sábado, 28 de diciembre de 2019
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Un rato más tarde, Ramiro, en mallas beis que le marcaban los músculos, botas negras hasta las rodillas, polo blanco, casco y guantes negros, entraba en la pista de obstáculos subido a un caballo enorme, castaño, que parecía encabritado.
Ridículo... A ver qué haces, ricitos de oro...
—Nosotros nos vamos. ¿Te quedas, Pedro? —quiso saber Manuel.
—Sí —giró al semental negro para pegarlo a la valla de madera que separaba el óvalo de los saltos—. Luego nos vemos —añadió, con los ojos fijos en Anderson.
—No tardes, que el discurso es dentro de veinte minutos.
Sus hermanos se marcharon. A él no le importaba el discurso, pero asistiría. Había confirmado su presencia, como cada año, aunque nunca había acudido hasta después del almuerzo, pero, como sabía que Paula estaría allí, decidió en el último momento que no se perdería un solo acto de la fiesta.
Ramiro comenzó el circuito con una postura perfecta y dominando el caballo con gran destreza. Era muy bueno, reconoció.
Un movimiento a lo lejos, a la derecha, distrajo a Pedro. Una preciosa yegua blanca inmaculada y de larga cola se metió en el óvalo desde el extremo contrario a donde estaba él. Era ella, su leona blanca, que enseguida trotó y, a los pocos segundos, inició un galope lento y pausado, armonioso, perfecto. La coleta se le soltó, perdiendo la cinta y provocando que los cabellos se ondearan al ritmo de las zancadas del animal.
Pedro sintió que se deshidrataba en un desierto al admirar la belleza de esa muñeca, cuya expresión era de pura dicha. Él emprendió el trote en dirección contraria, hacia donde se le había caído la cinta. Se detuvo, bajó de un salto y la recogió. Se la guardó en el bolsillo delantero de su vaquero negro. Giró el rostro. Paula lo estaba alcanzando.
—¡Pedro! —gritó al pasar a su lado.
Ella frenó a la yegua en seco. El animal se encabritó y se alzó sobre los cuartos traseros. Paula se desplomó en la arena, de espaldas. La yegua salió disparada, espantada. Pedro corrió hacia Paula, que no se movía.
—¡Paula! —se arrodilló y le tomó el pulso.
—Estoy bien —le indicó ella, incorporándose sobre los codos. Parpadeó, aturdida.
—Despacio —la empujó de nuevo, con suavidad—. ¿Te duele algo? — comenzó a palparle el cuerpo, no dejó un rincón libre de examen.
—¡Ay! —se quejó, entre carcajadas—. ¡Me estás haciendo cosquillas!
—Esto no es gracioso —retrocedió y aterrizó sobre el trasero, temblando como un animalillo asustado. Desvió la mirada y se tiró de los mechones en un vano intento por ralentizar su acelerado corazón—. ¡Eres una inconsciente!
Paula gateó hasta Pedro con una tímida sonrisa.
Apoyó las manos en las piernas de él.
—Estoy bien, Doctor Pedro .
—No me llames Doctor Pedro —resopló, todavía con las pulsaciones descontroladas.
—Lo siento... —musitó ella, hundiendo los hombros y agachando la cabeza.
—Joder... —la agarró y la situó entre sus piernas para abrazarla con excesiva fuerza—. Me asusté —cerró los ojos—. Perdóname. Creía que te había pasado algo —suspiró de manera irregular—. Caerse de un caballo no es ninguna tontería, y más si te golpeas la cabeza.
Paula se rió entre sus brazos y le rodeó el cuello. Lo miró y sonrió. Él, no, porque se quedó atontado por lo bonita que estaba cubierta de arena, con el pelo revuelto y manchada de polvo.
—Pau... —pronunció, contemplando su boca.
Las rodillas de ella se habían pegado a su entrepierna. Pedro estaba sentado y tenía las piernas flexionadas y abiertas, abarcándola. Y sus rostros quedaban a la misma altura, muy cerca... Su interior no se amansó, sino que se sumergió en una maravillosa cascada.
—Estoy bien —repitió Paula, enredando los dedos entre los mechones de Pedro.
El roce le erizó la piel. ¿Se estaba dando cuenta la propia Paula?
—Se me ha puesto el corazón a mil, Paula —le confesó él en un susurro, arrugándole la camisola en la parte baja de la espalda—. No vuelvas a parar a un caballo de esa manera.
—¿Sigues enfadado por lo de antes? —su cara reveló un profundo abatimiento.
—No me gusta que me digas no —admitió en un tono bajo.
—No te dije no —frunció el ceño.
—Tampoco dijiste sí —imitó su gesto—. Y pusiste la excusa de las maletas, pero aquí estás, donde quería que estuvieras, pero conmigo.
—Pues perdona —detuvo los mimos, descendiendo las palmas por sus hombros—, pero eso es muy egocéntrico por tu parte. Si no te gusta que la gente te diga no —chasqueó la lengua—, deberías empezar a acostumbrarte.
—Me importa una mierda la gente —se inclinó, enfadado, clavándole los dedos, acercándola más—, estoy hablando de ti, no de los demás.
Paula comenzó a palparle los músculos de los brazos y los hombros, de forma distraída y lenta, observando sus propios movimientos y humedeciéndose los labios como si pretendiera comérselo. Pedro arqueó las cejas.
Su aguda erección le arrancó un violento empellón a su piel. Entonces, ella dirigió las manos hacia su pecho, arrastrando las palmas, alzó sus verdes luceros a los de Pedro y los desorbitó, petrificándose de golpe. Un cándido rubor tiñó sus mofletes. Él sonrió.
—¿He aprobado? —la pinchó Pedro, adrede para ponerla más nerviosa.
—Yo... —tragó—. Lo siento, no sé qué...
—¿He aprobado? —insistió, en su oreja, acariciándosela con los labios, cerrando los párpados y aspirando su aroma floral.
Qué suave es, joder... Me encantan hasta sus orejas...
—Sí, has... aprobado... doctor Pedro...
Doctor Pedro... Ay, Pau...
Estaba tan alterada como él...
Pero un galope rápido los interrumpió. Pedro giró el rostro y descubrió a un furioso Anderson acercándose. La soltó de inmediato, se levantó y la ayudó a incorporarse.
—¿Qué estás haciendo? —le increpó Ramiro a Paula, saltando a la arena —. ¡Te dije que me esperaras! ¡Maldita sea, obedece! —la señaló con el dedo índice.
Pedro gruñó y se interpuso entre los dos.
—No la hables así. Se ha caído del caballo.
El rubio abogado le dedicó una mirada de odio infernal, irguiéndose.
—Largo de aquí o haré que te despidan, estúpido —bufó Anderson, que quiso empujarlo para retirarlo de su camino.
Pero Pedro movió el brazo para que no lo tocase y provocó que Ramiro trastabillara con los pies, retrocediendo.
—¡¿Quién coño te crees que eres, sirviente de mierda?! —vociferó el abogado.
—¡Ramiro! —gritó ella, agarrando a su novio de la mano—. Pedro es...
—¡No te metas, joder! —le contestó Ramiro, separándose de Paula con brusquedad.
—¡Ay! —exclamó ella, perdiendo el equilibrio y aterrizando en la arena.
Hizo una mueca.
Pedro avanzó hacia ella y se agachó. Le ofreció una mano. Su cuerpo hervía de rabia y de indignación. ¿Cómo se atrevía a tratarla de ese modo?
—¿Estás bien?
—Sí, tranquilo —se frotó las nalgas al aceptar su mano.
—¡Suéltala! —rugió Anderson, echando humo por las orejas.
—Déjame ver —le pidió él a Paula, ignorando al abogado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario