sábado, 25 de enero de 2020

CAPITULO 107 (TERCERA HISTORIA)




Paula corrió y se metió en el servicio. Echó el pestillo. Se sentó en un rincón. Dobló las rodillas contra el pecho y se meció por las convulsiones que padecía. Comenzó a costarle respirar.


No, por favor... Otro ataque de ansiedad no... 


Por favor...


Apoyó las manos en su corazón y tomó aire, pero sus pulmones estaban comprimidos en dos puños. El pavor la paralizaba por segundos.


Entonces, Ramiro intentó abrir, pero no lo consiguió. Le oyó blasfemar y, de repente, de una patada, venció la puerta. Ella se cubrió con los brazos, pero ese desconocido la elevó en el aire.


—¡No! —chilló, muerta de miedo, pataleando—. ¡Suéltame!


—No, cariño —la cargó en su hombro—. Vas a darme lo que me pertenece. Te dije que necesitabas disciplina y estoy más que dispuesto a enseñarte modales, empezando por tus deberes de futura esposa.


—Por favor... —le suplicó.


La tiró a la cama. Paula lloraba de forma histérica. Cogió los cojines y se los lanzó, pero él los sorteó, riéndose como un chiflado mientras se deshacía del fajín del esmoquin y de los zapatos. Ella rodó por el colchón hasta un extremo para escapar, pero le atrapó un tobillo.


—¡No!


Ramiro le dio la vuelta y le rompió el albornoz al forcejear. Se tumbó encima, aplastándola. 


Apestaba a alcohol. Era mucho más fuerte que ella, pero eso no quitó que Paula luchase. En un momento, justo cuando él pretendía rasgarle el sujetador, lo abofeteó con rabia, arañándolo y cruzándole la cara.


El tiempo se congeló.


Ramiro la contempló con una ira atroz, sujetó sus muñecas por encima de su cabeza y la mordió en el escote con tal saña que ella gritó de dolor.


—¿Por qué... me haces... esto? —le preguntó, en llanto, muerta de miedo.


—Porque eres mi prometida. Y una prometida no se deja manosear por otro que no sea su novio.


—¡No te quiero! ¡No quiero casarme contigo! ¡Suéltame! ¡Vete! ¡Se lo diré a mi padre!


—No estoy haciendo nada malo —se carcajeó, agarrándole un seno sin ninguna delicadeza.


Ella se retorció, asqueada. Le sobrevinieron las náuseas.


—Por favor... Por favor... —le rogó—. Por favor...
Ramiro paró, aunque no la soltó.


—Esto te lo has buscado tú solita, cariño —le pellizcó el pecho con inquina.


—¡Ay!


—Y vamos a casarnos porque a los dos nos viene bien, Paula. ¿O quieres decepcionar a tus padres, esos padres, los tuyos, que permitieron que te marcharas de casa en cuanto murió tu hermana? Y no regresaste hasta dos años después. ¡Qué hija más buena! —ladeó la cabeza—. Muere Lucia y Paula abandona a su familia. ¿Y yo? —entornó los gélidos ojos—. Los consolé. Me tuvieron a mí. Ellos me adoran. Y no estoy haciendo nada que no sea normal en una pareja a punto de casarse —se inclinó y la olfateó.


No puede ser cierto... Esto no está pasando... 


Es una pesadilla...


Ramiro rasgó sus braguitas y empezó a desabrocharse el pantalón.


—Como sigas así, te va a doler mucho. Tranquilízate y prometo ser rápido. Te deseo desde hace mucho... —gruñó, colocándose entre sus piernas—. Esto es por tu culpa, jamás se te ocurra dudarlo, esto es por tu culpa...


Paula bajó los párpados y rezó.


Sin embargo, un golpe a lo lejos frenó a Ramiro. 


Ella solo fue consciente de que el peso que la aprisionaba a la cama desparecía. Se hizo un ovillo. Le palpitaba todo el cuerpo. No abrió los ojos.


Dejó de sentirse sucia, dejó de sentir que su piel ardía, dejó de sentir repulsión hacia sí misma. 


La oscuridad se apoderó de Paula.


Por fin, todo se ha terminado...




CAPITULO 106 (TERCERA HISTORIA)




Ella salió de la cocina, pero, en lugar de dirigirse a la carpa, se encerró en el baño. Se metió en uno de los reservados y echó el pestillo. Se sentó en la taza del váter, flexionando las piernas todo lo que el vestido le permitió. 


Se tapó la cara con las manos, ignorando el dolor de las heridas, y lloró.


Unos minutos más tarde, dos hombres entraron en el servicio dando un portazo.


—¡No lo soporto, joder!


Era Pedro.


—O te tranquilizas o te vas —exigió otro.


Daniel.


—No puedes seguir así —lo previno Daniel—. Es la fiesta de tu padre. Lo mejor será que te relajes o te marches a casa.


—¡No soporto que esté con él! ¡Pero ella no hace nada! —vociferaba.


—Te queda otra opción.


—¿Qué opción? —quiso saber Pedro, más calmado, aunque en un tono enrojecido.


—Olvidarte de ella.


A Paula se le paró el corazón.


—Es evidente que Paula no hará nada que perjudique a su familia — insistió Daniel—. Y si ya ha intentado una vez romper el compromiso y Anderson ha hecho como si nada, igual que ella, lo mejor es que te olvides de Paula.


Silencio.


—Tienes razón... —suspiró Pedro—. Tengo que olvidarme de ella. Esto ha sido un error desde el principio.


¿Error? Él se había enfadado las ocasiones en que Paula había dicho que lo suyo era un error, y ahora esa horrible palabra escapaba de la boca del propio Pedro...


Escuchó pasos alejarse y la puerta abrirse y cerrarse. Se habían ido. Pedro se había ido...


Paula se acercó al lavabo y se limpió el rostro, pero no podía dejar de llorar. Su cuerpo temblaba. Observó su reflejo en el espejo e inhaló aire.


Tenía que marcharse de allí. Sacó el móvil del bolso y telefoneó a una compañía de taxis para que la recogieran.


Cuando el taxista la llamó para avisarle de que la estaba esperando, un interminable rato después, salió del servicio y se despidió del mayordomo, que contempló su rápida fuga con una expresión de desconcierto.


Llegó a su casa. Dejó la llave puesta en la cerradura, por si a Ramiro se le ocurría aparecer. Se quitó el vestido y los tacones. 


Lanzó el bolso al suelo. En ropa interior, se tumbó en la cama, abrazó una almohada y se desahogó, al fin, a solas.


Una hora más tarde, a punto de ser atrapada por Morfeo del cansancio de tanto como había llorado, unos golpes la sobresaltaron. Corrió al baño y se ajustó el albornoz al cuerpo. Se acercó a la puerta principal. Más golpes. Se inclinó hacia la mirilla.


—¡Abre la jodida puerta! —gritó Ramiro—. ¡Sé que estás ahí!


—¡Vete!


—¡Abre la puta puerta, Paula, o la echo abajo!


—¿Qué son esos gritos? —preguntó la señora Robins, subiendo las escaleras.


Paula abrió con manos temblorosas. Lo último que necesitaba era tener audiencia.


Él entró, cerró con estruendo, giró la llave, la retiró y la arrojó al suelo, que se perdió debajo del sillón. Se quitó la chaqueta y la tiró al sofá. 


Se aflojó la pajarita y se desabotonó la camisa en el cuello.


—¿Qué quieres? —articuló ella en un hilo de voz, rodeándose a sí misma para mitigar los escalofríos, en vano.


—Espérame en la cama.


—No... —retrocedió, aterrorizada.


—Ve a la cama ahora, Paula —repitió, dirigiéndose a la cocina, donde buscó por los armarios y sacó la botella escondida de ron—. Tu madre me contó una vez que tu limonada es dulce porque lleva alcohol. Qué bien escondido lo tenías, ¿eh? Parece que el castigo aumenta... —sonrió, perverso —. A la cama. Ahora —señaló los flecos con la cabeza—. O te llevo yo, te doy a elegir —dio un largo trago a la botella.


Paula estaba suspendida, pero el timbre sonó.


—¿Paula, cariño? ¿Estás bien? —se preocupó Adela.


Ramiro acortó la distancia, le apretó el brazo y la pegó a su cuerpo.


—Una palabra en mi contra —la amenazó— y atente a las consecuencias, mi querida futura esposa.


—Estoy... —carraspeó ella—. Estoy bien, señora Robins.


—¿Seguro, cariño?


—Sí... Sí. Estoy bien. Gracias.


—De nada, Paula. Que descanses.


—Gracias, señora Robins. Buenas noches.


La anciana se fue por las escaleras, aunque murmurando incoherencias.


—A la cama —le repitió él, empujándola hacia el dormitorio—. Espérame allí. Antes me beberé esto. Gracias por ser tan considerada como para ofrecerme una copa, cariño —sonrió con una asquerosa lujuria desmedida, relamiéndose la boca.





CAPITULO 105 (TERCERA HISTORIA)





Paula rodeó la escalera y se adentró en la cocina. Había solo una doncella, las demás estaban en la carpa. Solicitó una pastilla para el supuesto dolor de cabeza. A continuación, se encaminó hacia la fiesta, con el medicamento en la mano por si Ramiro le exigía explicaciones, pero su novio salió de una sala justo enfrente de donde venía ella. Sus ojos azules eran gélidos, demasiado.


Paula frenó en seco.


—Venía de...


No pudo terminar la frase porque Ramiro la agarró del brazo y la metió en el servicio de malas maneras.


—Se te olvida la copa de champán, cariño —le dijo él, señalando la copa que había en el lavabo.


Ella retrocedió por instinto. La había pillado. Se le había olvidado el champán...


—Volvemos a las andadas, Paula.


—No... —carraspeó—. No sé a qué te refieres, Ramiro.


—¡No soy ningún gilipollas, joder! —explotó, alzando los brazos.


—Me dolía la cabeza y...


—Ya me tienes harto —la interrumpió. La sujetó por los hombros y la zarandeó. La pastilla acabó en el suelo—. Has vuelto a desobedecerme. Sabes que no me gusta que bebas alcohol, eso no lo hace una señorita de tu posición —y añadió como si lo escupiera—: mucho menos mi futura esposa. Y te dije que no te acercaras al médico. ¡De qué coño vas! —la soltó con brusquedad —. ¡Todo el mundo os ha visto salir de la carpa y no volver, joder!


Paula se tropezó con los pies, pero no llegó a caerse.


—¿Qué has estado haciendo aquí, Paula? ¡Dímelo! —vociferó como un chiflado.


Pero ella no respondió. Estaba asustada. Sus pies parecían haberse clavado en los azulejos de brillante mármol beis del suelo.


Ramiro acortó la distancia lentamente, amenazante. Entrecerró los párpados.


—Dime a la cara que te has dejado sobar por otro que no soy yo, Paula — la apuntó con el dedo índice—. A mí me niegas el sexo, me suplicaste a gritos el otro día que no te tocara. ¡A gritos, joder! Hace un rato gritabas también, pero de otra manera, ¿verdad? —sus fosas nasales aleteaban con furia—. ¿Qué tiene ese puto médico de mierda que no tengo yo? ¡¿Qué?! —inhaló aire y lo expulsó para serenarse. Se retocó el pelo engominado—. Ya me he hartado. Te lo dije en la fiesta del Club de Campo, pero como un auténtico imbécil — apretó los puños a ambos lados del cuerpo— te perdoné. Luego, me humillaste apareciendo en la cena con ese traje que parecía un camisón —hizo una mueca de repugnancia—. Nos casamos en dos meses, Paula, ¿y te atreves a
avergonzarme delante de seiscientas personas? Necesitas que te enseñen disciplina, y me encargaré de que así sea.


Paula ahogó un sollozo. Tenía que salir de allí. 


Retrocedió hacia la puerta.


—Llevo dos malditas semanas invitándote a cenar —prosiguió él, más calmado—. Te perdoné cuando tu madre me contó que me habías engañado con el médico —enumeró con los dedos—, perdoné que mantuvieras las clases de yoga, aun sabiendo que yo no quiero que trabajes en esa mierda, perdoné tu despiste con las invitaciones de la boda, perdoné que donaras la televisión y el mueble que, ¡encima!, te regalé yo, perdoné tu desobediencia... Te lo he perdonado todo, Paula, ¿y así me lo pagas?


No pienso disculparme. Esto se acabó.


—No quiero casarme contigo, Ramiro—procuró que, al hablar, no se le notase el repiqueteo de su cuerpo—. Te lo dije el otro día. No quiero. No te quiero —se corrigió—. No quiero seguir contigo. Se acabó.


—¿Sabes qué? —continuó, cogiendo la copa de champán—. Voy a ignorar tus palabras porque es evidente que es el alcohol el que habla.


—¡Eso no es cierto! —se indignó, más firme y decidida—. ¡No quiero casarme contigo! —gesticuló como una posesa—. ¡No te quiero! ¡Ni siquiera me gustas! ¡Eres un manipulador!


—Toma —le tendió la copa—. Bébetela, Paula. Te perdono.


—¡No te he pedido perdón! ¡No he hecho nada malo!


—Cógela —insistió Ramiro, rojo de ira, aunque empleando un tono bajo y carente de sentimientos.


Paula negó con la cabeza, deteniéndose a un metro de la puerta.


—¡Que la cojas, joder! —le colocó la copa en la mano y la apretó entre las suyas. Ella se estremeció—. Ahora te vas a beber el champán, porque yo lo digo y mi palabra es ley. Tú, en cambio, solo dices tonterías.


—No —intentó zafarse, pero él presionó con excesiva fuerza.


Entonces, sintió cómo su palma se abrasaba y sufría pinchazos. ¡¿Qué le pasaba?!


—¡Ay! —chilló de dolor, presa de las lágrimas—. ¡Me haces daño! ¡Suéltame!


Entonces, la puerta se abrió de golpe. Pedro Alfonso, quieto en el umbral, respiraba como un animal a punto de embestir. Su mirada era inhumana. A ella se le aflojaron las piernas.


—Suéltala —pronunció, con una frialdad espeluznante.


—Es una conversación privada entre mi prometida y yo —declaró Ramiro con acritud—. Nadie te ha dado vela. Lárgate.


—O la sueltas ahora mismo o te echo a patadas de aquí. Y me importa una mierda arruinar la fiesta de mi padre y que las seiscientas personas que están invitadas lo vean, además de los periodistas que todavía siguen fuera. Sería una buena imagen para tu reputación —su voz de helada calma erizó la piel de Paula.


Ramiro Anderson enderezó su cuerpo, la soltó y se marchó, empujándolos a los dos adrede. Ella se tambaleó y aterrizó en el suelo.


—¡Ay! —pero no se quejó por el golpe, sino por el susto.


Su héroe acudió al rescate.


—Abre la mano, Pau —le ordenó con suavidad, arrodillado a sus pies. Sonrió, procurando transmitir cariño, pero sus ojos aún eran los de un diablo —. Abre la mano, muñeca. Por favor.


—No puedo... Me duele mucho... —sorbió por la nariz.


Le dolía tanto la palma que no podía moverla. 


Las lágrimas se deslizaron por su rostro sin control y sin percatarse de ello. Él suspiró con fuerza y la tomó de la muñeca. Se la acarició. Después, extremadamente despacio, comenzó a desplegarle los dedos. Paula aulló, mordiéndose la lengua. De repente, le sobrevino un ataque de ansiedad al darse cuenta de que la copa se había hecho añicos en su mano y se le habían clavado los cristales. Su vestido se manchó de sangre.


—Mírame —sonrió Pedro con dulzura—. Respira hondo conmigo, ¿de acuerdo?


Ella imitó sus bocanadas largas y profundas de aire hasta que, poco a poco, comenzó a relajarse, pero el llanto silencioso no menguó.


—Ya está, muñeca. Ahora vamos a lavarte y, luego, a curarte.


Le había quitado los cristales mientras recuperaba el aliento. La alzó en brazos y la condujo a los lavabos, donde la sentó en una esquina. Le limpió la palma con agua y jabón debajo de un grifo. Paula gimió por el escozor.


—Tienes todavía algunos muy pequeños —anunció él, secándola con un pañuelo muy suave—. Hay que sacártelos con pinzas antes de curarte las heridas —la contempló, serio—. ¿Puedes andar? Estás temblando.


Paula asintió, pero, cuando la bajó al suelo, sus piernas cedieron y se sujetó a Pedro en un acto reflejo.


—¡Ay! —profirió al apoyar la mano en su pecho.


Él apretó la mandíbula, se estaba conteniendo y sus ojos aún seguían oscuros. Se agachó, la levantó en brazos otra vez y la llevó a la cocina. La acomodó sobre la encimera vacía que hacía de isla. No había nadie. Rebuscó por los armarios hasta sacar un botiquín. Depositó una servilleta de papel en la encimera, cogió unas pinzas y procedió a quitarle los diminutos cristales que magullaban su piel, dejándolos en la servilleta. A continuación, vertió un antiséptico en una gasa cuadrada y grande y la colocó en su palma. Ella dio un brinco.


—Está frío.


Pedro la vendó con la gasa puesta. La pericia y la rapidez fueron extraordinarias. Después, la depositó en el suelo y guardó el botiquín.


Pedro... —comenzó Paula, estirando la mano sana para tocarlo.


—Vuelve a la fiesta —la cortó, ofreciéndole la espalda.


—¿Qué te pasa? No he hecho nada...


—Ese es el problema —se giró y la enfrentó—. Nunca haces nada.


—Le he dicho a Ramiro que no...


—He escuchado parte de la discusión —la interrumpió—. El otro día le dijiste que no querías casarte, pero hoy apareces del brazo de él. Has vuelto a decirle que no quieres estar con él, pero ¿sabes qué va a pasar ahora? —se inclinó, cruzado de brazos—. Que vas a regresar a la fiesta, tu prometido te abrazará y te llamará cariño y tú aguantarás el tipo hasta que Anderson se quiera marchar. Y el círculo se repite, porque esto —rechinó los dientes— es un jodido círculo hasta que tú te impongas.


—Y, ¿qué quieres que haga? —utilizó un tono demasiado agudo.


—Hablar con tus padres, en especial con tu madre. Pedirles ayuda para que Anderson te deje en paz, porque eso es lo que quieres, ¿no? —entornó la mirada, receloso.


Ella no respondió y él resopló, revolviéndose los cabellos con saña.


—¡También he oído que intentó acostarse contigo y que tú le gritaste para que no te tocara! —estalló Pedro—. ¡¿Cuántas veces más lo ha hecho?!


—¡Pedro! —pronunciaron varias voces masculinas a su espalda.


Ambos miraron hacia la puerta. Eran Mauricio, Lucas y Daniel.


—Se os escucha desde el salón —dijo Dani, que se acercó a Paula e inspeccionó el vendaje—. ¿Qué ha pasado?


—Se me rompió una copa —respondió ella, en un tono apenas audible y con el corazón tan acelerado que temió sufrir un ataque.


—¡Joder! —rugió Pedro—. ¡El cabrón de Anderson le ha reventado una copa en la mano, que es bien distinto!


—Cálmate —le ordenó Lucas, frunciendo el ceño—. Así no vas a solucionar nada.


—¿Cuánto más, Paula? —continuó él, ignorando a sus amigos—. ¿Cuánto más vas a seguir mintiendo sobre Ramiro? ¡Cuánto, joder!


—¡Nadie tiene por qué saberlo! —se desesperó ella, soltándose de Daniel.


—¿Saber el qué? —inquirió Pedro, avanzando intimidante—. ¿Saber que dentro de dos meses te casas con él, pero le permites a otro hombre que te toque? ¿Saber que no soportas acostarte con tu prometido, pero en cambio sí tienes un amante? ¿Saber eso? Pues, por mí, ¡que lo sepa todo el mundo, joder!


Paula se cubrió la boca con la mano sana. 


Retrocedió. Jamás lo había visto así... Y ella, solo ella, había provocado el dolor que él transmitía, y lo sabía.


—Exacto —recalcó Pedro, riéndose sin humor—. Huye, Paula. Corre. No haces otra cosa que huir de la verdad y de tu vida.


—¡Eso no es cierto!


—¡Lo es! —acortó la distancia y la sujetó de los brazos—. En la fiesta del Club de Campo te arrastró hasta el hotel después del partido de polo delante de todos. Dime ahora mismo qué pasó en la habitación. ¿Qué te hizo? ¿Qué te
dijo? —la zarandeó.


Paula tragó, aterrada por la reacción que pudiera tener Pedro si se lo contaba. Negó con la cabeza.


—Dímelo. Ahora. Mismo. Paula.


Ella tragó de nuevo, hundió los hombros, empequeñeciéndose en su presencia, pero también se sintió extrañamente protegida.


—No me hizo nada, pero me dijo que estaba harto de que le rechazara... — se detuvo, avergonzada, y dirigió los ojos al suelo.


—No. Mírame a la cara y cuéntamelo —le pidió con voz aterciopelada y ronca.


Paula observó su semblante cruzado por la determinación.


—Me dijo que me fuera a casa y que lo esperara despierto porque... —no pudo seguir hablando porque el grueso nudo de la garganta se lo impidió.


La expresión de Pedro cambió por completo al adivinar el resto de la historia. Ya no estaba enfadado, ahora estaba angustiado y no lo disimulaba.


—¿Lo hizo?


Ella negó con la cabeza otra vez y contestó:
—Mis padres vinieron a buscarme al día siguiente y me dijeron que Ramiro los había llamado, que estaba preocupado porque había estado en la puerta y yo no le había abierto y tampoco le había devuelto las llamadas.


Él se alejó de ella, rumiando incoherencias y tirándose de los mechones.


—Pero no tenía ninguna llamada —insistió Paula, que intentó agarrarlo—. Mintió.


—No me toques ahora, Paula.


—Doctor Pedro... —emitió un sollozo involuntario.


—No —respiraba de forma frenética, caminando por el espacio sin rumbo —. Vuelve a la fiesta, Paula. Ahora.