miércoles, 8 de enero de 2020
CAPITULO 49 (TERCERA HISTORIA)
Él se inclinó y la cogió en vilo. La acomodó en su regazo y la envolvió con su cuerpo. Ella suspiró y se aferró a Pedro, escondiendo el rostro en su cuello. Su pequeño cuerpo vibró.
—¿Por qué dejaste de tratarme? —quiso saber Paula en un trémulo susurro.
—Por tu anillo de compromiso —confesó al instante—. Huí de ti.
—¿Por qué? —levantó la cabeza.
—Cuando Anderson se presentó con el anillo... —los celos lo devoraron. Desvió la mirada—. Pensé que ya sobraba en tu vida.
—¿Ya sobrabas?
—He sido más que tu médico —le apretó la cintura sin darse cuenta—. Te he cuidado como no he cuidado a ninguno de mis pacientes. Al principio, lo hacía por Lucia, pero, un día, dejé de ver a tu hermana y solo te vi a ti.
Las mejillas de Paula se sonrojaron de forma exquisita. Pedro se las besó prolongadamente en un acto que no planeó, porque no se resistió a la tentación de besar su piel, como tampoco se había resistido a sentarla en sus piernas y no despegarse de ella.
—Pedro... —frunció el ceño, apoyando las manos en su pecho—. Me he sentido perdida dos veces en mi vida; la primera fue por la muerte de mi hermana y la segunda fue al salir del coma —sonrió con tristeza—. Contigo no me siento así. Contigo siento que encuentro mi luz... Pero no podemos seguir viéndonos. No podemos abrazarnos. No podemos besarnos otra vez... — agachó la cabeza—. Para mis padres, Ramiro es el yerno perfecto, lo ha sido siempre. Lo adoran. Y cuando hablan de la boda, se les ilumina la cara, Pedro —lo miró sin pestañear y revelando esa dichosa imposición—. Los abandoné al morir Lucia, regresé después de dos años sin verlos y a los pocos meses me ingresaron en coma más de un año. No puedo hacer mi vida porque se la debo. No puedo defraudarlos más. No puedo...
Pedro le limpió las lágrimas que acababa de derramar. Por extraño que pareciera, la entendió. Él había estado toda su vida, y seguía estándolo, midiendo cada paso que daba para no decepcionar a su familia, para no manchar su apellido, para intentar alcanzar a los prodigios de sus hermanos.
La comprendía, sí, pero no lo aceptaba, porque no quería aceptarlo.
—Me gustas mucho, Pau—observó su boca con el corazón galopando a un ritmo desbocado—. Ayer no pretendía besarte, pero lo hice. Y quiero hacerlo otra vez. Quiero abrazarte todo el tiempo... —tensó la mandíbula, sujetándola por la nuca y atrayéndola hacia él—. Y quiero hacerte muchas más cosas... —tragó con esfuerzo—. No soporto la idea de que tú no quieras verme más, porque siento que tú sientes lo mismo que yo.
—Doctor Pedro... —gimió, estrujándole la camisa.
—Pau... —jadeó, al apreciarla tan sensible entre sus brazos.
Se miraron con una desesperación increíble.
—Por favor... —le suplicó Pedro, recostando la frente en la suya, bajando los párpados—. Por favor, Pau, no me alejes de tu lado... Déjame ser tu amigo.
—Pero...
—No quiero que estés perdida —la contempló con férrea determinación—. Dices que conmigo te sientes segura, pues no te separes de mí. No me importa nada que no sea tu bienestar. Te lo prometo. Quien está perdido soy yo... He perdido la cabeza... la cabeza y el corazón... Joder... Ahora entiendo a mis hermanos...
Ese caos emocional y físico que se había adueñado de él desde que trasladaron a Paula al General, ya no era ningún caos, porque nunca lo había sido... Por primera vez en su vida, Pedro Alfonso se había enamorado...
La amaba. No había otra explicación para la sensación de conexión que experimentaba cuando la miraba, cuando estaban cerca, cuando se rozaban...
La amaba, y por ella sería capaz de cualquier cosa. Jamás la dejaría sola, mucho menos ahora que Paula le había confesado que con él no se sentía perdida.
—Dime que serás mi amiga, Pau.
—¿Estás seguro? —titubeó Paula.
Pedro suspiró sonoramente. Asintió.
—Pero no podemos... —se ruborizó ella—, ya sabes.
—¿Abrazarte sí? —respondió Pau, comprendiendo su comentario.
Paula contestó rodeándolo por el cuello, pegándose a él.
¿Su amigo? ¡Ja! Ya veremos cuánto dura esto...
—¿Cuándo empiezas la guardia? —le preguntó ella, preocupada.
Pedro sacó el móvil del bolsillo trasero del vaquero y comprobó la hora, ya estaba anocheciendo.
—Tengo que irme ya —anunció él—. Tengo que pasar por casa, ducharme y cambiarme —no quería levantarse, pero lo hizo.
Paula lo acompañó a la puerta.
—¿No te da tiempo a tomar algo? Puedo prepararte un sándwich y así bebes más limonada, esa que te gusta tanto —sonrió.
Él soltó una carcajada.
—Es tarde, pero gracias, amiga —enfatizó, divertido.
—¿Tienes muchas amigas? —quiso saber de repente, seria.
—Ninguna —se inclinó y la besó en la mejilla.
—Gracias, Pedro. Es todo un honor ser la única —se alzó de puntillas y lo abrazó.
—Eso no lo dudes nunca, Pau —le susurró Pedro al oído, después de morderse la lengua para no gemir. La apretó con suavidad y se fue.
Y su erección no se amansó, como tampoco su corazón.
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