaba, agitándose los cabellos de tanto en tanto. Ella lo seguía, prácticamente corriendo. Prefirió no quejarse.


No soportaba verlo enfadado, le punzaba el pecho y experimentaba cierta asfixia.


Sin embargo, cinco minutos después, ya no lo resistió más y tiró de su camiseta.


—¿Te importaría ir más despacio, por favor? —le pidió Paula en un tono apenas audible.


Pedro la observó con el ceño fruncido y asintió.


Otros diez minutos más tarde, ella se paró en mitad de la acera y comentó con suavidad:
—Estamos dando vueltas en círculos.


—Lo sé —se detuvo, ofreciéndole el perfil y cruzándose de brazos.


—¿Y se puede saber por qué —apoyó los puños en la cintura—, o vas a seguir volviéndome la cabeza tarumba de tanto como estás hablando? — bromeó, intentando sacarle una sonrisa.


Él se giró y la observó. Tenía los mechones en infinitas direcciones hacia arriba. La imagen era demasiado atractiva como para obviarla y el corazón de Paula se entusiasmó.


—Estamos dando vueltas en círculos porque estoy muy cabreado.


—No me había dado cuenta —ironizó, arqueando las cejas.


—Y yo que creía que solo eras Doña Cortesía —refunfuñó, irguiéndose—, resulta que también practicas el sarcasmo. Me encantaría saber si contestas de esa manera a Anderson o solo lo haces conmigo.


—Estás cabreado conmigo —afirmó ella, sintiéndose cada segundo más nerviosa.


—Sí, Paula, lo estoy. Contigo. ¡Joder! —exclamó, tirándose de los cabellos con saña.


—¡Pedro! —se asustó. Acortó la distancia y agarró sus brazos—. ¿Qué te pasa? —lo zarandeó—. ¡Deja de tirarte del pelo, luego me dices a mí con la ropa! Por favor...


Él obedeció y retrocedió, alejándose un par de pasos, rechazando su contacto.


Paula agachó la cabeza y hundió los hombros.


—Me voy a casa —anunció ella, dándose la vuelta para emprender el camino al loft.


Pero Pedro, de repente, la rodeó con los brazos, pegando su espalda a su pecho.


—Perdóname... —le susurró él en un tono castigado—. Es que no quiero que te cortes el pelo y sé que lo vas a hacer. Y no quiero que lo hagas porque tú no quieres hacerlo. Pero lo harás.


—Yo no...


—No, Paula. Te lo ha dicho Anderson. Y tú le harás caso porque no quieres defraudarlo. Y eso me... —tragó—. Me duele que alguien te arrincone. Si por mí fuera... —chasqueó la lengua—. Si yo fuera él, te veneraría continuamente porque eres preciosa. Eres una muñeca tan bonita, Pau, no solo en el exterior, que me duele hasta mirarte y saber que eres de otro...


La respiración de Paula se esfumó.


—Y sé que acabo de cometer un error al decirte todo esto —continuó él—, pero ni me arrepiento ni me disculparé. Por eso estoy cabreado, porque te mereces todo lo bueno y recibes lo contrario —respiró hondo—. No me odies por esto, por favor...


—Jamás podría odiarte... —emitió un sollozo, impactada por aquellas palabras—. No me odies tú a mí...


—Jamás podría odiarte, Pau. Jamás —enfatizó, rechinando los dientes—. Y, ahora, me vas a dar un abrazo como los amigos que somos y compraremos una esterilla para tus ejercicios de yoga. Y será rosa —la soltó despacio, arrastrando las manos por su cuerpo.


Ella, sonriendo con infinita tristeza, se giró y lo abrazó por el cuello.


Pedro no se hizo de rogar y la correspondió de inmediato.


—Tú y yo no somos amigos —apuntó Paula, abrumada por las intensas sensaciones que experimentaba solo con él.


—Lo intento. Intento ser tu amigo, pero...


—Yo también lo intento... pero es tan difícil... y soy tan injusta... —se le aceleró el corazón de manera desagradable—. No te mereces esto... Ramiro tampoco... Soy mala, Pedro, soy...


—Cállate —ascendió las manos por su espalda hasta sujetarle la nuca. La obligó a mirarlo—. No sé qué estamos haciendo... —apoyó la frente en la suya —. No creo que esto sea bueno para ninguno de los dos, pero no puedo alejarme de ti, y tampoco quiero que te alejes de mí.


—Yo tampoco quiero... ¿En qué me convierte esto? —comenzó a llorar.


Pedro tenía razón... y ella también. Una buena persona no hacía lo que estaba haciendo Paula... Pero, reconoció al fin, se había enamorado de Pedro Alfonso, lo amaba con toda su alma... No podía ni quería alejarse de él... Debía hacerlo, nadie se merecía vivir una situación así, mucho menos Pedro...


Ya no estoy perdida, ahora estoy en un callejón sin salida...Y no sé qué es peor...


—Eres humana —le susurró Pedro, secándole las lágrimas con una sonrisa celestial, amarga, pero preciosa—. Y yo soy un egoísta, porque no te permito alejarte de mí —suspiró con fuerza y la tomó de la mano—. Vamos a disfrutar de hoy sin pensar en nada, ¿vale? Solo disfrutar.


—Pero...


Él posó un dedo sobre sus labios, y tal gesto les entrecortó la respiración a los dos. Se obligaron a sonreír y empezaron a andar, ruborizados, pero sin soltarse.




CAPITULO 68 (TERCERA HISTORIA)




Paula suspiró de manera entrecortada. Se puso el pijama con premura. Y se arrepintió al instante, porque sus pijamas eran todos iguales: de lino blanco casi transparente, consistía en un pantalón elástico, excesivamente corto, y una camiseta holgada de tirantes finos. Pero no pudo cambiarse porque Pedro salió del servicio en ese momento.


Ambos carraspearon, sonrojados. La tensión inundó el loft, una tensión extraña para ella, muy atrayente, desmedida...


—¿Hacemos la limonada? —sugirió Paula, sonriendo, de repente dichosa y feliz, por lo menos en apariencia, porque en su interior no podía estar más alterada.


Él asintió.


En la cocina, la situación empeoró cuando se fijó en el aspecto de Pedrosin corbata y descalzo. Su mente le jugó una mala pasada rememorando el beso en la piscina...


¡Ya! Limonada, ¿recuerdas?


Estaban el uno al lado del otro, prácticamente pegados, las ropas se rozaban. Y las manos... se tocaban sin querer y se retiraban como si sufriesen calambres.


—Somos adultos —gruñó Pedro, que se cruzó de brazos—. No ha pasado nada antes, así que hagamos la maldita limonada en paz.


Paula asintió.


Pero no se calmaron.


Cuando estaba cortando las limas verdes en rodajas para introducirlas en la jarra junto con los hielos, él le ajustó al hombro un tirante que se le había deslizado. La caricia fue leve, pero tan fogosa que se mordió el labio inferior para no gemir.


—Dijiste que le echabas algo de alcohol —recordó Pedro, apoyando las caderas en la encimera.


—Sí, ron. La limonada no debería mezclarse con alcohol y, si echo ron, parecerá...


—Mojito cubano.


—Exacto —sonrió ella—. Pero me gusta el toque dulzón del ron. Y, por lo visto, a ti también.


Pedro sonrió con travesura.


—¿Por qué nunca bebes alcohol? —se interesó él, frunciendo el ceño.


—Ni a Ramiro ni a mi madre les gusta que una mujer beba alcohol.


—Pero a ti sí te gusta.


—Me gusta mucho el champán rosado y algunos cócteles, pero apenas los he probado.


—Mi amigo Dani es un experto en preparar cócteles. Tiene un montón de recetas. Se las pido un día y los hacemos, así los pruebas y decides cuál te gusta más.


Paula soltó una carcajada.


—Creo que me da miedo la resaca.


—Bueno —le susurró Pedro al oído—, soy tu médico, te cuidaré más que encantado.


Ella removió la limonada con una espátula de madera, más rápido de lo normal. Él buscó el ron en los armarios, que estaba escondido para que nadie lo descubriera.


—Lo haré yo —anunció Pedro.


—Muy poco.


Pedro quitó la tapa y volcó la botella.


—¡Ya! —exclamó Paula, deteniéndolo—. ¡Ahora está naranja!


—Echa más agua, más azúcar y más limón.


—Sí, claro —bufó—. No puedo llenar más la jarra, se desbordaría.


Él se rio de forma descontrolada.


—¡Lo has hecho aposta! —se quejó ella.


—Tampoco he echado tanto —se defendió, ocultando una sonrisa.


—¡Pero si has echado un tercio de la botella! —arrugó la frente, arrebatándole el ron.


—Eres una exagerada.


—No soy una exagerada.


Pedro se carcajeó de nuevo, mientras agitaba la supuesta limonada con la espátula. La probó. Se humedeció los labios. Sonrió.


—No es por nada —declaró Pedro, con fingida altanería—, pero está más rica que la tuya.


—¡Eso no es verdad! —se indignó, robándole la cuchara para catarla.


Pues sí... él tenía razón. Se ruborizó. Y también se enfadó. Soltó la espátula y empezó a estirarse la camiseta, a la vez que retrocedía. Pedro la tomó de las manos sin previo aviso, pegándola a su cuerpo.


—No huyas, Pau. ¿Por qué te has enfadado? —le preguntó él con suavidad —, ¿porque me he pasado con el ron?


Paula desvió la mirada, afectada por la proximidad, aunque no varió el ceño fruncido, y negó con la cabeza.


—Entonces, te has enfadado porque he dicho que está más rica que la tuya —sonrió.


—No —mintió.


¡Por supuesto que mintió!


—Ay, Pau... —suspiró Pedro con dramatismo, antes de sujetarla por las mejillas—. La limonada me importa una mierda —la miró con intensidad—. Tú estás mucho más rica que cualquier limonada, tenga ron o no. ¿Te basta esto como disculpa?


Pedro... —se sostuvo a sus muñecas.


—No me llames Pedro, por favor... —le rogó, ronco, respirando con dificultad.


Ella tampoco se quedaba atrás...


—No puedo llamarte doctor Pedro... —emitió en un hilo de voz.


—Lo sé —bajó los párpados y se separó. Vertió en el fregadero la jarra—. Haz tu limonada —y se fue al salón.


Paula agachó la cabeza, quedándose desolada. 


Ese hombre era increíble... atento, detallista, cariñoso...


¿Por qué todo es tan complicado?


Su corazón se estabilizó. Preparó una nueva limonada. Llenó dos vasos y se reunió con él. Le ofreció uno. Se acomodaron cada uno en un extremo del sofá.


—Ha estado tu padre esta tarde en mi despacho —le contó Pedro, serio, con los ojos en la limonada—. Me ha dicho que fue Ramiro quien escribió el mensaje anoche desde tu móvil.


Ella entreabrió la boca. ¿Su padre había hecho eso? Posó una mano en el pecho, emocionada. Sonrió. Parpadeó para mitigar las lágrimas, pero le resultó imposible frenarlas. Pedro se inclinó y le quitó el vaso. Los dejó en el suelo. La alzó en brazos para sentarla en su regazo y la envolvió con su cuerpo, acogedor, cálido, magnético. 


Paula bajó los párpados y se recostó en él. A continuación, le relató todo lo acontecido en esa interminable semana.


—No quiero aquí ni la televisión ni ese mueble porque sé que no los quieres tú —anunció Pedro, firme y decidido—. No quiero nada que tú no quieras. Y mañana te compraré una esterilla —la besó en la cabeza—. Deberías replantearte cambiar la cerradura de casa. Y, dentro de un rato —la besó en la cabeza por segunda vez, de manera distraída—, revisaremos tu correo electrónico, crearás una cuenta nueva y escribirás un e-mail a tus alumnos. Seguirás con las clases, si eso es lo que quieres.


—¿Por qué dentro de un rato? —lo observó, extrañada.


Esos preciosos ojos del color de las castañas chispearon con diversión.


—Porque estoy muy a gusto ahora mismo y no me apetece moverme.


Ella se ruborizó y le sonrió con timidez. Se tumbaron con las piernas entrelazadas. Y se durmieron.


Cuando Paula se despertó, la luz portentosa del sol a través de las ventanas le indicó que se trataba de un nuevo día. Estiró los músculos. 


Arrugó la frente. Estaba en su cama. No recordaba haber llegado ahí. Se levantó y atravesó los flecos. No había rastro de Pedro... Ni siquiera se había despedido de él... La angustia se apoderó de ella. Se preparó una infusión para relajarse.


De nada sirve lamentarse... Tienes que aceptar la realidad.


No obstante, al dar el primer sorbo, escuchó la cerradura de la puerta.


Suspiró, derrotada. Lo último que necesitaba era ver a Ramiro. Lo ignoró y se bebió la infusión, de espaldas a su novio.


—Te has adelantado —le dijo una voz masculina—. Traigo el desayuno.


Se le cayó la taza por la impresión. ¡No era Ramiro! Paula se giró, riéndose por la súbita alegría que sintió, y corrió hacia Pedro. Él sonrió y abrió los brazos. Ella se lanzó a ellos de un salto.


Qué bien huele...


—Buenísimos días a ti también, Pau—soltó una carcajada.


Paula lo miró de manera extasiada tanto por su atractivo como por verlo allí otra vez, en su casa... Le estampó un beso ruidoso en la mejilla que le hizo cosquillas. La bajó al suelo y le entregó una bolsa pequeña de papel marrón con bollos caseros en el interior.


—¡Me encantan los cruasanes!


—Me alegro. He acertado —le guiñó un ojo—. He estado en mi casa y de compras.


—¿De compras?


Se había cambiado de ropa: llevaba unos vaqueros negros y cortos hasta las rodillas, Converse negras de zapatilla, con los cordones flojos, y una camiseta gris, además de sus cabellos desaliñados. Y se acababa de duchar, pues su pelo estaba húmedo.


—Cierra los ojos —le pidió Pedro, sonriendo con travesura y metiendo una mano en la parte trasera del pantalón—. Y extiende las manos, juntas.


Paula soltó una carcajada por la ilusión de recibir un regalo suyo y obedeció más que encantada. Entonces, él le colocó algo poco pesado sobre las manos.


—Ya puedes abrirlos.


Era una caja rectangular envuelta en papel y con lazo azul celeste encima.


Ella sonrió y lo rompió.


—¡Ay, cielos! —se quedó estupefacta—. ¡Me has comprado un iPhone! — abrió la caja—. ¡Un iPhone rosa!


—La tarjeta con tu nuevo número ya está metida —le aclaró Pedro, con los pómulos teñidos de rubor—. Es para que hablemos tú y yo. Desde este teléfono, Ramiro no podrá controlarte y, siempre que quieras verme, nadie se enterará, a no ser que tú quieras contárselo a alguien —se revolvió los cabellos—. Lo puedes utilizar también para tus alumnos de yoga.


—No —avanzó lentamente, con el corazón suspendido y las lágrimas a un instante de derramarse—. Solo lo utilizaré para nosotros —se alzó de puntillas y lo besó de nuevo en la mejilla—. Eres mi héroe —se rio, avergonzada y dichosa al mismo tiempo. Y añadió en un susurro—: Eres increíble... —lo abrazó por la cintura—. Gracias, Doctor Pedro... Gracias...


Él la besó en la cabeza. Los dos temblaron. Y permanecieron en esa postura durante un par de minutos, incapaces de separarse.