miércoles, 8 de enero de 2020
CAPITULO 52 (TERCERA HISTORIA)
Ella soltó el aire que había retenido y, con manos temblorosas, encendió el iPhone. Le escribió un mensaje a Pedro:
P: Está todo bien. Nos vemos otro día. Estoy muy ocupada con las clases.
Salió a la calle y decidió pasear. Estaba demasiado inquieta como para encerrarse en su casa durante tres horas.
Él le respondió en ese momento:
DP: No me convences, sé que algo pasa. ¿Estás libre para comer? Tengo un rato. ¿Te vienes a la cafetería del hospital?
P: No es buena idea, Pedro. Ya nos veremos.
DP: ¿Vuelvo a ser «Pedro»? O me dices qué ha pasado o me tienes a las seis y cinco en tu casa. Te aviso para que no te pille de sorpresa.
Ahora no puedo llamarte, si no, lo haría. ¡Ah! Y espero que todavía quede limonada, PAULA.
Paula se enfadó. Se estiró el vestido unos segundos y tecleó en el teléfono.
P: Perdóname, pero ¿se puede saber quién te crees que eres para hablarme así?
DP: ¿Te estás tocando la ropa? Y soy tu amigo, ¿recuerdas? Los amigos se preocupan los unos por los otros, que es lo que estoy haciendo yo. Y a ti te pasa algo.
P: ¡Cómo puedes saberlo si ni siquiera me ves!
DP: Discrepo. Habla ahora o esta noche, tú decides, PAU.
P: ¡PEDRO!
DP: ¡PAULA!
Ella meneó la cabeza. El enfado desapareció al instante.
P: Eres imposible... Doctor Pedro.
DP: Contigo, sí... Pau.
Paula notó sus mejillas arder. Suspiró sonoramente, derrotada. Escribió de nuevo.
P: No sé cómo lo consigues... Está bien. ¡Tú ganas! Mi madre se ha enfadado porque Zaira ha venido al taller y ha dicho que tú le habías escrito diciéndole que yo estaba allí. Y a eso se le añade que ha leído tu mensaje preguntándome si estaba todo bien después de que me marchara del taller... Mi madre me quitó el teléfono, ahora está más que enfadada, así que no es buena idea que nos veamos. Ya te aviso cuando las aguas se calmen.
DP: Yo siempre gano, me cueste lo que me cueste. Y no, Pau, ahora más que nunca es buena idea que nos veamos. Ven a comer al hospital, porque si me estás escribiendo es que no estás con ella, ¿me equivoco? Somos amigos, ¿no? Los amigos comen juntos...
La tristeza y la impotencia se apoderaron de ella. Si Karen se había enfadado porque su hija tenía un amigo, su único amigo, ¿qué tenía que hacer Paula ahora?, ¿cómo debía actuar? Se moría de ganas por ver a Pedro, pero ¿adónde los llevaría una amistad que ya a su madre no le gustaba? ¿Otra decepción?
Su iPhone vibró de nuevo.
DP: No te sientas obligada. Lo último que quiero es presionarte. Yo sí quiero verte, pero quien me importa eres tú. Si quieres comer conmigo, estaré en la cafetería del hospital dentro de una hora.
Paula sonrió. Su estómago aleteó. ¿Cómo podía negarse con tales palabras?
CAPITULO 51 (TERCERA HISTORIA)
Los vestidos de novia eran una maravilla en cuanto a confección, pero rechazó los cinco que se probó. Se vistió con su ropa y se calzó las Converse verdes que se había puesto, a juego con su vestido de estampado de flores.
—Vale —asintió la señora Michel—. Ahora, dime qué corte te gusta a ti: cadera, cintura, imperio, tipo sirena, suelto... Luego, te diré yo lo que creo, ¿de acuerdo?
—¿No tiene alguno corto? —sugirió Paula, esperanzada.
—El corte en la cintura, sin duda —contestó su madre—. Y largo —recalcó con énfasis.
En ese momento, Zaira irrumpió en el taller, con Caro en el carrito.
—¡Paula! —gritó la pelirroja, emocionada.
Corrieron al encuentro de la otra y se abrazaron.
Apenas se conocían, pero Paula sentía cierto vínculo con Zaira, a lo mejor porque le recordaba a Lucia, o porque parecía una amante ferviente de las zapatillas All Star, como ella, y como Pedro...
—Me acaba de escribir Pedro diciéndome que estabas aquí. ¡Qué bien! —le apretó las manos.
Paula se ruborizó y desvió la mirada hacia la niña, preciosa, una réplica exacta de Zaira Alfonso, excepto por los ojos, de Pedro. Se agachó y comenzó a hacerle cosquillas. Caro se rio sin control, removiéndose en la silla para que
la cogiera. Paula soltó una carcajada y siguió entreteniéndola.
—Señora Chaves —saludó Zaira a Karen, con una radiante sonrisa.
—Llámame Karen, por favor —también sonrió, aunque la alegría no alcanzó sus ojos—. En realidad, ya nos íbamos, ¿verdad, cariño? —la sujetó del brazo para incorporarla del suelo. Y añadió, dirigiéndose a Stela—: Ha sido un placer, señora Michel. Llámeme para concertar la siguiente cita, cuando tenga el boceto del vestido. Gracias.
Tanto Zaira como la diseñadora parpadearon confusas por tan repentina despedida.
—Adiós —les dijo Paula con pesar, antes de salir a la calle.
Su madre caminó deprisa, arrastrándola hacia una cafetería. Se sentaron en torno a una de las mesitas circulares del local. Karen pidió un café bien cargado, que se bebió despacio, en silencio. Unos minutos después, rompió la fría calma que precedía a la tempestad.
—Vas a explicarme ahora qué ha sido eso.
—¿El qué, mamá? No te entiendo...
—Claro que me entiendes. No eres ninguna tonta, ni yo tampoco — entrecerró los ojos—. No era un alumno, ¿verdad? Era el doctor Pedro a quien escribías antes. No me mientas otra vez —chasqueó la lengua.
En ese instante, su iPhone vibró en el bolso. Lo sacó, pero su madre se lo arrebató. Paula contuvo el aliento y rezó para que no fuese él...
—Vaya, vaya... —sonrió Karen con falsedad—. Leo literalmente: «¿Qué tal en el taller? ¿Está todo bien? Si quieres me paso a verte cuando salga de trabajar. ¿A qué horas terminas tus clases?». Es de... —miró la pantalla— Doctor Pedro —le devolvió el teléfono—. Me sorprenden muchas cosas: en primer lugar, me resulta curioso que te mandes mensajes con tu antiguo médico, puesto que fue el doctor Walter quien te trató desde que despertaste del coma; en segundo lugar —enumeró con los dedos—, no sabía que el doctor Pedro había estado en tu casa; en tercer lugar, tenéis bastante confianza, ¿no?, a juzgar por la familiaridad con la que te trata; y en cuarto y último lugar —apoyó los codos en la mesa y se inclinó—, creía que habíamos quedado en que cancelabas tus clases de hoy. Ya puedes empezar a hablar, Paula. Te escucho —se recostó en la silla y se cruzó de brazos, erguida y muy recta.
—No tengo nada que decir, mamá. El día que recibí el alta completa, el doctor Walter me dijo que fuera al despacho de Pedro porque me la iba a firmar él al ser el jefe de planta —se encogió de hombros, fingiendo indiferencia—. Le comenté a Pedro que mantendría las sesiones del psicólogo. Él se preocupó y me dio su número de móvil para llamarlo si necesitaba alguna vez su ayuda. Lo siguiente que pasó fue verlo el sábado en la fiesta del Club. Estuve un rato charlando con su familia. Después, lo vimos ayer en el restaurante. Ya está —e imploró al cielo para que su madre no indagara más.
—Todavía no me has dicho por qué te escribe mensajes —apuntó Karen, suspicaz—. Y te ha preguntado por el taller, lo que significa que... —observó el móvil otra vez.
Pero Paula lo guardó en el bolso.
—Dame el móvil, hija —le ordenó su madre en un tono afilado, abriendo la mano en su dirección.
—Mamá, por favor... —le suplicó, aterrorizada.
No había borrado ningún mensaje...
—Dame el móvil, hija —repitió, rechinando los dientes.
Paula, entonces, lo sacó y lo apagó.
—¡Enciéndelo ahora mismo! —se levantó Karen de un salto, ya habiendo perdido los nervios.
—Soy adulta. Por favor, cálmate, mamá. No estoy haciendo nada malo, y Pedro tampoco —negó con la cabeza, sonrojada por el espectáculo que estaban protagonizando.
Su madre, entonces, tiró un billete a la mesa y le dijo:
—Tenemos cita en el hotel Harbor dentro de tres horas. Te veré allí —y se fue.
CAPITULO 50 (TERCERA HISTORIA)
¡Ja! ¿Amigos? ¡No te lo crees ni tú! ¿De verdad piensas ser amiga de Pedro Alfonso, ese mismo hombre que te ha reconocido que le gustas, que te quiere besar otra vez? ¡Cómo se te ha ocurrido acceder a esto!
Apenas durmió más de tres horas esa noche de lo nerviosa que estaba.
—¿De qué te ríes, cariño? —quiso saber su madre al día siguiente.
—De nada —mintió.
Pero no podía dejar de sonreír. A pesar de la locura a la que había accedido, saber que tenía a Pedro a su lado, que podía contar con él, que lo vería a menudo... Se llenó de ilusión. Sacó el móvil del bolso y le escribió un mensaje:
P: ¿Qué tal la guardia anoche? ¿Sigues trabajando?
La respuesta tardó cinco segundos:
DP: Una guardia tranquila. Sí, sigo trabajando, hasta las seis. ¿Y tú?, ¿qué haces?
P: Estoy en el taller de Stela Michel.
DP: Zaira es la ayudante de Stela, pregúntale por ella, son como madre e hija.
—¿Con quién hablas, cariño?
No debía mentir otra vez, pero prefirió guardarse el pequeño secreto para ella sola. Algo en su interior le aconsejó que mantuviera la boca cerrada hacia Paula Chaves.
—Con uno de mis alumnos, mamá. Estoy concertando una clase.
Paula y su madre acababan de entrar en el taller de la diseñadora, en la planta baja de un edificio de pisos en pleno corazón de Boston. Madre e hija se encontraban en una especie de salón, al que se accedía nada más traspasar la puerta principal. El piso era amplísimo, cuadrado y contenía varios apartados, pues contó seis puertas en torno al salón. Ellas estaban en el centro del taller, en un apartado abierto: el gigantesco probador. Una moqueta beis, pulcra y limpia delimitaba el espacio. Había un podio circular, de terciopelo rojo, en medio, rodeado por un biombo formado por espejos altos y anchos que definían tres cuartas partes del mueble, y sofás a ambos lados para los clientes.
—Súbete al podio, querida —le indicó Stela, portando varios vestidos en los brazos.
Stela Michel era una mujer alta, esbelta y extremadamente elegante. Vestía por completo de negro. Sus cabellos castaños estaban recogidos en un moño bajo y tirante a modo de flor, con la raya lateral, mostrando su ancho mechón canoso, un distintivo especial.
Caminaba con los hombros relajados y el mentón ligeramente elevado, una imagen que transmitía sabiduría y formalidad, imagen que podía confundirse con altanería, pero Paula pensaba que las primeras impresiones podían ser falsas. El metro verde alrededor del cuello y el alfiletero morado en la muñeca derecha, lo que indicaba que era zurda, parecían pertenecer a su propia piel.
La diseñadora apoyó los vestidos en los sofás de la izquierda. Paula se quitó el bolso bandolera y lo dejó en el sofá de la derecha, para no entorpecer su trabajo. Se subió al podio y esperó. Stela fue retirando las fundas de los vestidos de novia, y los desplegó por el mueble.
El momento había llegado.
—Bueno —comenzó Stela, sonriéndole con cariño—, antes de nada, me gustaría hacerte una serie de preguntas, Paula. Luego, te pruebas estos vestidos para que yo vea cuál es tu corte y con cuál te sientes más cómoda. A partir de ahí, diseño tu vestido. Concertamos otra cita para que hagas los cambios que desees en el boceto y elijamos las telas. Te tomo medidas y comenzamos. ¿Cuándo es la boda?
—El...
—El veintitrés de septiembre —la interrumpió Karen.
La señora Michel frunció el ceño un segundo.
—Por favor, señora Chaves—le dijo Stela—, siéntese y póngase cómoda. ¿Le apetece un café? —sonrió.
—No, gracias —respondió de igual modo.
—¿Y tú, querida? —le preguntó ahora a Paula.
Ella negó con la cabeza, ocultando una risita por la tensión que, de repente, se había instalado en el taller.
—¿Zaira Alfonso trabaja para usted, señora Michel? —se interesó Paula, para suavizar el ambiente.
—¡Claro! —exclamó, muy contenta—. Es algo más que mi ayudante. La adoro como si fuera mi propia hija. ¿La conoces?
—Estuve ingresada un tiempo en el hospital.
Pedro fue mi neurocirujano y hace poco conocí a Rocio y a Zaira. Pedro me ha comentado que Zaira trabaja para usted.
—¡Qué grata noticia, querida! —se acercó a ella y comenzó a rodearla, analizando su cuerpo—. Bájate y charlemos —la tomó de las manos con
confianza y la ayudó a descender. Se acomodaron las tres en el sofá libre—. Zaira era mi ayudante los fines de semana, pero cuando nació Caro decidió trabajar entre semana unas horas diarias y así tener libres los fines de semana para su marido y su hija. De hecho, no tardará en venir —comprobó la hora en su reloj de muñeca—. Y bien, ¿qué habías pensado para tu vestido?
—Las flores y los lazos...
—Mucho volumen y una gran cola, ¿verdad, tesoro? —la cortó Karen, agarrándola del brazo.
—Disculpe mis palabras, señora Chaves —le pidió la diseñadora—, pero me gustaría que me respondiera la novia, es decir, su hija.
Karen se sobresaltó, y se enfadó, pero no dijo nada.
—¿Paula?
—Bueno, yo... —comenzó Paula, dubitativa, mirando a su madre—. Sí — aceptó en un suspiro derrotado—. Volumen y cola.
Stela la observó unos segundos, como si la examinara.
—Vamos a probarte unos vestidos. Solo para ver el corte, no te fijes en el vestido en sí, ¿de acuerdo?
Ella asintió y se dirigió de nuevo al podio. Se desnudó para quedarse en ropa interior y descalza. La diseñadora le colocó por la cabeza el primer traje: era largo, sin cola, recto, de corte imperio y manga muy corta. Paula hizo una mueca. Stela se rio y se lo cambió por otro: largo, pequeña cola, corte en la cadera, mangas hasta los antebrazos y escote en barco. Paula negó de inmediato.
CAPITULO 49 (TERCERA HISTORIA)
Él se inclinó y la cogió en vilo. La acomodó en su regazo y la envolvió con su cuerpo. Ella suspiró y se aferró a Pedro, escondiendo el rostro en su cuello. Su pequeño cuerpo vibró.
—¿Por qué dejaste de tratarme? —quiso saber Paula en un trémulo susurro.
—Por tu anillo de compromiso —confesó al instante—. Huí de ti.
—¿Por qué? —levantó la cabeza.
—Cuando Anderson se presentó con el anillo... —los celos lo devoraron. Desvió la mirada—. Pensé que ya sobraba en tu vida.
—¿Ya sobrabas?
—He sido más que tu médico —le apretó la cintura sin darse cuenta—. Te he cuidado como no he cuidado a ninguno de mis pacientes. Al principio, lo hacía por Lucia, pero, un día, dejé de ver a tu hermana y solo te vi a ti.
Las mejillas de Paula se sonrojaron de forma exquisita. Pedro se las besó prolongadamente en un acto que no planeó, porque no se resistió a la tentación de besar su piel, como tampoco se había resistido a sentarla en sus piernas y no despegarse de ella.
—Pedro... —frunció el ceño, apoyando las manos en su pecho—. Me he sentido perdida dos veces en mi vida; la primera fue por la muerte de mi hermana y la segunda fue al salir del coma —sonrió con tristeza—. Contigo no me siento así. Contigo siento que encuentro mi luz... Pero no podemos seguir viéndonos. No podemos abrazarnos. No podemos besarnos otra vez... — agachó la cabeza—. Para mis padres, Ramiro es el yerno perfecto, lo ha sido siempre. Lo adoran. Y cuando hablan de la boda, se les ilumina la cara, Pedro —lo miró sin pestañear y revelando esa dichosa imposición—. Los abandoné al morir Lucia, regresé después de dos años sin verlos y a los pocos meses me ingresaron en coma más de un año. No puedo hacer mi vida porque se la debo. No puedo defraudarlos más. No puedo...
Pedro le limpió las lágrimas que acababa de derramar. Por extraño que pareciera, la entendió. Él había estado toda su vida, y seguía estándolo, midiendo cada paso que daba para no decepcionar a su familia, para no manchar su apellido, para intentar alcanzar a los prodigios de sus hermanos.
La comprendía, sí, pero no lo aceptaba, porque no quería aceptarlo.
—Me gustas mucho, Pau—observó su boca con el corazón galopando a un ritmo desbocado—. Ayer no pretendía besarte, pero lo hice. Y quiero hacerlo otra vez. Quiero abrazarte todo el tiempo... —tensó la mandíbula, sujetándola por la nuca y atrayéndola hacia él—. Y quiero hacerte muchas más cosas... —tragó con esfuerzo—. No soporto la idea de que tú no quieras verme más, porque siento que tú sientes lo mismo que yo.
—Doctor Pedro... —gimió, estrujándole la camisa.
—Pau... —jadeó, al apreciarla tan sensible entre sus brazos.
Se miraron con una desesperación increíble.
—Por favor... —le suplicó Pedro, recostando la frente en la suya, bajando los párpados—. Por favor, Pau, no me alejes de tu lado... Déjame ser tu amigo.
—Pero...
—No quiero que estés perdida —la contempló con férrea determinación—. Dices que conmigo te sientes segura, pues no te separes de mí. No me importa nada que no sea tu bienestar. Te lo prometo. Quien está perdido soy yo... He perdido la cabeza... la cabeza y el corazón... Joder... Ahora entiendo a mis hermanos...
Ese caos emocional y físico que se había adueñado de él desde que trasladaron a Paula al General, ya no era ningún caos, porque nunca lo había sido... Por primera vez en su vida, Pedro Alfonso se había enamorado...
La amaba. No había otra explicación para la sensación de conexión que experimentaba cuando la miraba, cuando estaban cerca, cuando se rozaban...
La amaba, y por ella sería capaz de cualquier cosa. Jamás la dejaría sola, mucho menos ahora que Paula le había confesado que con él no se sentía perdida.
—Dime que serás mi amiga, Pau.
—¿Estás seguro? —titubeó Paula.
Pedro suspiró sonoramente. Asintió.
—Pero no podemos... —se ruborizó ella—, ya sabes.
—¿Abrazarte sí? —respondió Pau, comprendiendo su comentario.
Paula contestó rodeándolo por el cuello, pegándose a él.
¿Su amigo? ¡Ja! Ya veremos cuánto dura esto...
—¿Cuándo empiezas la guardia? —le preguntó ella, preocupada.
Pedro sacó el móvil del bolsillo trasero del vaquero y comprobó la hora, ya estaba anocheciendo.
—Tengo que irme ya —anunció él—. Tengo que pasar por casa, ducharme y cambiarme —no quería levantarse, pero lo hizo.
Paula lo acompañó a la puerta.
—¿No te da tiempo a tomar algo? Puedo prepararte un sándwich y así bebes más limonada, esa que te gusta tanto —sonrió.
Él soltó una carcajada.
—Es tarde, pero gracias, amiga —enfatizó, divertido.
—¿Tienes muchas amigas? —quiso saber de repente, seria.
—Ninguna —se inclinó y la besó en la mejilla.
—Gracias, Pedro. Es todo un honor ser la única —se alzó de puntillas y lo abrazó.
—Eso no lo dudes nunca, Pau —le susurró Pedro al oído, después de morderse la lengua para no gemir. La apretó con suavidad y se fue.
Y su erección no se amansó, como tampoco su corazón.
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