miércoles, 8 de enero de 2020
CAPITULO 51 (TERCERA HISTORIA)
Los vestidos de novia eran una maravilla en cuanto a confección, pero rechazó los cinco que se probó. Se vistió con su ropa y se calzó las Converse verdes que se había puesto, a juego con su vestido de estampado de flores.
—Vale —asintió la señora Michel—. Ahora, dime qué corte te gusta a ti: cadera, cintura, imperio, tipo sirena, suelto... Luego, te diré yo lo que creo, ¿de acuerdo?
—¿No tiene alguno corto? —sugirió Paula, esperanzada.
—El corte en la cintura, sin duda —contestó su madre—. Y largo —recalcó con énfasis.
En ese momento, Zaira irrumpió en el taller, con Caro en el carrito.
—¡Paula! —gritó la pelirroja, emocionada.
Corrieron al encuentro de la otra y se abrazaron.
Apenas se conocían, pero Paula sentía cierto vínculo con Zaira, a lo mejor porque le recordaba a Lucia, o porque parecía una amante ferviente de las zapatillas All Star, como ella, y como Pedro...
—Me acaba de escribir Pedro diciéndome que estabas aquí. ¡Qué bien! —le apretó las manos.
Paula se ruborizó y desvió la mirada hacia la niña, preciosa, una réplica exacta de Zaira Alfonso, excepto por los ojos, de Pedro. Se agachó y comenzó a hacerle cosquillas. Caro se rio sin control, removiéndose en la silla para que
la cogiera. Paula soltó una carcajada y siguió entreteniéndola.
—Señora Chaves —saludó Zaira a Karen, con una radiante sonrisa.
—Llámame Karen, por favor —también sonrió, aunque la alegría no alcanzó sus ojos—. En realidad, ya nos íbamos, ¿verdad, cariño? —la sujetó del brazo para incorporarla del suelo. Y añadió, dirigiéndose a Stela—: Ha sido un placer, señora Michel. Llámeme para concertar la siguiente cita, cuando tenga el boceto del vestido. Gracias.
Tanto Zaira como la diseñadora parpadearon confusas por tan repentina despedida.
—Adiós —les dijo Paula con pesar, antes de salir a la calle.
Su madre caminó deprisa, arrastrándola hacia una cafetería. Se sentaron en torno a una de las mesitas circulares del local. Karen pidió un café bien cargado, que se bebió despacio, en silencio. Unos minutos después, rompió la fría calma que precedía a la tempestad.
—Vas a explicarme ahora qué ha sido eso.
—¿El qué, mamá? No te entiendo...
—Claro que me entiendes. No eres ninguna tonta, ni yo tampoco — entrecerró los ojos—. No era un alumno, ¿verdad? Era el doctor Pedro a quien escribías antes. No me mientas otra vez —chasqueó la lengua.
En ese instante, su iPhone vibró en el bolso. Lo sacó, pero su madre se lo arrebató. Paula contuvo el aliento y rezó para que no fuese él...
—Vaya, vaya... —sonrió Karen con falsedad—. Leo literalmente: «¿Qué tal en el taller? ¿Está todo bien? Si quieres me paso a verte cuando salga de trabajar. ¿A qué horas terminas tus clases?». Es de... —miró la pantalla— Doctor Pedro —le devolvió el teléfono—. Me sorprenden muchas cosas: en primer lugar, me resulta curioso que te mandes mensajes con tu antiguo médico, puesto que fue el doctor Walter quien te trató desde que despertaste del coma; en segundo lugar —enumeró con los dedos—, no sabía que el doctor Pedro había estado en tu casa; en tercer lugar, tenéis bastante confianza, ¿no?, a juzgar por la familiaridad con la que te trata; y en cuarto y último lugar —apoyó los codos en la mesa y se inclinó—, creía que habíamos quedado en que cancelabas tus clases de hoy. Ya puedes empezar a hablar, Paula. Te escucho —se recostó en la silla y se cruzó de brazos, erguida y muy recta.
—No tengo nada que decir, mamá. El día que recibí el alta completa, el doctor Walter me dijo que fuera al despacho de Pedro porque me la iba a firmar él al ser el jefe de planta —se encogió de hombros, fingiendo indiferencia—. Le comenté a Pedro que mantendría las sesiones del psicólogo. Él se preocupó y me dio su número de móvil para llamarlo si necesitaba alguna vez su ayuda. Lo siguiente que pasó fue verlo el sábado en la fiesta del Club. Estuve un rato charlando con su familia. Después, lo vimos ayer en el restaurante. Ya está —e imploró al cielo para que su madre no indagara más.
—Todavía no me has dicho por qué te escribe mensajes —apuntó Karen, suspicaz—. Y te ha preguntado por el taller, lo que significa que... —observó el móvil otra vez.
Pero Paula lo guardó en el bolso.
—Dame el móvil, hija —le ordenó su madre en un tono afilado, abriendo la mano en su dirección.
—Mamá, por favor... —le suplicó, aterrorizada.
No había borrado ningún mensaje...
—Dame el móvil, hija —repitió, rechinando los dientes.
Paula, entonces, lo sacó y lo apagó.
—¡Enciéndelo ahora mismo! —se levantó Karen de un salto, ya habiendo perdido los nervios.
—Soy adulta. Por favor, cálmate, mamá. No estoy haciendo nada malo, y Pedro tampoco —negó con la cabeza, sonrojada por el espectáculo que estaban protagonizando.
Su madre, entonces, tiró un billete a la mesa y le dijo:
—Tenemos cita en el hotel Harbor dentro de tres horas. Te veré allí —y se fue.
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