martes, 14 de enero de 2020
CAPITULO 68 (TERCERA HISTORIA)
Paula suspiró de manera entrecortada. Se puso el pijama con premura. Y se arrepintió al instante, porque sus pijamas eran todos iguales: de lino blanco casi transparente, consistía en un pantalón elástico, excesivamente corto, y una camiseta holgada de tirantes finos. Pero no pudo cambiarse porque Pedro salió del servicio en ese momento.
Ambos carraspearon, sonrojados. La tensión inundó el loft, una tensión extraña para ella, muy atrayente, desmedida...
—¿Hacemos la limonada? —sugirió Paula, sonriendo, de repente dichosa y feliz, por lo menos en apariencia, porque en su interior no podía estar más alterada.
Él asintió.
En la cocina, la situación empeoró cuando se fijó en el aspecto de Pedro: sin corbata y descalzo. Su mente le jugó una mala pasada rememorando el beso en la piscina...
¡Ya! Limonada, ¿recuerdas?
Estaban el uno al lado del otro, prácticamente pegados, las ropas se rozaban. Y las manos... se tocaban sin querer y se retiraban como si sufriesen calambres.
—Somos adultos —gruñó Pedro, que se cruzó de brazos—. No ha pasado nada antes, así que hagamos la maldita limonada en paz.
Paula asintió.
Pero no se calmaron.
Cuando estaba cortando las limas verdes en rodajas para introducirlas en la jarra junto con los hielos, él le ajustó al hombro un tirante que se le había deslizado. La caricia fue leve, pero tan fogosa que se mordió el labio inferior para no gemir.
—Dijiste que le echabas algo de alcohol —recordó Pedro, apoyando las caderas en la encimera.
—Sí, ron. La limonada no debería mezclarse con alcohol y, si echo ron, parecerá...
—Mojito cubano.
—Exacto —sonrió ella—. Pero me gusta el toque dulzón del ron. Y, por lo visto, a ti también.
Pedro sonrió con travesura.
—¿Por qué nunca bebes alcohol? —se interesó él, frunciendo el ceño.
—Ni a Ramiro ni a mi madre les gusta que una mujer beba alcohol.
—Pero a ti sí te gusta.
—Me gusta mucho el champán rosado y algunos cócteles, pero apenas los he probado.
—Mi amigo Dani es un experto en preparar cócteles. Tiene un montón de recetas. Se las pido un día y los hacemos, así los pruebas y decides cuál te gusta más.
Paula soltó una carcajada.
—Creo que me da miedo la resaca.
—Bueno —le susurró Pedro al oído—, soy tu médico, te cuidaré más que encantado.
Ella removió la limonada con una espátula de madera, más rápido de lo normal. Él buscó el ron en los armarios, que estaba escondido para que nadie lo descubriera.
—Lo haré yo —anunció Pedro.
—Muy poco.
Pedro quitó la tapa y volcó la botella.
—¡Ya! —exclamó Paula, deteniéndolo—. ¡Ahora está naranja!
—Echa más agua, más azúcar y más limón.
—Sí, claro —bufó—. No puedo llenar más la jarra, se desbordaría.
Él se rio de forma descontrolada.
—¡Lo has hecho aposta! —se quejó ella.
—Tampoco he echado tanto —se defendió, ocultando una sonrisa.
—¡Pero si has echado un tercio de la botella! —arrugó la frente, arrebatándole el ron.
—Eres una exagerada.
—No soy una exagerada.
Pedro se carcajeó de nuevo, mientras agitaba la supuesta limonada con la espátula. La probó. Se humedeció los labios. Sonrió.
—No es por nada —declaró Pedro, con fingida altanería—, pero está más rica que la tuya.
—¡Eso no es verdad! —se indignó, robándole la cuchara para catarla.
Pues sí... él tenía razón. Se ruborizó. Y también se enfadó. Soltó la espátula y empezó a estirarse la camiseta, a la vez que retrocedía. Pedro la tomó de las manos sin previo aviso, pegándola a su cuerpo.
—No huyas, Pau. ¿Por qué te has enfadado? —le preguntó él con suavidad —, ¿porque me he pasado con el ron?
Paula desvió la mirada, afectada por la proximidad, aunque no varió el ceño fruncido, y negó con la cabeza.
—Entonces, te has enfadado porque he dicho que está más rica que la tuya —sonrió.
—No —mintió.
¡Por supuesto que mintió!
—Ay, Pau... —suspiró Pedro con dramatismo, antes de sujetarla por las mejillas—. La limonada me importa una mierda —la miró con intensidad—. Tú estás mucho más rica que cualquier limonada, tenga ron o no. ¿Te basta esto como disculpa?
—Pedro... —se sostuvo a sus muñecas.
—No me llames Pedro, por favor... —le rogó, ronco, respirando con dificultad.
Ella tampoco se quedaba atrás...
—No puedo llamarte doctor Pedro... —emitió en un hilo de voz.
—Lo sé —bajó los párpados y se separó. Vertió en el fregadero la jarra—. Haz tu limonada —y se fue al salón.
Paula agachó la cabeza, quedándose desolada.
Ese hombre era increíble... atento, detallista, cariñoso...
¿Por qué todo es tan complicado?
Su corazón se estabilizó. Preparó una nueva limonada. Llenó dos vasos y se reunió con él. Le ofreció uno. Se acomodaron cada uno en un extremo del sofá.
—Ha estado tu padre esta tarde en mi despacho —le contó Pedro, serio, con los ojos en la limonada—. Me ha dicho que fue Ramiro quien escribió el mensaje anoche desde tu móvil.
Ella entreabrió la boca. ¿Su padre había hecho eso? Posó una mano en el pecho, emocionada. Sonrió. Parpadeó para mitigar las lágrimas, pero le resultó imposible frenarlas. Pedro se inclinó y le quitó el vaso. Los dejó en el suelo. La alzó en brazos para sentarla en su regazo y la envolvió con su cuerpo, acogedor, cálido, magnético.
Paula bajó los párpados y se recostó en él. A continuación, le relató todo lo acontecido en esa interminable semana.
—No quiero aquí ni la televisión ni ese mueble porque sé que no los quieres tú —anunció Pedro, firme y decidido—. No quiero nada que tú no quieras. Y mañana te compraré una esterilla —la besó en la cabeza—. Deberías replantearte cambiar la cerradura de casa. Y, dentro de un rato —la besó en la cabeza por segunda vez, de manera distraída—, revisaremos tu correo electrónico, crearás una cuenta nueva y escribirás un e-mail a tus alumnos. Seguirás con las clases, si eso es lo que quieres.
—¿Por qué dentro de un rato? —lo observó, extrañada.
Esos preciosos ojos del color de las castañas chispearon con diversión.
—Porque estoy muy a gusto ahora mismo y no me apetece moverme.
Ella se ruborizó y le sonrió con timidez. Se tumbaron con las piernas entrelazadas. Y se durmieron.
Cuando Paula se despertó, la luz portentosa del sol a través de las ventanas le indicó que se trataba de un nuevo día. Estiró los músculos.
Arrugó la frente. Estaba en su cama. No recordaba haber llegado ahí. Se levantó y atravesó los flecos. No había rastro de Pedro... Ni siquiera se había despedido de él... La angustia se apoderó de ella. Se preparó una infusión para relajarse.
De nada sirve lamentarse... Tienes que aceptar la realidad.
No obstante, al dar el primer sorbo, escuchó la cerradura de la puerta.
Suspiró, derrotada. Lo último que necesitaba era ver a Ramiro. Lo ignoró y se bebió la infusión, de espaldas a su novio.
—Te has adelantado —le dijo una voz masculina—. Traigo el desayuno.
Se le cayó la taza por la impresión. ¡No era Ramiro! Paula se giró, riéndose por la súbita alegría que sintió, y corrió hacia Pedro. Él sonrió y abrió los brazos. Ella se lanzó a ellos de un salto.
Qué bien huele...
—Buenísimos días a ti también, Pau—soltó una carcajada.
Paula lo miró de manera extasiada tanto por su atractivo como por verlo allí otra vez, en su casa... Le estampó un beso ruidoso en la mejilla que le hizo cosquillas. La bajó al suelo y le entregó una bolsa pequeña de papel marrón con bollos caseros en el interior.
—¡Me encantan los cruasanes!
—Me alegro. He acertado —le guiñó un ojo—. He estado en mi casa y de compras.
—¿De compras?
Se había cambiado de ropa: llevaba unos vaqueros negros y cortos hasta las rodillas, Converse negras de zapatilla, con los cordones flojos, y una camiseta gris, además de sus cabellos desaliñados. Y se acababa de duchar, pues su pelo estaba húmedo.
—Cierra los ojos —le pidió Pedro, sonriendo con travesura y metiendo una mano en la parte trasera del pantalón—. Y extiende las manos, juntas.
Paula soltó una carcajada por la ilusión de recibir un regalo suyo y obedeció más que encantada. Entonces, él le colocó algo poco pesado sobre las manos.
—Ya puedes abrirlos.
Era una caja rectangular envuelta en papel y con lazo azul celeste encima.
Ella sonrió y lo rompió.
—¡Ay, cielos! —se quedó estupefacta—. ¡Me has comprado un iPhone! — abrió la caja—. ¡Un iPhone rosa!
—La tarjeta con tu nuevo número ya está metida —le aclaró Pedro, con los pómulos teñidos de rubor—. Es para que hablemos tú y yo. Desde este teléfono, Ramiro no podrá controlarte y, siempre que quieras verme, nadie se enterará, a no ser que tú quieras contárselo a alguien —se revolvió los cabellos—. Lo puedes utilizar también para tus alumnos de yoga.
—No —avanzó lentamente, con el corazón suspendido y las lágrimas a un instante de derramarse—. Solo lo utilizaré para nosotros —se alzó de puntillas y lo besó de nuevo en la mejilla—. Eres mi héroe —se rio, avergonzada y dichosa al mismo tiempo. Y añadió en un susurro—: Eres increíble... —lo abrazó por la cintura—. Gracias, Doctor Pedro... Gracias...
Él la besó en la cabeza. Los dos temblaron. Y permanecieron en esa postura durante un par de minutos, incapaces de separarse.
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