sábado, 25 de enero de 2020

CAPITULO 106 (TERCERA HISTORIA)




Ella salió de la cocina, pero, en lugar de dirigirse a la carpa, se encerró en el baño. Se metió en uno de los reservados y echó el pestillo. Se sentó en la taza del váter, flexionando las piernas todo lo que el vestido le permitió. 


Se tapó la cara con las manos, ignorando el dolor de las heridas, y lloró.


Unos minutos más tarde, dos hombres entraron en el servicio dando un portazo.


—¡No lo soporto, joder!


Era Pedro.


—O te tranquilizas o te vas —exigió otro.


Daniel.


—No puedes seguir así —lo previno Daniel—. Es la fiesta de tu padre. Lo mejor será que te relajes o te marches a casa.


—¡No soporto que esté con él! ¡Pero ella no hace nada! —vociferaba.


—Te queda otra opción.


—¿Qué opción? —quiso saber Pedro, más calmado, aunque en un tono enrojecido.


—Olvidarte de ella.


A Paula se le paró el corazón.


—Es evidente que Paula no hará nada que perjudique a su familia — insistió Daniel—. Y si ya ha intentado una vez romper el compromiso y Anderson ha hecho como si nada, igual que ella, lo mejor es que te olvides de Paula.


Silencio.


—Tienes razón... —suspiró Pedro—. Tengo que olvidarme de ella. Esto ha sido un error desde el principio.


¿Error? Él se había enfadado las ocasiones en que Paula había dicho que lo suyo era un error, y ahora esa horrible palabra escapaba de la boca del propio Pedro...


Escuchó pasos alejarse y la puerta abrirse y cerrarse. Se habían ido. Pedro se había ido...


Paula se acercó al lavabo y se limpió el rostro, pero no podía dejar de llorar. Su cuerpo temblaba. Observó su reflejo en el espejo e inhaló aire.


Tenía que marcharse de allí. Sacó el móvil del bolso y telefoneó a una compañía de taxis para que la recogieran.


Cuando el taxista la llamó para avisarle de que la estaba esperando, un interminable rato después, salió del servicio y se despidió del mayordomo, que contempló su rápida fuga con una expresión de desconcierto.


Llegó a su casa. Dejó la llave puesta en la cerradura, por si a Ramiro se le ocurría aparecer. Se quitó el vestido y los tacones. 


Lanzó el bolso al suelo. En ropa interior, se tumbó en la cama, abrazó una almohada y se desahogó, al fin, a solas.


Una hora más tarde, a punto de ser atrapada por Morfeo del cansancio de tanto como había llorado, unos golpes la sobresaltaron. Corrió al baño y se ajustó el albornoz al cuerpo. Se acercó a la puerta principal. Más golpes. Se inclinó hacia la mirilla.


—¡Abre la jodida puerta! —gritó Ramiro—. ¡Sé que estás ahí!


—¡Vete!


—¡Abre la puta puerta, Paula, o la echo abajo!


—¿Qué son esos gritos? —preguntó la señora Robins, subiendo las escaleras.


Paula abrió con manos temblorosas. Lo último que necesitaba era tener audiencia.


Él entró, cerró con estruendo, giró la llave, la retiró y la arrojó al suelo, que se perdió debajo del sillón. Se quitó la chaqueta y la tiró al sofá. 


Se aflojó la pajarita y se desabotonó la camisa en el cuello.


—¿Qué quieres? —articuló ella en un hilo de voz, rodeándose a sí misma para mitigar los escalofríos, en vano.


—Espérame en la cama.


—No... —retrocedió, aterrorizada.


—Ve a la cama ahora, Paula —repitió, dirigiéndose a la cocina, donde buscó por los armarios y sacó la botella escondida de ron—. Tu madre me contó una vez que tu limonada es dulce porque lleva alcohol. Qué bien escondido lo tenías, ¿eh? Parece que el castigo aumenta... —sonrió, perverso —. A la cama. Ahora —señaló los flecos con la cabeza—. O te llevo yo, te doy a elegir —dio un largo trago a la botella.


Paula estaba suspendida, pero el timbre sonó.


—¿Paula, cariño? ¿Estás bien? —se preocupó Adela.


Ramiro acortó la distancia, le apretó el brazo y la pegó a su cuerpo.


—Una palabra en mi contra —la amenazó— y atente a las consecuencias, mi querida futura esposa.


—Estoy... —carraspeó ella—. Estoy bien, señora Robins.


—¿Seguro, cariño?


—Sí... Sí. Estoy bien. Gracias.


—De nada, Paula. Que descanses.


—Gracias, señora Robins. Buenas noches.


La anciana se fue por las escaleras, aunque murmurando incoherencias.


—A la cama —le repitió él, empujándola hacia el dormitorio—. Espérame allí. Antes me beberé esto. Gracias por ser tan considerada como para ofrecerme una copa, cariño —sonrió con una asquerosa lujuria desmedida, relamiéndose la boca.





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