martes, 26 de noviembre de 2019
CAPITULO 87 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula acercó los labios a su cuello y lo besó con la punta de la lengua. Pedro jadeó, bajando los párpados. Las rodillas se le doblaron, pero consiguió mantenerse en pie. Ella apoyó las manos en sus pectorales y comenzó un reguero de besos por su mandíbula, descendió a la clavícula y subió a la oreja, a la que dedicó vehementes atenciones como si se tratase de una gran golosina... La sensación era increíble...
Un hormigueo recorrió su piel, perdió el equilibrio y cayó sentado al chaise longue. Abrió los ojos de golpe y los desorbitó al instante al descubrir cómo Paula, sonriendo, agarraba el extremo de la toalla para soltarla.
—Joder...
Estaba completamente desnuda, erguida, orgullosa, segura de sí misma, decidida y con una sonrisa tan seductora que se le doblaron los brazos, quedando recostado sobre los codos. Se humedeció la boca, analizando su memorable cuerpo. La erección sobresalió por la cremallera abierta de los pantalones, que no se había abrochado. Paralizado, no podía apartar la mirada de sus curvas...
Ella hundió una rodilla en el sofá, entre las suyas, y se agachó, obligándolo a tumbarse.
Después, posó la boca en su pecho. Sus labios y su lengua recorrieron su torso, su abdomen y su vientre, arriba y abajo... abajo y arriba... mientras Pedro intentaba respirar con normalidad. Imposible. Contraía los músculos que Paula iba lamiendo... Y, encima, gemía... agitándose sobre él como una gatita que ronroneaba buscando el placer, pero sin llegar a tocarlo con las manos.
Pedro resopló al fijarse en su trasero, balanceándose de un lado a otro, hipnotizándolo como un péndulo. Se preguntó qué demonios había hecho para haberse casado con tal mujer. No halló respuestas, ni las quería... Y no cerró los ojos, a pesar de que le pesaban los párpados una barbaridad. Luchó porque necesitaba verla, necesitaba grabar esa imagen, necesitaba...
Entonces, Paula alcanzó los vaqueros, lo miró un segundo a los ojos, sonrojada, y se los quitó con su ayuda, junto con los boxer. Ella contempló su desnudez y comenzó a tirarse de la oreja izquierda en un acto inconsciente.
Pedro sintió que el corazón le explotaba por aquel gesto tan adorable... Levantó una mano y atrapó la suya, parando su nerviosismo.
—No tienes que hacerlo —le susurró él, ronco, sonriendo con ternura.
—Yo quiero... pero... yo no... —titubeó la joven, abochornada.
Pedro se incorporó y la acomodó en su regazo a horcajadas. La besó en la frente de manera prolongada, dulce y casta. La abrazó. Le acarició la espalda.
La besó en el cuello. La rigidez de Paula fue desvaneciéndose y exhaló un gemido agudo como respuesta a cada beso, más y más jugoso a cada segundo...
La sujetó de la nuca y se apoderó de sus labios, enredándolos, succionándolos, devastándolos...
Ella volvió a gemir y abrió la boca, dándole pleno acceso a su lengua, que él embistió de forma pausada, tomándose su tiempo, catándola...
Paula osciló sobre sus caderas al mismo ritmo. Pedro gruñó, pero no aceleró, sino que la saboreó, mimándola con las manos en los costados, en la cintura, en las caderas, en las nalgas...
Él se recostó y la arrastró consigo, quedando tumbada sobre su cuerpo, que ardía a un nivel indescriptible. Y, cuando dirigió las manos a su trasero... se descontroló... La besó con ansia, entre jadeos, retirando la lengua enseguida para volverla tan loca como lo estaba el propio Pedro.
Sin embargo, Paula lo sujetó con fuerza de la cabeza. Él protestó.
—Qué impaciente, rubia... —le susurró él, azotándole una nalga.
—Pedro... —articuló en un resuello—. Quiero que seas un bruto...
Él rugió y apresó su boca de nuevo, aplastándole el trasero. Rodó en el sofá, sin soltarla, besándola sin descanso, para dejarla debajo de su cuerpo, alzó una pierna de ella a su cadera y la penetró con ímpetu.
—Así, soldado... —echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos—. Así... Así me gusta... mucho...
—Tú me gustas más, muchísimo más...
Entrelazaron las manos por encima de la cabeza de Paula y se besaron con delirio, uniéndose sus cuerpos a mitad de camino con embestidas poderosas...
Pedro la penetraba con fuerza... Ella respondía con fuerza... Era maravillosa...
Lo tenía fascinado.
—No puedo... más... —suplicó Paula, arqueándose, ofreciéndole los senos sin pretenderlo.
Pedro le apretó las manos y descendió hacia su pecho.
—Solo conmigo...
Y fallecieron a la vez...
CAPITULO 86 (SEGUNDA HISTORIA)
Cenaron en un silencio muy tenso e incómodo.
Él apenas contestaba con monosílabos y ella parecía consternada.
En el postre, Paula se retiró al baño. Sin embargo, a los cinco minutos, Pedro decidió ir a buscarla. Entró en el servicio de mujeres, a pesar de que había dos retocándose el maquillaje.
—¿Rubia?
—¿Pedro?
Caminó, decidido, hasta el segundo y último escusado. Empujó la puerta con suavidad y la descubrió sentada en la tapa, cubriéndose la cabeza con las manos.
—¿Estás bien? —se preocupó él, arrodillándose, alarmado por su extrema palidez.
—Algo me ha sentado mal... Y la cabeza me va a estallar...
—Espera —se levantó y mojó una toalla con agua—. La cabeza hacia atrás —le ordenó, en voz baja. Comprobó su pulso: muy débil—. Cierra los ojos. Respira hondo —le pasó el paño por la frente y la nuca—. Nos vamos a casa. ¿Puedes andar?
La ayudó a ponerse en pie. Sin embargo, el rostro de Paula se tornó verde, se agachó con torpeza y vomitó. Pedro le sostuvo el pelo en alto para que no se manchara. Arrugó la frente.
—¿Y si estás embarazada? La píldora puede fallar —le dijo él con dulzura, limpiándole la cara con la toalla.
—Tuve el periodo la semana pasada. Todo normal.
—Te has pegado una buena paliza desde que empezaste a trabajar — comentó Pedro, entrelazando una mano con la suya—. El turno de noche no es bueno. Y todavía no hemos tenido una semana relajada desde que llegaste de Europa. Tu cuerpo no puede más.
—En Los Hamptons, sí —sonrió, con la mirada alicaída.
—En Los Hamptons, fui un imbécil que te abandonó casi todos los días — gruñó—, así que no cuenta.
—Pedro... —se dejó caer en su hombro—. Lo siento, pero... —gimoteó, incómoda.
Él la abrazó por los hombros y cogió los abrigos.
Se despidieron de Francesca, quien los acompañó al coche y besó a Paula con infinito amor.
Cuando aparcaron en el garaje de casa, la tomó en brazos medio adormilada.
—Gracias, soldado... —musitó ella, recostada en su pecho.
La depositó en la cama con sumo cuidado. La desnudó, le colocó el camisón, la metió entre las sábanas y la arropó. Después, en calzoncillos, se tumbó a su lado, abrazándola por la cintura.
La contempló largo rato. Se sentía extraño, desvelado. Odió verla enferma y no poder hacer nada para curarla, excepto esperar a que despertara y se encontrase mejor.
Pedro abrió los ojos casi al mediodía, solo en el lecho. Prácticamente, corrió hacia el servicio. Su mujer estaba en la bañera cubierta de espuma. Se acercó y se sentó en el suelo, con un brazo apoyado en el mármol.
—Estás mejor —afirmó él, respirando con un alivio impresionante. Se pasó las manos por la cabeza—. ¿Tienes hambre? ¿Necesitas algo?
Ella alzó una mano y sopló espuma en su dirección. Pedro dio un respingo y se fue a la habitación. La preocupación aún pinchaba sus entrañas.
—¿Pedro?
Pero él no respondió. Se ajustó los vaqueros de la noche anterior que estaban tirados en el suelo. Se frotó la cara. Se estaba asfixiando...
Su estómago se cerró en un nudo tirante y su corazón comenzó a bombear con excesiva rapidez. De repente, unos brazos delicados y húmedos envolvieron su cintura. Pedro se sobresaltó al apreciar el cuerpo de su mujer, oculto por la toalla, pegarse a su espalda.
—¿Qué sucede? —le susurró Paula.
—No me gustó que enfermaras anoche.
—Siento mucho haber estropeado la cita —se apartó y se situó frente a él, cabizbaja.
Pedro frunció el ceño. La sujetó por los hombros.
—¿Crees que eso me importa? —inquirió, molesto—. Mírame.
—Pedro, yo...
—¡No! —tiró y la abrazó con fuerza—. No te vuelvas a poner mala. ¡Te lo prohibo! Es una norma más añadida a la lista.
Paula se rio, se alzó de puntillas y lo besó en los labios.
—Gracias por cuidarme, soldado.
—No he hecho nada —sus pómulos ardieron.
—Se nos estropeó la cita —sonrió—. Siempre podemos repetir.
—¿Quieres otra cita? —le retiró los mechones del rostro con dedos temblorosos.
—Quiero muchas citas.
Él se inclinó y capturó su boca. Ella gimió, fundiéndose entre sus brazos.
—Pedro... Quiero terminar ahora la cita de ayer... en la cama...
Joder...
CAPITULO 85 (SEGUNDA HISTORIA)
El restaurante era pequeño. A través de los dos grandes ventanales en la fachada, a ambos lados de la puerta de madera, contó quince mesas cuadradas, con manteles a cuadros verdes y blancos, de cuatro comensales cada una.
Quedaban dos libres. Detrás de las mesas, a la izquierda, había una cristalera, por donde se podía ver cómo cocinaban, y, a la derecha, una cortina corrida de color verde oscuro.
—¡Luigi, Paula está aquí! —gritó una mujer mayor, con acento italiano, corriendo hacia ellos en cuanto entraron—. ¡Mi niña! —abrazó a Paula.
La anciana tenía la piel de un tono aceitunado, las caderas anchas, una nariz prominente y los ojos negros, como su atuendo sobrio y de luto; un mandil a juego con los manteles se anudaba a su cintura; su semblante alegre y emocionado revelaba una dulzura que contrastaba con sus facciones, en exceso fuertes para tratarse de una mujer, una combinación que resultaba fascinante.
—¡Francesca! —saludó ella, con una sonrisa radiante.
Francesca observó a Pedro con una mirada inquisidora. Lo analizó de los pies a la cabeza. Después, dibujó una gran sonrisa en su arrugado rostro.
—Tienes muy buen gusto, niña. Es muy guapo tu acompañante.
—Es mi marido —anunció Paula—. Francesca, te presento a Pedro Alfonso.
—¡Marido! —se cubrió la boca con las manos—. ¡Luigi, que la niña se nos ha casado! —y añadió, dirigiéndose a Pedro—: Es un placer, muchacho.
—El placer es mío —convino él, tomándola de la mano para besarle los nudillos.
La anciana se rio con coquetería, un gesto que le encantó.
El local olía a salsa de tomate y a una mezcla de diferentes quesos que hizo rugir su estómago.
Salió un hombre de la cocina, delgado y alto, pero no tanto como Pedro; tenía el pelo negro como el carbón y canas en las sienes, además de una mirada autoritaria; la nariz era la misma que la de Francesca, por lo que dedujo que se trataba de su hijo, Luigi. A medida que se acercaba, el hombre se erguía más y enarcaba una ceja sin apartar los ojos de Pedro, con quien
parecía querer batirse en duelo. Él sostuvo aquella mirada, frunciendo el ceño, sin amilanarse. Su interior se revolvió. No había duda: Luigi era más que el antiguo jefe de su mujer, era como un padre, uno de verdad, no Antonio Chaves.
—Doctor Pedro Alfonso, supongo —lo saludó el dueño del restaurante, extendiendo una mano. Su acento italiano apenas se notaba—. Soy Luigi Bassi.
Los dos se apretaron, midiendo su fuerza.
—Luigi, por favor... —lo avisó Paula, abochornada.
El hombre se soltó.
—Mi pequeña —la abrazó con cariño—. He tenido que enterarme por la prensa de que te habías casado —la reprendió con severidad—. Y nada menos que con el padre de tu hijo —observó a Pedro con desagrado.
—Lo siento, Luigi —se disculpó ella, con pesar—. Todo fue muy rápido y...
—No te justifiques conmigo, pequeña —la besó en la mejilla y la condujo hacia una mesa.
Pedro los siguió, enfadado. Lo que prometía ser una noche memorable acababa de torcerse...
¿Qué problema tenía el italiano?
El local resultaba acogedor y la luz era la justa para favorecer la intimidad.
Había una lamparita en cada mesa y otras, repartidas por las paredes. Se acomodaron pegados al ventanal derecho, en una esquina. Él le retiró la silla a su mujer, que le sonrió tímidamente, y se sentó a su izquierda. Dejaron los abrigos en una tercera silla.
—Me gustaría enseñar el restaurante a tu marido, ¿te importa, pequeña? — le preguntó Luigi a Paula.
—Claro. Aquí os espero.
—¿Doctor Alfonso? —el hombre sonrió sin humor.
—Solo Pedro —contestó él con sequedad, poniéndose en pie.
Traspasaron la cortina y entraron en el área de descanso de los empleados, donde estaba, en efecto, el billar. El italiano se detuvo, se giró y lo apuntó con el dedo índice.
—Si vuelves a hacer daño a Paula, tú y yo tendremos más que palabras. No me fío un pelo de ti, doctor Alfonso.
—¿Para esto quería enseñarme el restaurante? —se cruzó de brazos.
—Paula es como una hija para mí —avanzó—. La abandonaste estando embarazada. Te desentendiste del bebé. Eso no lo hace un hombre —escupió.
—¡Luigi! —lo reprendió Francesca, que se unió a ellos con el semblante cruzado por el enfado—. Deja en paz al chico. No eres nadie para inmiscuirte.
—¡Por supuesto que lo soy, madre! —se quejó el italiano, gesticulando con las manos—. Paula es mi pequeña y no permitiré que cometa el error de estar con él.
—Pues ya es un poco tarde, ¿no crees? —rebatió la anciana con los puños en la cintura—. Ha sido su decisión casarse con Pedro, respétala o tendrás un problema con Paula.
—Yo no me desentendí del bebé —les aclaró Pedro, rechinando los dientes —. No sabía que estaba embarazada cuando se marchó a Europa.
—Pero Paula nos dijo... —comenzó el italiano, pero se detuvo. Chasqueó la lengua—. En cualquier caso, no me caes bien. Eres un mujeriego. No me gustas.
—Tú a mí, tampoco.
—Basta, los dos —los cortó Francesca—. Ve con Paula, Pedro —y añadió a su hijo—: A la cocina, Luigi, pero ya.
Los dos hombres obedecieron a regañadientes, irradiando chispas venenosas por los ojos. Pedro necesitó respirar hondo antes de sentarse, pero no se calmó.
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