domingo, 20 de octubre de 2019

CAPITULO 138 (PRIMERA HISTORIA)




—Buenas noches, soy Callem King —se presentó el policía.


Acababan de llegar al apartamento. Encontraron a Manuel y a Bruno con Ernesto y el señor King en el salón.


Callem era un hombre fornido, de baja estatura, pelo oscuro, ojos negros, y rostro duro y salvaje marcado por cicatrices: tenía una ceja partida y algunas deformaciones en la mejilla derecha. Vestía por completo de negro. Su voz, además, estaba castigada por el tabaco, un horrible olor que se impregnó en la casa y que mareó a Paula. Pedro lo notó y la abrazó por los hombros desde atrás, reconfortándola, pero ella se soltó y corrió al baño; las náuseas se apoderaron de su estómago, y vomitó.


Alguien le retiró el pelo de la cara para que no se lo ensuciara. Se encontraba tan mal que no se molestó en echarlo del servicio, a pesar de lo
humillante de la situación. Tembló por el esfuerzo. Cuando levantó la mirada, se topó con una dulce sonrisa que la derritió.


—¿Más secretos? —le preguntó su novio, limpiándole el sudor con una toalla pequeña que había mojado en agua.


El corazón de Paula explotó. Las lágrimas inundaron su rostro.


Pedro, yo... —se arrojó a su cuello.


—Tranquila, nena, no pasa nada —la abrazó al instante.


—¡Sí pasa! —gritó entre hipos—. ¡Se me olvidó! ¡Lo siento!


—¿Qué se te olvidó? —se preocupó él, cogiéndola por la nuca, obligándola a mirarlo.


—La píldora... Con el accidente, se me olvidó tomármela... —agachó la cabeza.


—Pues me alegro —sonrió—, no te imaginas cuánto... —le secó las lágrimas con los pulgares—. Pero tengo que regañarte —fingió enfadarse.


Ella contuvo el aliento.


—Paula, soy médico —le recordó Pedro, con las cejas arqueadas—, hace semanas que sé que estás embarazada. ¿Por qué no me lo has dicho? —le rozó las mejillas con los nudillos—. ¿Tan ogro me ves?


—No, Pedro, es que... —se retorció los dedos en el regazo—. Es que es muy pronto... No quería que te sintieras forzado a... quedarte conmigo... si había un bebé... Fue un descuido, no lo hice adrede... Yo...


—Mi mujer —la cortó, enfatizando el posesivo— lleva a mi bebé en su vientre... —posó la mano en su estómago—, solo por eso... —se le quebró la voz—, ya soy el hombre más feliz del mundo. Nunca dudes de cuánto te amo, ni de lo importante que eres para mí. Nunca.


Pedro... Ya no hay más secretos, te lo prometo.


Sí, esto es real... Ya no es un sueño. Él es real. 


Él es mío... para siempre...


Él sonrió, deslumbrante. El corazón de Pau hacía rato que había colapsado. Se contemplaron un mágico momento, ambos llorando y sonriendo a la par. Iban a ser padres...


—Mañana, iremos a ver al doctor Rice, ¿de acuerdo? —le dijo él, ayudándola a incorporarse.


—¿Cuándo vas a volver a trabajar? —se interesó Paula, preparándose el cepillo de dientes para lavarse la boca.


—Hasta que lo de Georgia no se solucione, no iré al hospital —se apoyó en el mármol, a su lado—. Hablé con Jorge. No se lo conté, cuanta menos gente lo sepa, mejor, pero sí le comenté que había cierto asunto importante que resolver relacionado contigo. Estuvo conforme. Solo tengo que avisarle de cuándo me incorporaré.


Ella se enjuagó.


—¿Hablaste ya con tu abuela por lo de mudarte aquí o buscar una casa? — quiso saber él, nervioso.


—Sí —asintió—, me dijo que, seguramente, alquile el piso, y que ya es hora de que yo haga mi vida —sonrió— y que ahora le toca cuidar de mi padre, no de mí.


—¿Y dónde quieres vivir? —la rodeó por la cintura, atrayéndola hacia él —. ¿Un ático enorme, un apartamento pequeñito, una casita con jardín...?


—Me gusta aquí, pero, a lo mejor, tus hermanos no quieren porque el bebé llorará y...


Pedro la silenció con un beso.


—Hablaremos con ellos. Vamos ahora con el policía.


Regresaron al salón.


—Encontré a John White —anunció Callem, sonriendo—. Tenías razón, Pedro, John White es un nombre falso que responde a Justin Osborn, el antiguo socio de Eduardo Graham y actual amante de Georgia Graham.


Los presentes desencajaron la mandíbula.


—Hemos rastreado la llamada que John White, Justin Osborn, hizo para alquilar el coche que te atropelló. Se hizo desde una propiedad en Los Hamptons a nombre de Georgia Ruth Watkins, el nombre de soltera de Georgia Graham. También, tengo fotos comprometedoras de los amantes y todos los datos de los robos a la empresa y de las compras que realizó Osborn. Los chavales que os empujaron y, posteriormente, os atropellaron ya están en la cárcel por asesinato en grado de tentativa, además de otros hurtos de los que se los acusa. Sin embargo, falta lo fundamental.


—La confesión de Georgia —pronosticó Paula.


—Los atraparemos por el desvío de fondos de la empresa de Eduardo Graham, por eso, les caerán varios años, pero necesitamos la confesión del intento de asesinato. No quiero acudir a mi jefe hasta tenerlo todo.


Se quedaron en silencio.


—Tengo una idea —dijo ella—, aunque no os va a gustar...


Les contó lo que había pensado.


Pedro se negó.


—En realidad, es una idea perfecta —señaló Ernesto—. Te entiendo, Pedroa mí no me haría gracia que mi novia se expusiera como pretende hacer Paula, pero si no tienes algo mejor...


Pau se levantó del sofá y avanzó hacia su novio. Entrelazó las manos con las suyas.


—Me pides mucho, Paula —se quejó, frunciendo el ceño.


—Lo sé —asintió—. Si no quieres, no se hará.


Pedro le besó los nudillos y respiró hondo.


—De acuerdo. Lo haremos.


Todos aplaudieron.




CAPITULO 137 (PRIMERA HISTORIA)




A la mañana siguiente, decidieron contarle a Catalina y a Samuel la verdadera historia de Georgia, los secretos que esa arpía guardaba con candados.


—Hay que hablar con Eduardo —sentenció su padre, caminando por el salón, pensativo.


—Y denunciar a Georgia —convino su madre, furiosa.


—No hay pruebas. El policía sigue buscando a John Smith —les informó Paula, acomodada en un sillón de orejas, con la pierna en alto; se la notaba rígida por la carrera de la noche anterior.


—Pues movilizaré mis contactos para buscar al socio de Eduardo — concluyó Samuel—. Eduardo debe saberlo.


—¿No crees que lo sabe ya? —le preguntó su esposa, entrecerrando la mirada—. Tú conoces a Eduardo, Samuel, ¿su empresa quiebra y no investiga a qué es debido? Tiene más contactos que tú.


—¿Por qué callaría, entonces? —quiso saber Pedro, también de pie—. ¿Y si Georgia lo amenazó?


Samuel sacó el móvil del bolsillo interior de la chaqueta y telefoneó a su amigo.


Era domingo, nadie trabajaba, por lo que el señor Graham se presentó en la mansión una hora más tarde, con pantalones de pinzas, camisa y jersey. Traía una bolsa consigo.


—No sé cómo disculparme —dijo Eduardo, nada más entrar en la estancia, abatido, entristecido y avergonzado. La sinceridad de su semblante así lo demostraba—. Paula... No tengo palabras. De verdad que siento mucho lo que hizo Georgia —se acercó y la tomó de las manos—. No sé de dónde sacó esa información, y mucho menos tenía idea de sus planes —respiró hondo y observó a los presentes—. He dormido en un hotel. Le pedí anoche el divorcio. Ya no aguanto más... —se desplomó en un sofá.


—Eduardo, hay algo que tienes que saber...


Le relataron la investigación de Ernesto y del policía, sin ocultar un solo detalle, por muy pequeño que fuera.


Y Eduardo... Eduardo Graham comenzó a encontrarse mal... Se mareó y palideció. Pedro acudió de inmediato en su auxilio, al igual que sus padres.


Eduardo respiraba con grave dificultad, se estaba ahogando.


—Me duele... el brazo... —articuló el señor Graham—. El... pecho...


—Llama a una ambulancia, Paula, rápido —le ordenó Pedro a su novia, recostando al hombre en el suelo en posición fetal.


La ambulancia se llevó a Eduardo al hospital con un cuadro de arritmia.


Catalina, Samuel y la joven pareja les siguieron en el coche.


Al final del día, Eduardo estaba recuperándose muy bien, aunque permaneció esa noche ingresado por precaución. Avisaron a Alejandra, que no se separó de su padre un solo minuto. No hablaron con la decoradora, ni siquiera le dirigieron un escueto saludo. Alejandra también los ignoró. Y Georgia estaba desaparecida, Pedro no supo si interpretarlo para bien o para mal...




CAPITULO 136 (PRIMERA HISTORIA)




Sara y Carlos los dejaron solos.


—¿Cómo sabías dónde estaba? —quiso saber Paula.


—Pensé que el haber desempolvado el pasado habría removido tus fantasmas. Estabas tan asustada... Cuando saliste a la calle y te montaste en el taxi... —la apretó un instante—. Tuve tanto miedo de perderte... Más que con el atropello, te lo aseguro... Fue mi padre quien dijo que estabas escondida y que, pronto, aparecerías. Recordé lo que hacía tu madre contigo y creí que habrías vuelto a tu habitación —añadió con rudeza—. Al verte aquí... —se mordió la lengua.


—Solo tú me has encontrado, Pedro... Me salvaste el día que te tiré el chocolate —suspiró, serena, aliviada.


—No habrá más secretos entre nosotros —le peinó los cabellos con los dedos—. Estoy harto...


—Todavía queda uno —se ruborizó, entrelazando las manos a la espalda y balanceándose sobre sus pies, atacada de los nervios—, pero tendrás que esperar unos días.


—Espero que sea el último secretito —gruñó Pedro, tomándola de la mano y tirando para salir de la casa—. No he conocido mujer más misteriosa que tú, joder.


—Esa boca, doctor Alfonso —se carcajeó ella.


Pedro se contagió de su felicidad, la alzó en el aire y la llevó al exterior.


Entonces, la bajó a la acera e, inmediatamente, Paula recibió un abrazo tras otro. Catalina, Samuel, Manuel, Bruno, Rocio, Ernesto, Jorge, Ana, Miguel, Sara, Stela... Todos le brindaron su apoyo sin necesidad de escuchar su versión de los hechos, ignorando las acusaciones de Georgia. Él se sintió el hombre más orgulloso del mundo; primero, por la suerte de haber conocido a Paula; segundo, porque lo amaba tanto como él a ella, y, tercero, por la maravillosa familia que tenía.


Su padre le tendió las llaves del Rolls Royce. Pedro le entregó las de la moto a Manuel y condujo el coche, junto con Paula, Sara y Carlos, hacia Jamaica Plain. Entraron en la casa de Chaves por una puerta trasera de la residencia. Abuela y nieta se acomodaron en el salón. Él acompañó a Carlos al despacho.


—¿Sabes por qué no hay un solo cristal en esta casa? —le preguntó Chaves, sentándose en la silla de piel—, ¿o por qué todas las ventanas están siempre tapadas por algún estor sin cuerdas, bloqueados en la misma posición?


—Por Paula —adivinó al instante, apoyándose en la pared, al lado de la puerta.


—No quería tener nada que le recordase a su madre, y la cicatriz es un recuerdo constante de por vida.


—¿No hay posibilidad...? —se interesó Pedro, cambiando de rumbo la conversación.


—Estuve once meses ingresado en el hospital —recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos—. Me sometieron a treinta y seis intervenciones. Llegó un momento en que no pude continuar. Me negué. Compré esta casa y me encerré. Me aislé. De vez en cuando, ayudo con los pacientes de la residencia, pero me canso muy rápido y me cuesta respirar. Hay días que no me levanto del sofá. Sé que esto no es vivir.


—¿No lo intentarías de nuevo? Han pasado ocho años, quizá...


—No —lo cortó, seco—. Tengo que echarme pomadas tres veces diarias en todo el cuerpo. Prefiero eso a que me operen otra vez —y añadió con rudeza—: esos once meses en el hospital fueron mucho peor que los continuos dolores que sufro cuando tengo que aplicarme las cremas desde hace ocho años...


—Si necesitas ayuda, no me asustaré.


Chaves lo contempló, penetrante, y dijo:
—No soy ningún inválido, puedo hacerlo yo solo, pero te lo agradezco. De momento, quiero ser el único que me vea como realmente soy.


—¿Paula nunca...?


—En los últimos ocho años, no —se irguió en el asiento—. Solo me ha visto una vez y, créeme, no se repetirá —su voz se tornó más rasposa—. Le prohibí la entrada en la habitación del hospital. Al verme sin las vendas... su cara fue de horror, pero no por mis quemaduras, sino porque fue en ese instante cuando comenzó a culparse del incendio. Me vio y se condenó — respiró hondo—. No la vi en esos once meses, se quedó con mi madre. Mis suegros desaparecieron de su vida a raíz de la muerte de Alicia y Carolina. Le pidieron perdón a Sara, pero no se acercaron nunca más a Paula y a mí.


—Sé que no sirve de nada —dijo Pedro, frunciendo el ceño—, pero lo siento mucho.


Carlos se rio.


—Siempre fuiste muy sentido —comentó su mentor, levantándose—, por eso, eras mi preferido. Tu hermano Manuel tenía una mente brillante y Bruno, recuerdo lo despistado que era —se carcajearon los dos—, pero tú... — avanzó lentamente, estaba agotado—. Eras especial, Pedro, porque siempre mirabas más allá de la ciencia. Un buen médico, en mi opinión, debe operar con mente y corazón. Eso que dicen de que hay que separar los sentimientos es mentira. Nos regimos por ellos, salvamos vidas, o lo intentamos, pero lo hacemos entregando las nuestras sin importar nada más que los demás. Y, para mí, es el mejor regalo que seas, precisamente, tú quien cuide de mi hija, Pedro. Protégela siempre.


—Nunca dejaré de hacerlo —declaró con solemnidad.


—Lo sé, muchacho —le tendió la mano—, lo sé...


Pedro se la estrechó con cuidado.


La joven pareja se despidió de Chaves y de Sara, pues la anciana decidió acompañar a su hijo esa noche, y regresaron a la mansión.


Los señores Alfonso habían invitado a los presentes a chocolate caliente y dulces en honor a Paula. Charlaron y rieron hasta el amanecer. 


Algunos se marcharon con la promesa de verse pronto, como Stela, Sullivan y Rocio; sus hermanos se dirigieron al apartamento y sus abuelos ocuparon una de las habitaciones libres de la casa de sus padres.


Él cogió en brazos a su novia, que se había quedado dormida en un sofá, y la transportó a la que fuera su cama de adolescente. Se tumbó a su lado, de perfil los dos, enfrentados. La contempló, impresionado por los últimos acontecimientos. Georgia Graham pagaría por sus actos, de eso estaba convencido. Rezó una plegaria para que el policía localizara al tal John Smith lo antes posible.