martes, 1 de octubre de 2019
CAPITULO 75 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro carraspeó y parpadeó para aclararse y centrarse, pero un nuevo gemido femenino lo enloqueció. Giró y se colocó encima de ella, que lo abrazó por la cintura y se arqueó, gesto que le arrancó un gruñido y que lo incitó a empujar su erección contra su intimidad. Su melena pelirroja se desparramó sobre los cojines.
—Joder... —masculló Pedro—. Perdona... —se incorporó.
—¿Qué pasa? —lo imitó.
Quedaron de rodillas. Paula posó las manos en su pecho, acortando la distancia. Pedro tensó la mandíbula, pensando lo fácil que sería terminar con la agonía que padecía, hacerle el amor al fin...
El problema era que una vocecita en su interior, la misma que lo había prevenido antes de besarla por primera vez, la misma que había ignorado, le gritaba, en ese momento, que si se dejaba llevar por sus instintos, que si la desnudaba y le hacía el amor, correría el riesgo de no quedar saciado, porque presentía que, con esa preciosa mujer, una sola vez no sería suficiente. Le sucedía cuando se besaban... Si un beso era solo el principio, amarla supondría la condena eterna.
¿Estaba preparado? No lo sabía.
¿La deseaba? Más que a nada...
¿Acaso era más que lujuria lo que sentía por ella? Sí, sin lugar a dudas.
Pero ¿qué era exactamente lo que sentía por Paula? No tenía ni idea, jamás había experimentado nada comparable, ni que se le asemejara un ápice. Con nadie.
Para esa última cuestión, no contaba con una respuesta coherente, porque ni su cuerpo ni su mente ni su corazón, ni siquiera su subconsciente, actuaban con normalidad. Iban todos juntos: si se perdía uno, se perdían los demás. Y llevaban así ya ocho meses, pero más de tres semanas desaparecidos.
—Será mejor que veamos la tele —sugirió Pedro, sentándose.
Ella se acomodó en el extremo opuesto, seria. Él suspiró, meneando la cabeza, la agarró del brazo y la colocó en su regazo. Otra tortura, pero tocarla se había convertido en su mayor vicio, y todos sus vicios estaban relacionados con Paula últimamente.
—Estás enfadado.
—No.
—¿Qué te pasa?
—No indagues.
—¿Es porque tú y yo todavía no hemos...?
Aquella inocencia lo desarmó. La tomó por la nuca y la obligó a mirarlo.
—Paula, no me importa el tiempo que tenga que esperar —se sinceró; curiosamente, se sintió aliviado al pronunciarlo en voz alta—. Lo haré, pero, a veces, me resulta complicado controlarme. A veces, necesito un par de minutos para relajarme. No estoy enfadado, jamás me enfadaría por algo así, ¿de acuerdo? Te quiero a mi lado sin importarme nada más que tú.
Paula alzó las manos y enredó los dedos en su pelo, masajeándole la cabeza.
—Eres demasiado guapo para ser real... —musitó, pensativa—. Yo también te quiero a mi lado, mi doctor Alfonso—depositó un casto, pero dulce, beso en sus labios.
No era la primera ocasión en que le decía esas palabras, y sospechaba que no se refería solo al físico. Él también le importaba a Paula... Lo descubrió en ese instante. Un regocijo lo atravesó por entero. Sonrió, incapaz de controlarse.
Se tumbaron, abrazados. Pedro encendió la televisión y, poco tiempo después, se quedaron dormidos con los cuerpos entrelazados.
Se despertaron a las nueve de la noche, asombrados por lo tarde que era.
—Mi abuela estará preocupada —dijo ella, restregándose los ojos.
Las huellas de sueño que tenía en el rostro le robaron una risita infantil a Pedro. Era la primera vez que dormía con una mujer y la experiencia le sorprendió gratamente. Se encontraba descansado, pletórico. La besó en la cabeza y recogió la ropa de la secadora. Paula se vistió en el baño, mientras él se calzaba en la habitación. Una vez listos los dos, la acompañó a su casa.
Caminaron sin tocarse, ninguno se atrevió.
—Mañana tengo guardia —le informó Pedro, en el portal.
—Nos vemos mejor el jueves, si te apetece —sacó las llaves del bolso. ¿El jueves?
—Podrías acercarte al hospital y comemos juntos —le propuso Pedro.
—No puedo —abrió la puerta, seria.
—¿Y el martes? —insistió.
—El jueves —repitió, casi cerrándole la puerta en las narices.
—Paula, ¿qué te...?
—Es muy tarde —lo interrumpió, desviando la mirada en todas direcciones, menos en él.
No le importaba que lo rechazara, pero tanto secretismo empezaba a mosquearlo.
—¿No me das ni un beso de despedida? —inquirió Pedro.
—Estamos en la calle, creía que preferías los besos solo para ti y para mí —frunció el ceño.
—Creo que esta mañana nos hemos besado en los muelles, y eso era en plena calle —la corrigió Pedro, incrédulo por el rumbo que había tomado la situación.
Hacía unos minutos estaban abrazados, ¿qué demonios pasaba?
—Mi abuela me está esperando, tengo que irme —zanjó ella, antes de marcharse.
CAPITULO 74 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se arrancó la ropa a manotazos, frustrado consigo mismo. Se duchó.
Permaneció un buen rato debajo del chorro del agua caliente con las manos apoyadas en los azulejos. Su mente revivió los últimos acontecimientos.
Continuaba excitado sin remedio y la felicidad inundaba cada poro de su cuerpo.
Se colocó una toalla en torno a las caderas y se sacudió los cabellos con otra más pequeña. Recogió las que había utilizado ella y las extendió en el radiador eléctrico que colgaba de la pared.
Una vez seco, se vistió con un vaquero viejo, que tenía algún roto en las rodillas y el trasero y estaba deshilachado en los talones, y una camiseta gris de manga corta. No se molestó en peinarse, como tampoco en ponerse calcetines, prefería estar descalzo. Y se encaminó hacia la cocina.
Paula estaba removiendo algo en una cacerola, algo que olía demasiado bien. Sonrió al escucharla tararear. Se acercó con sigilo. Sus brazos la envolvieron por debajo del pecho.
—Hola, doctor Alfonso.
—Hola.
—Espero que te guste la pasta con salsa de roquefort, no he encontrado otra cosa.
Notó que Paula se aceleraba por el contacto.
—Huele muy bien —la besó en la mejilla y la soltó, arrastrando los dedos, sin querer separarse—. ¿Una cerveza?
—Sí, por favor —sonrió.
Pedro le sirvió la bebida en un vaso y se quedó lo que sobró. Ella sacó dos platos del armario, sin dudar, los rellenó de la pasta cocinada y espolvoreó un poco de orégano.
—¿Dónde comemos? —quiso saber Paula.
—¿Eh?
Se había quedado embobado. Estaba preciosa con su ropa... Estaba preciosa en su casa... Estaba preciosa cocinando... Estaba preciosa allí, con él...
—¿Dónde comemos? —repitió, riéndose, sonrojada.
—Donde tú quieras, no tengo preferencias —le respondió Pedro, encogiéndose de hombros.
Paula optó por la barra americana. Entre los dos, prepararon la mesa y degustaron la comida en silencio, uno al lado del otro.
—Yo me encargo —declaró él, recogiendo los platos—. Ponte cómoda. ¿Quieres postre?
—¿Tienes chocolate caliente? —sus ojos brillaron, expectantes.
—Siempre tengo chocolate caliente —le guiñó un ojo—. Muy espeso, ¿no?
—Sí —asintió y se marchó al salón, donde se sentó en el sofá, abrazándose las piernas.
Pedro limpió la cocina y preparó dos tazas de chocolate caliente. Se sentó junto a ella y le tendió el ansiado postre.
—Vives con tu abuela —afirmó Pedro—. ¿Desde cuándo?
—Desde hace ocho años —contestó—. Se llama Sara —dio un sorbo.
Estaba deseando conocerla más, lo necesitaba, pero tenía miedo de que se asustara si le hacía un interrogatorio.
—Me dijiste que tu padre era pediatra —pronunció él en voz baja.
—Sí —su rostro se tornó serio y triste a la par—. Trabajaba en el Boston Children’s Hospital.
—¿En serio? —arqueó las cejas—. Mi padre es el director.
—Lo sé —desvió la mirada y bebió más chocolate.
—¿Cómo se llama? Quizá mi...
—No —lo cortó, poniéndose en pie de un salto. Apoyó la taza en la mesa baja de cristal, a pocos centímetros del sillón—. Será mejor que me vaya.
—Paula —se levantó—. Perdona, yo... —inhaló aire y lo expulsó de forma sonora—. Solo quiero saber de ti. Y no sé nada —arrugó la frente, preocupado—. Hace unas semanas, me dijiste que no me hacía falta saberlo — dejó la taza junto a la suya—, pero entiende que me interese —se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Yo no te pregunto sobre tu vida —se enfadó.
—¿Acaso no te interesa mi vida?
Paula se frotó la cara.
—Perdona, Pedro, no sé por qué he dicho eso... Claro que me interesa tu vida... —agachó la cabeza—, pero la mía no ha sido, ni es, como la tuya.
—Quiero conocerte —la tomó de las manos y las entrelazó con las suyas —. Lo que más deseo es que te abras a mí, que confíes en mí.
—No es que no confíe —lo miró, con sus gemas turquesas enrojecidas por las inminentes lágrimas—, es que me resulta difícil... —se le quebró la voz—. Y tú no lo entenderías, no comprenderías mi vida... Y tampoco sé si estoy preparada para contártela...
—Que no estés preparada, vale, pero no me digas que no lo entendería, porque no lo sabes —pronunció él, tajante.
A ella se le escapó un sollozo involuntario, que provocó que Pedro tirara de ella y la apresara entre sus brazos. La sintió vibrar. No quería permanecer en la ignorancia, si supiera lo que le había ocurrido... Un instinto de protección se clavó en su pecho, estrujándole el corazón sin piedad.
—Eres la primera y la única mujer que ha entrado en esta casa —le confesó Pedro.
—¿De verdad? —su expresión fue de incredulidad.
Pedro le secó las lágrimas con los dedos.
—Compramos este apartamento hace más de dos años —se tumbó en el sofá, boca arriba, recostando el cuello en los cojines; Paula lo hizo sobre su cuerpo, con total naturalidad—. Mis hermanos y yo impusimos una serie de normas —comenzó a acariciarle la espalda. Ella lo miraba, tranquila—. La principal de todas ellas era que ninguna mujer pisara esta casa.
—¿Ni siquiera una amiga? —se ruborizó—. ¿Nunca habéis hecho una fiesta?
—No y no, hasta que te invité para preparar la primera conferencia del seminario —sonrió con travesura.
—¿Por qué lo hiciste, entonces? —dibujó una tímida sonrisa.
—No sé —se encogió de hombros—, no lo pensé. Directamente, te invité. No sé por qué lo hice, la verdad —y era cierto, no tenía ni idea de por qué actuaba como actuaba en lo referente a esa mujer, su niña colorida.
—¿Alejandra tampoco...? —jugueteó con el cuello de su camiseta, nerviosa.
—Alejandra estuvo antes de que viviéramos aquí. Fue la decoradora.
—Pues no me gusta —refunfuñó ella.
Pedro la alzó para subirla hasta que sus rostros quedaron a la misma altura.
—Mi habitación es lo único que no decoró —le susurró, ronco, observando sus labios.
—¿Por qué? —inquirió, en un suspiro irregular.
—Soy muy celoso de mi privacidad —bajó las manos a sus nalgas, despacio.
—Yo la he invadido antes... —resopló, alterada por la caricia.
—Tú eres especial —le rozó la nariz con la suya—. Ya te lo he dicho, eres la única que ha estado aquí. Y me gusta... —le apretó el trasero, incendiándose los dos—, mucho... —lo moldeó a placer—, que estés aquí... —le levantó el muslo para que le rodeara la cadera.
—Pedro... —gimió, escondiendo la cara en su cuello—. Lo de antes... Me ha gustado... mucho... Ha sido raro...
—Has perdido el control —adivinó él, cerrando los ojos, controlando la respiración para no jadear como un animal.
—Sí... Pero... ¿Tú no...?
—No te preocupes por mí —introdujo las manos por dentro del boxer.
Un error...
CAPITULO 73 (PRIMERA HISTORIA)
A Pedro le latía el corazón tan deprisa que se le iba a salir del pecho de un momento a otro.
Estaba en la cocina, arrodillado frente a la secadora, totalmente paralizado; en las manos tenía un conjunto de ropa interior, de un exquisito encaje blanco con transparencias, sujetador y braguitas brasileñas a juego.
La culpa era suya, por supuesto. Si no hubiera cedido a la tentación, si no hubiera rebuscado entre el montón de ropa que Paula le había dejado a los pies de la cama, no estaría en esa situación.
Esto no es propio de un dibujo animado, joder...
Se había imaginado infinitas veces lo que escondía bajo sus prendas coloridas, y también las normales, pero jamás se le había pasado por la cabeza que usara encaje y transparencias, tampoco braguitas brasileñas...
—¡Pedro!
Su nombre lo despertó del trance. Lanzó el sujetador y las braguitas como si lo hubieran quemado, accionó la secadora y se dirigió a su cuarto, de donde provenía la voz.
—¿Tienes un peine? —le preguntó ella, asomándose desde el baño.
—Claro —entró y abrió un cajón del lavabo. Sacó un cepillo—. Toma — en cuanto se giró, desorbitó los ojos.
Paula cogió el peine y se quitó la toalla de la cabeza, que se había puesto a modo de turbante. Una maraña pelirroja y mojada se desparramó por su espalda. Se colocó frente al espejo y procedió a desenredarse los cabellos.
La larga camiseta le alcanzaba la mitad del trasero. Él no podía dejar de examinarla como un demente perturbado... Pedro ladeó la cabeza, despacio, admirando esas nalgas redondeadas y prietas que tensaban los calzoncillos de un modo tan sugerente...
Necesito saber si no es una fantasía... Solo un segundo...
Estiró una mano y se las acarició. Jadeó al instante. Paula dio un respingo, pero Pedro estaba tan obnubilado que no se percató de nada que no fuera palpar, moldear y mimar su suculento trasero.
Silueteó la tela elástica de los boxer con las yemas de los dedos, en cada pierna, observando cómo se erizaba esa suave y delicada piel. Alzó la amplia camiseta, situándose detrás, y bordeó los calzoncillos por encima de sus caderas. Notó la cicatriz.
Contempló el reflejo de aquella verdadera mujer a través del espejo. Su corazón se suspendió al descubrir que lo miraba con sus gemas turquesas entornadas, y respiraba con dificultad.
Ella se mordía el labio inferior con tanta fuerza que pensó, convencido, que se haría una herida, por lo que posó la mano libre en su boca para tirar del labio y liberarlo. Con lo que no contaba era con que ella gimiera y le chupara los dedos con la punta de la lengua...
Se volvió loco. Despacio, le separó las piernas con una rodilla. Deslizó las manos por dentro de la camiseta, fascinándose por la tibieza de su piel, desde la curva pronunciada de su estrecha cintura, que lo inflamó, y ascendió hacia el inicio de sus pechos. Paula contuvo el aliento. Y Pedro los apresó entre las palmas.
—Joder, Paula... —susurró, ronco.
Le acarició los senos con una ternura que jamás creyó poseer. Los alzó, los oprimió, los pellizcó, sondeó su peso... Los examinó a través del tacto, con el ceño fruncido, concentrado, atónito ante tanta perfección, tanta delicadeza, tanta suavidad... Eran sublimes, se desbordaban un ápice de sus palmas.
—Pedro... —gimió, arqueándose.
Él resbaló una mano hacia los boxer. La introdujo lentamente por dentro de la tela. Fue bajando... y bajando... y...
Si sobrevivo a esto, le pediré a Manuel que erija un monumento en honor a mi alucinante autocontrol...
Paula se dejó caer hacia atrás en su pecho, cerró los ojos y se humedeció los labios. Los dulces sollozos que emitió se sucedieron uno detrás de otro, mientras Pedro estimulaba con languidez su intimidad... mientras exploraba cada milímetro de piel... mientras disfrutaban los dos... Pedro estaba maravillado por tener a esa mujer entre sus brazos, entregándose a sus manos, confiando en él a ciegas. Escondía muchos secretos y, sobre todo, un intenso fuego que lo calcinaba, pero logró mitigar las llamas. Solo importaba ella.
Solo le importaba ella...
Las piernas de Paula se aflojaron. Pedro la sostuvo por la cintura sin dejar de acariciarla, al mismo ritmo pausado y resuelto, agónico para los dos, una mezcla explosiva, salvaje e incoherente... una mezcla impresionante.
Cuánto la deseaba...
Ardieron... Él estaba recibiendo el mayor de los placeres: Paula retorciéndose entre sus brazos...
No existía nada comparable a tal belleza.
Nada. Jamás había experimentado tal estado de satisfacción, por tocarla, por exprimirla entre los dedos, por conducirla al paraíso...
Pedro se enajenó, jadeó y se mordió el labio.
Tiró de la camiseta por la espalda, la estrujó, sin soltar a Paula, para deleitarse con la imagen de sus senos erectos estirando la tela. No, no había nada más hermoso que ella en ese preciso momento. Y no quería parar. Sabía que ella comenzaba a perecer, lo sentía en su propia piel, pero no quería detenerse.
Y Paula estalló.
—¡Pedro! —gritó, sufriendo los espasmos del increíble éxtasis que la poseyó.
Le clavó las uñas en las piernas, se curvó, le ofreció los senos sin pretenderlo... Él se estremeció, empujó las caderas contra las suyas y se restregó unos segundos, sin poder evitarlo, pero se frenó a tiempo de hacer el peor ridículo de su vida.
Cuando ella se relajó, exhausta y deliciosamente ruborizada, Pedro retiró la mano de su cuerpo, la cogió en brazos y la transportó al dormitorio.
Necesitaba distraerse, por lo que le peinó los cabellos. Se dio cuenta de lo cotidiano de esa escena y de lo mucho que le gustaba que Paula estuviera en su habitación, en su cama, sentada entre sus piernas, mientras él le cepillaba la melena recién lavada.
Arrojó el peine a los almohadones, la rodeó por la cintura y la acomodó en su regazo. La besó en la cabeza, después, en la sien, con los párpados cerrados, aspirando su aroma primaveral. Había utilizado su champú, pero seguía oliendo a flores, a sol, a ella...
—¿Tienes hambre? —le preguntó él al oído, rozándolo con la punta de la lengua.
—Sí... —suspiró, temblorosa.
—Paula... —gimió, girando la cabeza.
Se miraron. Pedro se inclinó, hechizado por esos labios que pretendía devorar otra vez. Sin embargo, un rayo de lucidez lo atravesó y retrocedió.
Tenía que calmarse. Se levantó.
—Voy a preparar la comida.
—Lo haré yo —pronunció ella, sonrojada—. Tú deberías ducharte para entrar en calor —lo apuntó con el dedo índice.
Él se había quitado las zapatillas y los calcetines, pero nada más.
—Quería invitarte a comer en los muelles —se revolvió el pelo—. No sé qué habrá en la nevera —se dirigió al baño.
Estaba nervioso, cada segundo gozaba más por que Paula estuviera allí y, ahora, dispuesta a cocinar para él.
—Muy bien —sonrió ella—. Veré qué encuentro —salió del dormitorio y cerró tras de sí.
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