miércoles, 8 de enero de 2020

CAPITULO 48 (TERCERA HISTORIA)




Paula se acercó al ventanal, ofreciéndole la espalda.


—Hace tres años y medio —comenzó ella—, abandoné la universidad. Estaba a punto de terminar Derecho, a punto de licenciarme. Siempre fui muy aplicada en los estudios e iba más adelantada que los de mi curso, pero la muerte de Lucia lo cambió todo.  Destruyó mi mundo y me sumergí en un estado de confusión. De repente, nada tenía sentido, nada... Mi hermana era mi mejor amiga desde que nació. Y en cuatro días la perdí... Me encerré en mí misma.


Inhaló aire y lo expulsó, sosegada. Sus luceros se perdieron en el exterior.


—Mis padres —continuó—, a pesar de la tristeza y del dolor que sentían, me aconsejaron viajar, bien sola o bien acompañada por quien quisiese. Pensé en Lucia —sonrió con nostalgia—, una aventurera nata cuyo mayor sueño era
conocer Asia, en concreto Shanghái. A mi hermana le encantaba la Historia desde que aprendió a leer. Decía que de mayor se recorrería el mundo y que empezaría en Shanghái —se rio, meneando la cabeza—. Así era Lucia de alocada, de enérgica y de alegre. Siempre sonreía, siempre vivía todo con ilusión.


—Y te fuiste a Shangái —adivinó él, sin atisbo de dudas.


Paula lo miró y asintió.


—Decidí volar a Shanghái en homenaje a mi hermana, sin billete de vuelta, solo de ida —arrugó la frente—. Nada más aterrizar, busqué una pensión y una escuela para aprender el idioma. Cuatro meses después, me ahogué, literalmente —suspiró—. Lucia me atormentaba en mis pesadillas y en mi día a día —se frotó los brazos—. Viajar a Shanghái fue un error, porque me esclavicé a los recuerdos y al sueño de mi hermana, no al mío —anduvo hasta el sofá y se sentó, abrazándose las piernas flexionadas. Recostó la cara en las rodillas y bajó los párpados—. Fracasada, hundida y sin saber todavía lo que quería hacer con mi vida, hice la maleta y me fui al aeropuerto. Compré un billete para Boston con escala en Nueva York, pero el destino me concedió una extraña oportunidad. No me di cuenta de que me habían dado un billete, no dos... —abrió los ojos y le sonrió, levantando la cabeza—. Cuando entregué la tarjeta de embarque, el revisor me dijo que me había confundido de puerta, que los vuelos a Nepal eran en el control siguiente.


—¿Nepal? —arqueó las cejas, sorprendido. Se sentó a su lado.


Ella asintió y soltó una carcajada.


—¿Y qué hiciste? —quiso saber Pedro, sonriendo y doblando una pierna debajo del trasero, a la vez que apoyaba un codo en el respaldo y la mejilla en el puño.


—Me fui a Nepal —se rio unos segundos, contagiándolo—. Tenía dos opciones: cambiaba el billete o alargaba el viaje. Y lo hice —sus verdes luceros brillaron resplandecientes—. ¿Sabes qué fue lo más curioso de todo?


Pedro amplió la sonrisa.


—Que me dio la risa —declaró Paula, divertida—. Fue la primera vez que sonreí de verdad después de la muerte de Lucia. Y pensé que mi hermana, desde el cielo, me estaba guiando o gastándome una broma —respiró hondo —. Pero cuando aterricé en Nepal, me dio por llorar —la tristeza regresó a su intensa mirada—. Creo que fue un ataque de ansiedad —frunció el ceño—. Me costaba respirar. Y una anciana se acercó para auxiliarme. Empezó a pasar las manos por encima de mi pecho, sin llegar a tocarme, mientras murmuraba cosas en su idioma. Me pidió que cerrara los ojos y que tomara aire profundamente. Y me relajé —sonrió con dulzura—. Me preguntó que qué hacía en Nepal. Le conté lo de mi hermana. Estuvimos cuatro horas sentadas en las sillas del aeropuerto. Me escuchó. Y luego me invitó a su casa —se recostó en el brazo del sofá, hecha un ovillo, observándolo al hablar—. Me dijo que mi espíritu estaba demasiado herido y que necesitaba sanar y encontrar la luz. Que la luz estaba ahí, pero que yo, en ese momento, no veía nada —su precioso semblante se cruzó por la gravedad—. Me dijo que me quedara con ella unos días, que vivía sola y que así nos haríamos compañía hasta que yo decidiera qué paso dar. Y esos días se convirtieron en meses. Al final, estuve un año y medio viviendo con la anciana.


—¿Qué hiciste allí? —se interesó él, atento a su voz delicada, a su maravillosa historia y encantado por la confianza que estaba depositando Paula en su persona, algo que lo llenó de satisfacción y de esperanza.


—La anciana vivía en una aldea y era una especie de curandera. Enseñaba lo que hoy se conoce como el Chi kung, que son unas técnicas relacionadas con la medicina china tradicional, que regulan el cuerpo, la respiración, la mente y el corazón. Se hace con objetos terapéuticos. Es gimnasia, ejercicios que mejoran la salud física y psicológica —suspiró, tranquila—. Siempre repetía una frase de Confucio: «Primero debes estar tranquila, luego tu mente podrá estar serena. Una vez que tu mente esté serena, estarás en paz. Solo cuando estés en paz, serás capaz de pensar y progresar fácilmente» —hizo una pausa, asimilando la propia Paula tales palabras—. Cuando comprendí la frase, la anciana me dijo que ya estaba preparada para volver a casa. Y volví
—clavó los ojos en el suelo—. Nunca le he contado esto a nadie, ni siquiera a mis padres...


—Cuando estabas en coma, me dijo tu madre que no sabían qué habías hecho allí porque no les hablaste de ello.


—Les llamaba una vez a la semana. No les decía nada, salvo que estaba bien. Les mentía para evitarles más dolor. Ellos respetaron mi decisión sin cuestionarme. Permitieron que me alejara de ellos nada más perder a Lucia. Los abandoné... —tragó, emocionada—. Y me recibieron con los brazos abiertos nada más bajar del avión —lloró sin emitir ruido, continuaba hablando aunque en un tono quebrado—. Estuve en casa de mis padres una
semana, hasta que encontré un alquiler cómodo y agradable. Me inscribí en una escuela para ser monitora de yoga. Me saqué el título después de un mes intensivo de curso. Mis padres corrieron la voz entre sus amigos y empecé a dar clases particulares en mi casa.


—¿Es aquí donde las das? —abarcó el salón con el brazo libre.


—Sí —se secó la cara con los dedos—. Retiro la mesa y las sillas. Mis alumnos traen sus propias esterillas —se sentó igual que estaba él. Lo miró, seria y penetrante—. Tres meses después, tuve el accidente de tráfico.


—¿Lo recuerdas? —entornó los ojos.


—Recuerdo que un borracho se saltó un semáforo y se empotró contra mi puerta —contestó ella, ya más calmada—. Me golpeé contra el volante. No saltó el airbag. Perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos, estaba en la calle, tumbada en el suelo. Me llevaron al hospital en una ambulancia, aunque yo me sentía bien. Un poco mareada, nada más —hizo un ademán para restar importancia—. Unas semanas después, me desmayé. Lo siguiente que recuerdo —sonrió lentamente— es la cara de Rose y la tuya.


Pedro se rio, revolviéndose los cabellos, avergonzado.


—Menudo médico fui... —dijo Pedro—. Te despertaste y me quedé paralizado. No me lo esperaba... —acortó la distancia, necesitaba estar más cerca—. Si te soy sincero, creí que nunca lo harías. Sufriste varios ataques
cardiorrespiratorios muy seguidos. Tus padres se plantearon ingresarte en el Kindred, que es un hospital para pacientes terminales o que requieren una recuperación más larga.


—No lo sabía... —emitió en un hilo de voz.





No hay comentarios:

Publicar un comentario