sábado, 28 de diciembre de 2019
CAPITULO 26 (TERCERA HISTORIA)
Pedro vio una piedra puntiaguda justo donde se había caído. Se colocó detrás de ella y le levantó la camisola al tiempo que le bajaba las bermudas y un poco las braguitas hasta que encontró una mancha pequeña y rojiza en su tez blanca como la nieve, en la mitad de la nalga izquierda. La tocó con cuidado, se estaba inflamando, notó un bulto.
—¡Ay! —se arqueó ante el contacto.
—Hay una piedra justo donde te has caído —la cubrió con la ropa—. Mi madre siempre lleva consigo un kit de emergencia. Te daré una pomada. Se está hinchando.
—Gracias, doctor Pedro —sonrió con timidez.
Él le guiñó un ojo, devolviéndole la sonrisa.
—¿Doctor Pedro? —repitió Anderson, estupefacto por la noticia.
—No es ningún sirviente, Ramiro —anunció Paula, con una paciencia infinita y una voz suave, pero cansada—. Es el doctor Pedro Alfonso, mi neurocirujano. Él y su familia son miembros del Club. ¿No lo recuerdas del hospital?
Ramiro lo observó con recelo y, tras analizarlo unos interminables segundos, le tendió la mano. Su boca carnosa dibujó una estudiada e interesada sonrisa.
—Lo lamento, doctor Pedro. Al verlo así vestido lo confundí.
Pedro, frunciendo el ceño, le estrechó la mano y asintió. El ambiente se cargó de tensión. No disimuló su irritación y Anderson parecía compartir el sentimiento.
—¿Nos vamos, Ramiro? —le sugirió ella en un tono conciliador.
—Sí, el discurso está a punto de empezar —dio media vuelta y emprendió la marcha a caballo sin esperarla.
—Siento mucho cómo te ha hablado —le excusó Paula, hundiendo los hombros—. Está muy nervioso por el día de hoy y lo ha pagado contigo — sonrió, aunque sin humor—. ¿Luego me das la pomada?
Pedro la contempló en silencio, decidiendo qué hacer. No había rastro de Anderson.
¿Su prometida se cae y se larga sin más? ¿Y ella? ¿Es que no se da cuenta de lo gilipollas que es su novio? ¿O sí lo sabe pero lo acepta? ¿Y por qué lo acepta?
Acortó la distancia, la cogió en brazos y la sentó en la grupa del semental negro.
—Pero...
—A callar —le ordenó Pedro, acomodándose detrás de Paula al instante.
La sujetó por la cintura y la alzó en el aire para situarla en su regazo, donde la pegó a su cuerpo. Guio al caballo con las piernas. Ella, que se había paralizado, al fin, reaccionó, rodeándolo por el cuello. Pedro suspiró entre
temblores, incapaz de reprimir el escalofrío que recorrió su ardiente cuerpo, y la envolvió con ambos brazos.
Condujo al animal hacia la puerta trasera del hotel. Un empleado del Club se encargó del semental. Pedro se bajó y levantó las manos para ayudarla.
Paula se arrojó a él sin dudar, que la abrazó de inmediato, adhiriéndose los dos por entero. Los mechones de ella, además, descansaron en los hombros y en la espalda de Pedro, como si lo atrapara en un sedoso manto de flores frescas.
Ninguno sonreía. Las narices casi se tocaban.
Los alientos discontinuos se mezclaron. Y la deslizó hacia el suelo muy despacio, apreciando cada una de sus curvas.
—Hola, cariño —lo saludó su madre, a su derecha—. ¿Todo bien? —se preocupó de repente.
Ellos se separaron.
—¿Dónde tienes el botiquín, mamá? Paula se ha caído.
—¡Madre mía, cielo! ¿Qué te duele? —se inquietó Catalina, tomando de las manos a Paula.
—Me he clavado una piedra en el... —su bonito rostro se tornó rojo intenso por la vergüenza—. En la espalda —se corrigió—. Estoy bien, pero creo que me ha salido un bulto.
Él sofocó una carcajada.
—Toma, hijo —le dijo su madre, entregándole la llave de su habitación—. Está dentro de mi neceser, en el baño. Hay una pomada para las inflamaciones musculares. Es la suite número diez de la primera planta, ya lo sabes.
—Gracias, mamá.
Pedro entrelazó una mano con la de Paula y tiró de ella hacia los ascensores. Y no la soltó hasta que entraron en la habitación de los señores Alfonso.
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Un rato más tarde, Ramiro, en mallas beis que le marcaban los músculos, botas negras hasta las rodillas, polo blanco, casco y guantes negros, entraba en la pista de obstáculos subido a un caballo enorme, castaño, que parecía encabritado.
Ridículo... A ver qué haces, ricitos de oro...
—Nosotros nos vamos. ¿Te quedas, Pedro? —quiso saber Manuel.
—Sí —giró al semental negro para pegarlo a la valla de madera que separaba el óvalo de los saltos—. Luego nos vemos —añadió, con los ojos fijos en Anderson.
—No tardes, que el discurso es dentro de veinte minutos.
Sus hermanos se marcharon. A él no le importaba el discurso, pero asistiría. Había confirmado su presencia, como cada año, aunque nunca había acudido hasta después del almuerzo, pero, como sabía que Paula estaría allí, decidió en el último momento que no se perdería un solo acto de la fiesta.
Ramiro comenzó el circuito con una postura perfecta y dominando el caballo con gran destreza. Era muy bueno, reconoció.
Un movimiento a lo lejos, a la derecha, distrajo a Pedro. Una preciosa yegua blanca inmaculada y de larga cola se metió en el óvalo desde el extremo contrario a donde estaba él. Era ella, su leona blanca, que enseguida trotó y, a los pocos segundos, inició un galope lento y pausado, armonioso, perfecto. La coleta se le soltó, perdiendo la cinta y provocando que los cabellos se ondearan al ritmo de las zancadas del animal.
Pedro sintió que se deshidrataba en un desierto al admirar la belleza de esa muñeca, cuya expresión era de pura dicha. Él emprendió el trote en dirección contraria, hacia donde se le había caído la cinta. Se detuvo, bajó de un salto y la recogió. Se la guardó en el bolsillo delantero de su vaquero negro. Giró el rostro. Paula lo estaba alcanzando.
—¡Pedro! —gritó al pasar a su lado.
Ella frenó a la yegua en seco. El animal se encabritó y se alzó sobre los cuartos traseros. Paula se desplomó en la arena, de espaldas. La yegua salió disparada, espantada. Pedro corrió hacia Paula, que no se movía.
—¡Paula! —se arrodilló y le tomó el pulso.
—Estoy bien —le indicó ella, incorporándose sobre los codos. Parpadeó, aturdida.
—Despacio —la empujó de nuevo, con suavidad—. ¿Te duele algo? — comenzó a palparle el cuerpo, no dejó un rincón libre de examen.
—¡Ay! —se quejó, entre carcajadas—. ¡Me estás haciendo cosquillas!
—Esto no es gracioso —retrocedió y aterrizó sobre el trasero, temblando como un animalillo asustado. Desvió la mirada y se tiró de los mechones en un vano intento por ralentizar su acelerado corazón—. ¡Eres una inconsciente!
Paula gateó hasta Pedro con una tímida sonrisa.
Apoyó las manos en las piernas de él.
—Estoy bien, Doctor Pedro .
—No me llames Doctor Pedro —resopló, todavía con las pulsaciones descontroladas.
—Lo siento... —musitó ella, hundiendo los hombros y agachando la cabeza.
—Joder... —la agarró y la situó entre sus piernas para abrazarla con excesiva fuerza—. Me asusté —cerró los ojos—. Perdóname. Creía que te había pasado algo —suspiró de manera irregular—. Caerse de un caballo no es ninguna tontería, y más si te golpeas la cabeza.
Paula se rió entre sus brazos y le rodeó el cuello. Lo miró y sonrió. Él, no, porque se quedó atontado por lo bonita que estaba cubierta de arena, con el pelo revuelto y manchada de polvo.
—Pau... —pronunció, contemplando su boca.
Las rodillas de ella se habían pegado a su entrepierna. Pedro estaba sentado y tenía las piernas flexionadas y abiertas, abarcándola. Y sus rostros quedaban a la misma altura, muy cerca... Su interior no se amansó, sino que se sumergió en una maravillosa cascada.
—Estoy bien —repitió Paula, enredando los dedos entre los mechones de Pedro.
El roce le erizó la piel. ¿Se estaba dando cuenta la propia Paula?
—Se me ha puesto el corazón a mil, Paula —le confesó él en un susurro, arrugándole la camisola en la parte baja de la espalda—. No vuelvas a parar a un caballo de esa manera.
—¿Sigues enfadado por lo de antes? —su cara reveló un profundo abatimiento.
—No me gusta que me digas no —admitió en un tono bajo.
—No te dije no —frunció el ceño.
—Tampoco dijiste sí —imitó su gesto—. Y pusiste la excusa de las maletas, pero aquí estás, donde quería que estuvieras, pero conmigo.
—Pues perdona —detuvo los mimos, descendiendo las palmas por sus hombros—, pero eso es muy egocéntrico por tu parte. Si no te gusta que la gente te diga no —chasqueó la lengua—, deberías empezar a acostumbrarte.
—Me importa una mierda la gente —se inclinó, enfadado, clavándole los dedos, acercándola más—, estoy hablando de ti, no de los demás.
Paula comenzó a palparle los músculos de los brazos y los hombros, de forma distraída y lenta, observando sus propios movimientos y humedeciéndose los labios como si pretendiera comérselo. Pedro arqueó las cejas.
Su aguda erección le arrancó un violento empellón a su piel. Entonces, ella dirigió las manos hacia su pecho, arrastrando las palmas, alzó sus verdes luceros a los de Pedro y los desorbitó, petrificándose de golpe. Un cándido rubor tiñó sus mofletes. Él sonrió.
—¿He aprobado? —la pinchó Pedro, adrede para ponerla más nerviosa.
—Yo... —tragó—. Lo siento, no sé qué...
—¿He aprobado? —insistió, en su oreja, acariciándosela con los labios, cerrando los párpados y aspirando su aroma floral.
Qué suave es, joder... Me encantan hasta sus orejas...
—Sí, has... aprobado... doctor Pedro...
Doctor Pedro... Ay, Pau...
Estaba tan alterada como él...
Pero un galope rápido los interrumpió. Pedro giró el rostro y descubrió a un furioso Anderson acercándose. La soltó de inmediato, se levantó y la ayudó a incorporarse.
—¿Qué estás haciendo? —le increpó Ramiro a Paula, saltando a la arena —. ¡Te dije que me esperaras! ¡Maldita sea, obedece! —la señaló con el dedo índice.
Pedro gruñó y se interpuso entre los dos.
—No la hables así. Se ha caído del caballo.
El rubio abogado le dedicó una mirada de odio infernal, irguiéndose.
—Largo de aquí o haré que te despidan, estúpido —bufó Anderson, que quiso empujarlo para retirarlo de su camino.
Pero Pedro movió el brazo para que no lo tocase y provocó que Ramiro trastabillara con los pies, retrocediendo.
—¡¿Quién coño te crees que eres, sirviente de mierda?! —vociferó el abogado.
—¡Ramiro! —gritó ella, agarrando a su novio de la mano—. Pedro es...
—¡No te metas, joder! —le contestó Ramiro, separándose de Paula con brusquedad.
—¡Ay! —exclamó ella, perdiendo el equilibrio y aterrizando en la arena.
Hizo una mueca.
Pedro avanzó hacia ella y se agachó. Le ofreció una mano. Su cuerpo hervía de rabia y de indignación. ¿Cómo se atrevía a tratarla de ese modo?
—¿Estás bien?
—Sí, tranquilo —se frotó las nalgas al aceptar su mano.
—¡Suéltala! —rugió Anderson, echando humo por las orejas.
—Déjame ver —le pidió él a Paula, ignorando al abogado.
CAPITULO 24 (TERCERA HISTORIA)
Pedro gruñó. ¿Acababa de confundirlo con un empleado? ¿No lo reconocía del hospital? ¿Este gilipollas es el novio de Pau? ¡¿En serio?!
Él sí lo recordaba del General. En realidad, solo lo vio al día siguiente de que ella despertara del coma, cuando Pedro la había conducido de vuelta a la habitación tras realizarle las pruebas y Ramiro los había recibido con el anillo.
Ese rubio engominado, de gélida mirada, cuerpo asqueroso de gimnasio y postura cínica y petulante no podía ser el prometido de Paula... ¡Imposible!
Entrecerró los ojos mientras lo observaba entrar en el hotel. Y, entonces, comprendió ciertas reacciones de ella... El día anterior, uno de los mejores y peores de su vida, había atisbado a una nueva Paula: la había notado relajada y feliz por primera vez; no había apreciado esa pesada carga en sus luceros, excepto cuando habían hablado de Lucia y cuando se habían despedido.
—Deberías aprender a controlar tus emociones con Paula —le previno Mauro, a su derecha, seguido de Manuel—. Se ha ido a su habitación
aguantando las lágrimas.
Aquello supuso una puñalada directa a su corazón.
—El gilipollas de Anderson me ha confundido con un trabajador del Club —les informó a sus hermanos.
—¿Era el que entraba ahora en el hotel? —quiso saber Manuel.
—Sí —masculló Pedro, aún con los ojos fijos en las puertas del hotel.
—Vamos a montar un rato a caballo, ¿te vienes? —le preguntó Mauro, palmeándole el hombro—. Los caballos siempre te han relajado.
—Estoy relajado —mintió, su cuerpo repiqueteaba de ira, y lo miró—. Pero sí, me apetece cabalgar un rato.
—Tenemos tiempo hasta el discurso —convino Manuel, sonriendo con su característica picardía.
Y eso hicieron.
Zaira y Rocio compartieron caballo con sus maridos porque no sabían y porque solo deseaban pasear. Los hermanos Alfonso aprendieron siendo pequeños; cada uno contaba con un caballo propio desde hacía muchos años, en la mansión que tenían sus abuelos en Los Hamptons.
Se dirigieron hacia el ancho sendero en forma de óvalo que cercaba la pista de obstáculos, donde varios jinetes esperaban su turno para realizar el recorrido de saltos.
—El penúltimo sábado de julio es la fiesta de jubilación de papá — comentó Mauro—, dentro de un mes.
Se colocaron en paralelo para ir a la vez, juntos.
—Será a lo grande —afirmó Pedro, sonriendo.
—Seiscientos invitados —declaró la pelirroja.
—Podíamos irnos luego a Los Hamptons. ¿Habéis pensado en las vacaciones? —preguntó Mauro—. Rocio y yo queremos celebrar el primer año de Gaston allí, como es el dos de agosto...
—¡Qué gran idea! —se entusiasmó Zaira.
—Yo todavía no sé cuándo cogerlas —respondió Pedro, soltando las riendas para guiar al semental negro con las piernas, experto y tranquilo—. Hablé con Jorge. Tengo tres meses seguidos si quiero, por guardias que he hecho por mi cuenta y porque, desde hace más de un año, no me tomo un respiro.
—¡Tres meses! —exclamó Rocio—. Eso es mucho tiempo.
—Sí —se encogió de hombros—. De momento, estoy a gusto, aunque no os niego que necesito unos días de descanso. Últimamente duermo fatal.
—¿Has vuelto a las pesadillas? —se preocupó Mauro.
—He vuelto a no dormir más de tres horas diarias.
Ninguno dijo nada. Continuaron paseando en silencio.
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