domingo, 22 de diciembre de 2019

CAPITULO 17 (TERCERA HISTORIA)




Esa joven tan educada, discreta, pequeña y triste lo incitaba a protegerla de todo y de todos. Pero también le asaltaban las dudas por descifrar esa confusión que sentía por Paula, su pecado, y él era humano y ella, demasiada tentación...


—No tiene nada que ver con el otro vestido, el que te ha regalado tu novio —le comentó Pedro—. ¿A ti te gusta?


—¿Y a ti? —le dijo Paula, hundiendo los hombros.


Él respiró hondo para calmarse, pues, de pronto, apreció ese característico impulso de abrazarla al detectar un deje de vulnerabilidad en su suave y delicada voz. No pasó por alto que respondiera con una pregunta, empezaba a descifrar a su muñeca...


—Me gusta, sí. Es sencillo, como tú —sonrió—. ¿No dicen que en la sencillez radica la elegancia?


Ella se rio, lanzando a Pedro directo hacia un manantial. Esa sonrisa natural, no cortés, ni triste ni amarga, le arrancó el último suspiro para renacer de nuevo...


Eres tan bonita, Pau... Joder, estoy perdido...


—Por cierto —añadió Paula, con el ceño fruncido y posando un dedo sobre los labios—, ¿qué hacías aquí? En mi calle.


Pedro parpadeó por el rumbo de la conversación. Y, ahora, ¿qué excusa le daba?


—Salía de una guardia del hospital. Iba para mi casa y te vi en el suelo. No me llevo el coche al trabajo, siempre voy andando.


Bueno, solo mintió en que se dirigía de camino a su apartamento, pues la casa de los hermanos Alfonso estaba en dirección contraria al loft. Necesitaba verla después de tres días de continuo desconcierto mental. Y, mientras decidía si estaba interesado o no en ella, se mantendría cerca de aquella muñeca tan condenadamente bonita que le sustraía algún que otro latido a su corazón.


—¡Estás sin dormir! —exclamó ella, cubriéndose las coloradas mejillas con las manos—. Y yo quitándote tiempo... Perdona, Pedro... —se abatió, agachando la cabeza—. Me cambio y te acompaño a la calle, que, si no — sonrió con esa pesada carga revoloteando en sus ojos—, Adela es capaz de secuestrarte.


—No te preocupes, no tengo sueño. Últimamente padezco insomnio.


Hacía un mes que habían vuelto las largas noches de pesadillas que lo despertaban sudoroso sin haber descansado más de dos horas. Desde la muerte de Lucia, no las había padecido, hasta que Paula se había presentado en la mansión de sus padres el día de su cumpleaños.


—¿Y tienes hambre? Porque sed, sí, ¿no? —arqueó ella las cejas, divertida.


—Perdona —se disculpó él, ruborizado y enojado consigo mismo—. Contigo se me olvidan mis modales —guardó la jarra en el frigorífico—. Tienes la nevera vacía.


—No la guardes. Sírvete todo lo que quieras. Perdóname a mí por no haberte ofrecido nada —adoptó una postura seria—. Ha sido un descuido.


—¿Ya estamos pidiendo perdón? —inquirió Pedro, fingiendo seriedad.


Paula sonrió con timidez, incrementándose su sonrojo, y se humedeció los labios.


—Necesito hacer la compra —le dijo ella, girándose para encaminarse hacia la habitación—. Me cambio, voy al supermercado y te preparo algo —se sujetó la falda y corrió descalza hacia los flecos—. ¡No tardo!


Él le tomó la palabra y bebió más limonada.


Unos minutos escasos después, ella surgió más guapa aún de lo que estaba antes. Los tonos pastel la favorecían, intensificaban el extraño verde de sus luceros, los resaltaban. El vestido era una camisola recta hasta la mitad de los muslos, de estampado étnico en rosa, celeste, verde manzana, amarillo y blanco, remangada en los antebrazos, sin cuello y escote en pico. Llevaba la cazadora vaquera azul oscura, el bolso bandolera de piel marrón y unas Converse blancas. La cinta de su coleta, baja y lateral, era como las zapatillas.


Pedro creyó flotar ante la visión de esa leona blanca. Hasta las heridas de las rodillas le parecieron lindas... Meneó la cabeza para espabilarse, se colocó la chaqueta del traje y apagó el iPod.


—Te invito a comer en el restaurante que tú prefieras —declaró Pedromientras abría la puerta.


Rezó una plegaria para que se negara. Lo que en verdad deseaba era que Paula cocinara para él y disfrutar de ella en su loft, alejados de cualquiera, conocerla en su ambiente.


Salieron al descansillo. Ella cerró con llave. Se metieron en el ascensor.


—¿No quieres comer aquí? —le preguntó Paula—. Te cocino yo y así te agradezco tus... —se ruborizó por entera—, tus cuidados.


—No tienes que agradecerme nada —gruñó—. Es mi trabajo cuidarte. Soy tu médico.


—Lo siento —se disculpó, estirándose el vestido—. No pretendía ofenderte. Solo quería ser amable. Y te recuerdo que ya no eres mi médico.


Pedro se fijó en Paula y ocultó una risita.


—Te estás tocando la ropa.


—¡Oh! —detuvo sus movimientos—. Perdóname, pero la culpa es tuya porque eres un borde conmigo —apretó los puños, claramente obligándose a no tirar de la camisola otra vez.


Se miraron unos segundos y estallaron en carcajadas.


—Estaré encantado de que cocines para mí —él hizo una cómica reverencia—. Tienes razón, soy un grosero y un borde contigo —frunció el ceño—. No sé que me pasa contigo...




CAPITULO 16 (TERCERA HISTORIA)




Pedro se acercó a la cómoda que había pegada a la pared de la derecha del salón, detrás del sofá. Encendió la pantalla del iPod que estaba conectado a unos pequeños altavoces verdes, igual que la funda del dispositivo. No tenía contraseña, por lo que accedió a la aplicación de la música con facilidad. No debía cotillear, se dijo, pero sentía curiosidad por saber qué le gustaba. A él le encantaba la música, no para bailar, sino para desconectar o utilizarla como ambiente, ya fuera cocinando, estudiando o, incluso, en el quirófano, pues siempre operaba con la radio puesta.


Reprodujo la última canción escuchada, Let her go, de Passenger. Subió el volumen lo suficiente para disfrutarla sin que molestase al hablar. Se quitó la chaqueta, que colgó en una de las cuatro sillas de mimbre que rodeaban la mesa rectangular del comedor, en el extremo contrario al sofá. Había una esterilla rosa paralela a la mesa, que dedujo utilizaría para practicar sus ejercicios de yoga.


Pedro se remangó la camisa por encima de las muñecas y observó el loft.


Había un portátil, un MacBook Pro, encima de la mesa, pero no había televisión ni ningún aparato electrónico, excepto el iPod y el ordenador. No le
sorprendió.


Sonrió. Le gustaba mucho el apartamento de Paula. Era limpio, luminoso, sencillo, pequeño, bonito, femenino y puro, como ella. Se respiraba una apacible serenidad. El blanco gastado y el color crema predominaban. Y poseía el fresco aroma floral de ella en cada rincón. En las paredes, colgaban marcos finos, amarillos y cuadrados de láminas de flores en acuarela.


Se acercó a la cocina y abrió la nevera, a la izquierda, que estaba casi vacía. Sacó una jarra de limonada. Cogió un vaso de una balda de madera blanca, justo enfrente y encima de la encimera, y se sirvió la bebida. La probó.


Gimió de deleite.


—¿Está rica? —le preguntó ella a su espalda, sobresaltándolo.


—Está muy... —comenzó Pedro, mientras se giraba, pero se le atascaron las palabras al verla con el vestido que Ramiro había calificado de soso—. Está buenísima...


¿Soso? En comparación con la bazofia amarilla 
chillona y de tul que, gracias a Dios, había quedado para el arrastre...


—Joder... —emitió él sin apenas voz, rodeándola lentamente para admirarla.


Los finísimos tirantes del vestido ofrecían un escote en pico, dividiendo cada seno con una tela distinta. El satén marfil comenzaba desde el pecho derecho hasta terminar en el suelo; el pecho izquierdo estaba cubierto por seda drapeada de color blanco, que continuaba en curva hasta el ombligo, cubría el costado y se detenía en la columna vertebral, dejando así el corpiño bien diferenciado en dos partes; la mitad superior de la espalda estaba descubierta.


El vestido se ajustaba a su anatomía hasta las caderas, desde donde se deslizaba suelto hasta arremolinarse en los pies. Sus senos, ni pequeños ni grandes, perfectos y acordes a su cuerpo menudo, su vientre plano, la sellada curva de su cintura y el incitante inicio del trasero se marcaban de forma elegante con el excitante punto exacto para no poder apartar los ojos de ella y calificarla de una mujer excepcional.


Pedro apoyó el vaso en la encimera, en forma de L, y le retiró la cinta celeste del pelo. Metió los dedos entre sus largas y sedosas hebras oscuras. Le colocó los cabellos por la espalda y por los hombros. Ella se paralizó, conteniendo el aliento, y él escondió una sonrisa al detectar sus nervios.


Te pongo nerviosa, Pau, y no te imaginas cuánto me gusta eso...


Nunca le había costado seducir a una mujer y ninguna se había negado a su cortejo, todo lo contrario. Pedro se consideraba un caballero de los de antaño, de los que protagonizaban las ficciones románticas, simplemente porque él era un galán nato. Para Pedro, la conquista, ya fuera larga o corta, era vital. Se esforzaba en los detalles, en abastecer las más pequeñas necesidades y en colmar a la mujer de atenciones, halagos, mensajes bonitos de texto, cenas en los mejores restaurantes, citas sensibles e, incluso, regalos. Eran apenas tres semanas como mucho lo que habían durado sus mini relaciones. Y todas acababan adorándolo, aunque las abandonase porque se hubiera fijado en otra.


Quizás, el amor no estaba hecho para él. 


Siempre lo intentaba, pero ninguna había resultado ser la definitiva, no había sentido nada hacia ellas salvo atracción.


La aventura, la adrenalina, la fantasía, la atracción sexual, el éxtasis... Todo eso era temporal y, mientras acontecía, lo disfrutaba, pensando que ese era el primer paso hacia el amor. No obstante, las relaciones se rompían, el amor se extinguía, las personas fallecían, la felicidad completa no existía... Eso no quitaba que no se empeñase en buscar a su compañera, aunque aún no había tenido suerte.


Y jamás se había metido en medio de ninguna relación; de hecho, huía de las mujeres que tuviesen pareja, fueran casadas o no.


Todo se había ido al traste... Y se encontraba en un estado constante de frustración, de dudas y de nerviosismo. Pensaba constantemente en Paula, no se iba de su cabeza ni siquiera cuando soñaba. Su interior era un caos porque
sentía que había más que atracción, era algo más que físico y, por primera vez en su vida, con ella, no estaba actuando conforme a unas pautas de seducción para conquistarla, porque no quería conquistarla, pero se comportaba sin pensar en nada salvo en seguir sus instintos, y todos sus instintos querían a Paula. Era agotador luchar contra uno mismo, pero ¿cómo no hacerlo? Estaba prometida...


Antes, en el sofá, le había poseído un espíritu: el espíritu de la idiotez...


Había sido un completo mentecato al inclinarse con la intención de besarla...


¡Besarla, por Dios! ¡Estaba prometida! ¡Era una mujer prohibida! Pero, al cogerla en brazos para sentarla en el sillón y curarle las heridas de las rodillas, se había sentido próximo a ella, había experimentado algo extraño: el cierre de los extremos de una cinta rota que se habían unido al fin al reconocerse como las dos partes de una única unidad, como si se hubieran encontrado después de una vida eterna y solitaria en busca de su otra mitad...


Por eso, había deseado besarla con más anhelo del que había sentido jamás.


La quería para él.




CAPITULO 15 (TERCERA HISTORIA)




Paula se acuclilló y abrió la cremallera de la funda. Soltó un grito al comprobar el estado del vestido: estaba destrozado. La seda se había arrugado y manchado porque la funda era muy fina y el agua y la grasa negra de las ruedas del coche la habían traspasado. Cayó sobre su trasero.


—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró, con los ojos perdidos.


—¿Para cuando lo necesitas?


—Para mañana por la noche, para la fiesta del Club.


—¿El Club de Campo? —alzó las cejas.


—Sí —lo observó con el ceño fruncido—. Es la fiesta del inicio del verano.


—Lo sé —sonrió, arrodillándose—. Mi familia también está invitada. Creo que toda la alta sociedad lo está. Es un día bastante ajetreado con actividades durante la mañana y la tarde y una cena de gala por la noche —sacó la prenda y se levantó, sujetando el vestido en alto. Lo analizó—. ¿No es un poco llamativo para ti? —le preguntó, extrañado—. Es bonito, no me malinterpretes, pero esta falda de tul amarilla... —chasqueó la lengua—. ¿No es demasiado volumen para ti?


Ella estalló en carcajadas.


—¿He dicho algo gracioso, Pau? —se contagió de su risa.


—Me lo ha regalado Ramiro porque no le gusta el que yo ya me había comprado —se encogió de hombros.


—¿Tienes otro?


—Sí —asintió—. ¿Qué hago con este?


Los dos contemplaron el vestido amarillo, que Pedro apoyó en el sofá.


—A no ser que te compres otro igual... —le sugirió él—. ¿Por qué no te pruebas el que elegiste tú?


—Ramiro dice que es muy soso.


Pedro respiró hondo y se tocó la sien, cerrando los ojos un segundo.


—Pruébatelo —le sonrió él, con su característica tranquilidad—. Estoy harto de asistir a este tipo de fiestas. Puedo aconsejarte, si quieres. Te diré si es apto o no. Si no lo es, te acompaño a por uno.


Y aquella sonrisa, sincera, sosegada, preciosa... instaló calma en Paula, a la vez que aumentaba la agitación de su estómago, una mezcla que acababa de iniciar el sendero a su verdadero hogar... Lástima que no se trataba de su hogar real...