miércoles, 11 de diciembre de 2019
CAPITULO 138 (SEGUNDA HISTORIA)
La realidad apuñaló su espalda a traición y encogió su interior con crueldad.
Paula le golpeó el pecho para separarse de él.
¡¿Qué he hecho?! ¡¿Cómo he podido permitir esto?! ¡¿Cómo?!
—¡Quítate de encima! —le gritó, de repente, agobiada.
Pedro retrocedió, parpadeando y todavía respirando con dificultad. Ella saltó al suelo y se arregló la ropa con prisas, igual que él.
—Espera —le pidió Pedro, agarrándola del brazo para impedir su fuga—. Solo escúchame un momento, por favor...
Paula se soltó como si se hubiera quemado por el contacto. Se ajustó el pañuelo en la cabeza.
Tenía el pelo demasiado corto todavía como para sentirse segura sin la tela. Por desgracia, todo lo sucedido con Pedro en los últimos dos meses y medio la había convertido en una mujer débil.
—Esto ha sido un error —pronunció ella, ronca, cogiendo el bolso y la chaqueta—. Quiero los papeles firmados cuanto antes —se acercó a la puerta.
—¡No! —Pedro apoyó una mano en la madera—. No te irás de aquí hasta que me escuches.
—¡No! —tiró del picaporte, pero lo único que consiguió fue trastabillar con sus pies y caerse sobre la dura roca cálida que era su marido—. ¡Déjame salir!
—¡No, joder! —sujetó sus muñecas a su espalda y la pegó a su pecho—. Melisa miente —le susurró.
Paula dio un respingo.
—Mauro estaba conmigo esa noche —continuó Pedro, sin aflojar el agarre —. Hay muchas cosas que no cuadran. Voy a averiguarlo todo, pero quiero que tú lo hagas conmigo.
Ella se retorció hasta que logró apartarse. Se giró y lo observó, desconfiada. Se cruzó de brazos.
—¿Qué quieres decir con que Melisa miente? —inquirió ella, adelantando una pierna e irguiéndose.
Estaba tan atractivo que, si no fingía frialdad, se arrojaría a su cuello otra vez. A pesar de las ojeras, la palidez, la expresión de agotamiento, su ceño fruncido por la preocupación, que la chispa seductora tan característica en sus preciosos ojos apagados se había desvanecido... jamás había visto a un hombre tan atractivo como él en ese momento. Jamás.
Sin embargo, Pedro la había engañado, y de la peor manera: había dejado embarazada a Melisa, y cuando Paula se recuperaba de un tumor cerebral.
Había pasado los peores días de su vida, alejada de él, sin comer, sin moverse de la cama excepto lo necesario, sin ganas de nada, atormentándose con imágenes en las que su marido acariciaba a Melisa, riéndose los dos de ella, llamándola fea, gorda, enferma, calva...
Pero, al entrar Pedro en el despacho de Bruno unos minutos atrás, el intenso amor que sentía por él había aflorado con tanta rapidez como cuando las flores, de repente, abrían sus pétalos y se dejaban bañar por los rayos del sol del inicio de la primavera. Un segundo antes, esas mismas flores no existían; al menos, nadie atisbaba su presencia, pero estaban ahí, escondidas, como su corazón, que había vuelto a palpitar...
Se había rendido a sus besos como hacía tanto que no pasaba. Tres meses.
Tres meses sin sentir sus manos sobre su cuerpo, sus labios sobre los suyos, sin abrigarlo en su interior, sin amarse con la salvaje pasión tan característica de su guerrero... Él le había hecho daño, había sido demasiado brusco, pero ella no se había quejado, no le había importado. El placer se había unido al dolor al admirar el puro chocolate líquido de su mirada, que se había transformado en agonía, porque, al igual que ella, también se había rendido en cuanto se habían tocado.
Pero, por desgracia, la realidad seguía siendo la misma. El presente no había cambiado y no se podía retroceder en el tiempo. No había ninguna diferencia entre Paula y el resto de los ligues del mosquetero mujeriego Pedro Alfonso.
—He estado hablando con Mauro —comenzó él, apoyando las caderas en el escritorio y las manos, a ambos lados del cuerpo. Estiró las piernas, que enlazó a la altura de los tobillos, y agachó ligeramente la cabeza. Clavó los ojos en los de ella, con seriedad y valentía—. Mi hermano me llevó a la cama esa noche y...
—¿De verdad me vas a recordar lo que sucedió? —exclamó Paula, incrédula—. ¿Que no te basta con que lo tenga metido en la cabeza? —se la golpeó con el dedo, enfatizando.
—Escúchame —le ordenó, furioso, incorporándose.
—¡¿Y encima te enfadas porque no quiero oírlo otra vez?! —rabiosa, avanzó y lo empujó—. ¡No quiero escucharlo! ¡No te quiero escuchar! — estalló en llanto—. ¡Te odio! ¡Te odio con toda mi alma!
—¡Pues tendrás que oírlo otra vez para darte cuenta de que Melisa miente! —la agarró de las manos para frenar su ataque y la abrazó.
—¡Suéltame! —gritó, removiéndose de forma frenética, asfixiándose, inhalando su maldito aroma a madera acuática que tanto había echado de menos—. ¡Déjame en paz! ¡Te odio! ¡TE ODIO! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me has hecho esto?!
—¡No! —la apretó más—. Rubia... —su voz se quebró—. Por favor, escúchame...
Lloraron los dos, temblando. Paula le arrugó las solapas de la bata, escondió la cara en su cuello y chilló, convulsionándose, expulsando lo que hasta el momento se había guardado porque, sencillamente, no había podido sacarlo, no había podido desahogarse, no había derramado una sola lágrima... hasta ahora. Y se sintió fatal, perdida, sola...
—Por favor... —imploró él, entrecortado—. Por favor, rubia... Por favor...
Ella lo contempló, aún llorando, más calmada, aunque emitiendo hipidos irregulares. Pedro le secó el rostro, sonriendo con tristeza. Paula ahogó un sollozo al percatarse de su estado, de lo desalentado que estaba, sin ese brillo que tantos estragos causaba en el sector femenino.
Nunca lo había visto así...
¿Y si todo era una treta de Melisa? ¿Y si su marido tenía razón? Una persona que amaba a otra y la engañaba, la miraba con arrepentimiento, cobardía incluso, pero él la observaba con una profunda congoja, con una expresión de desdicha. Sufría tanto como ella, como si les hubieran obligado a separarse, como si les hubieran castigado siendo ambos inocentes...
Ella retrocedió y respiró hondo.
—Habla, Pedro. Te escucho.
CAPITULO 137 (SEGUNDA HISTORIA)
No tardó ni un segundo en salir al pasillo. La rabia se unió a la impotencia y al dolor que ya sentía. Averiguaría si Melisa decía la verdad, Mauro tenía razón. Pedro era médico y pertenecía a una de las familias más influyentes del estado, podía utilizar sus recursos, los Alfonso contaban con los mejores abogados, y su hermano mayor conocía a un policía que había demostrado con creces lo bueno que era en su profesión, en caso de que lo necesitasen.
Entró sin llamar.
Y se paralizó. Su corazón explotó en su pecho.
Su aliento se desvaneció.
Tanto Bruno como Paula se giraron al verlo. Estaban de pie, frente al ventanal del fondo. Ella, con uno de sus pañuelos de seda verde cubriéndole la cabeza, demacrada, tal cual la había definido Mauro, más delgada que nunca, con sus exóticos ojos caídos y enrojecidos por la tristeza, estaba más hermosa que nunca...
—Rubia... —pronunció en un hilo de voz.
—Soldado... —se tapó la boca de inmediato al percatarse del error.
Cuando sus miradas se cruzaron...
Cuando Pedro atisbó anhelo en sus ojos...
Cuando se fijó en que sus senos bajaban y subían sin control... Cuando notó cómo se estremecía... Lanzó el sobre por los aires, avanzó, decidido, a la vez que su hermano pequeño se alejaba hacia la puerta, la tomó por la nuca y la besó con rudeza, para asombro de todos, él incluido...
Bruno desapareció. Paula se petrificó un instante, pero, al siguiente, lo correspondió...
¡Lo besó!
Y Pedro... no malgastó el tiempo. La succionó, absorbió su boca, consumió sus labios, la embistió con la lengua sin permitirle respirar, pero ella no se quejó, sino que luchó igual que él. Se desafiaron. Se besaron con egoísmo, codicia, avidez... Los gemidos de Paula y los jadeos de Pedro crearon una sensual melodía imposible de apagarse.
Cogió a su mujer en brazos y la sentó en el escritorio, sin despegar sus bocas. Se situó entre sus piernas, levantándole el vestido hasta la cintura para pegarse cuanto pudiera a sus caderas. Se devoraron. Se apretaron el uno al otro con fiereza. Él introdujo las manos por dentro de su ropa para acariciar su piel. Deliró...
Le quitó los tacones, las medias y las braguitas con la ayuda de ella, quien apoyó las manos en la mesa para incorporarse unos centímetros a pulso.
Y los besos se tornaron aún más febriles... Pedro mordió sus labios, desquiciado por tanto como la deseaba, por tanto como la había echado de menos... Paula gritó en su boca, deshaciéndose entre sus brazos.
Temblaron.
Ella le desabrochó el cinturón y le bajó el pantalón y los calzoncillos con torpeza; enroscó las manos en su cuello y le clavó los talones en el trasero. Él la sujetó por las nalgas y la penetró de un empujón, arrancándoles gritos entrecortados a ambos.
Detuvieron el beso de golpe. Se miraron, con los rostros muy cerca. Y se amaron con rapidez, enloquecidos, sin besarse, contemplándose a los ojos con un ardor incuestionable. No hubo delicadeza por parte de ninguno. Pedro arremetía con fuerza, aferrándose con toda su alma al mágico sueño que estaba viviendo, porque no deseaba despertar... Le aplastó el trasero con las manos, mientras Paula lo recibía con un desafío alucinante, mordiéndose los labios para silenciar sus chillidos de placer.
El éxtasis tardó apenas unos segundos en precipitarlos hacia el más profundo de los abismos... juntos.
CAPITULO 136 (SEGUNDA HISTORIA)
Cuatro semanas después
—¿Por qué no, Pedro? —ronroneó Melisa, acercándose a su silla.
—He dicho que no —zanjó él la cuestión—. Y te he repetido miles de veces que no te acerques al hospital.
—Eli ya no trabaja aquí, ¡qué más te da! —se sentó sobre su regazo.
—¡Fuera, Melisa! —estalló, empujándola e incorporándose. La contempló sin esconder la repugnacia que sentía hacia ella—. Tú y yo no vamos a cenar, no vamos a tener citas y mucho menos vamos a mantener una relación. ¡Fue un jodido error del que ni siquiera me acuerdo! — no se molestó en tranquilizarse. Estaban solos, Bonnie se encontraba de baja, no tardaría en dar a luz —. Que te entre bien en la cabeza —la señaló con el dedo índice— que lo único que nos une a ti y a mí, lo único que nos unirá de por vida, es el bebé que llevas en tu vientre, nada más. Y ahora —apuntó con la
mano hacia la puerta—, largo de aquí, Melisa, o llamo a seguridad —hizo ademán de descolgar el teléfono fijo de su escritorio.
Melisa bufó, colérica, y se marchó.
Él se sentó de nuevo y se frotó la cara, desesperado.
Cinco minutos más tarde, Mauro se presentó en el despacho con Gaston en brazos.
—¿Está aquí? —se ilusionó Pedro, levantándose de un salto.
—Está con mamá en la cafetería. Han venido juntas —le entregó al niño.
—¡Bribón! —se emocionó al ver a su hijo. Lo abrazó con ternura y lo besó —. Cuánto te echo de menos, cariño, no te lo imaginas... —tragó para controlar las lágrimas.
Gaston sonrió y le acarició la cara, feliz de reencontrarse con su papá.
A pesar de estar con el niño unos minutos diarios en el hospital, era horrible la sensación de soledad que invadía su cuerpo cuando entraba en su casa, en su habitación, sin la cuna, sin Gaston, sin Paula, sin el aroma a mandarina... Ni siquiera las numerosas guardias que hacía lo ayudaban.
—Mamá y papá subirán a verte dentro de un rato. Papá todavía no ha venido, pero mamá me ha dicho que no tardará.
—¿Qué ocurre? —se preocupó él.
—Me acabo de enterar, Pedro, te prometo que...
—Mauro —lo cortó—. Dímelo.
—Traen los papeles del divorcio.
Dios mío... No, por favor...
A Pedro se le borró cualquier rastro de color del rostro. Se le debilitaron las piernas, pero se aferró a Gavin.
—Lo siento, Pedro —le palmeó la espalda con suavidad.
—No puedo más...
Mauro, veloz, cogió al bebé antes de que Pedro cayese al suelo y se mordiera el puño para no gritar y no asustar al niño. Se hizo sangre. Ni siquiera le dolió.
—No puedo más... —repitió, en un hilo de voz—. Tengo que hablar con ella —se incorporó con torpeza y la vista borrosa—. Tengo que...
—No —lo agarró del brazo—. Necesitáis tiempo los dos, Pedro.
—¡No pienso divorciarme!
Y Gaston, al fin, sollozó. Mauro lo calmó enseguida, besándolo y acunándolo.
Por primera vez en cuatro semanas, Pedro Alfonso se desahogó en presencia de alguien. Había estado los últimos veintiocho días sin hablar sobre el tema con nadie, absolutamente nadie. Su familia no lo había interrogado, no habían nombrado a Paula, excepto si alguno le traía al niño al despacho, que solían ser Catalina, Alexis o Mauro.
—Pedro, te prometo que cuando te dejé esa noche en la cama y volví a mi habitación, no vi a Melisa. Creí que se había ido. Te lo prometo —asintió, vehemente—. Debió de esconderse en el salón o en la cocina.
—No es tu culpa... —se desplomó en la silla de piel—. No me acuerdo de nada, solo de su colonia empalagosa, pero de nada más... ¿Qué voy a hacer?
—Averiguar lo que sucedió esa noche —le respondió su hermano con gravedad—. Te conozco. Te conocemos todos. Bruno siempre ha sido el mayor defensor de Paula, pero ahora piensa igual que todos: no pudiste acostarte con
Melisa. Y si no te hemos dicho nada en estas semanas es porque creíamos que necesitabas tiempo, pero... —chasqueó la lengua—. Estoy harto de verte así, Pedro, haciendo guardias sin descansar. Estoy harto de ver a Paula tan demacrada como lo está, como lo estás tú. Estoy harto de ver alejadas a dos personas que están locas la una por la otra, y todo por culpa de una loca como Melisa.
No había coincidido con Paula desde que esta se había marchado del apartamento. No se habían visto. Lo único que sabía era que se hospedaba en el hotel de Howard, un hecho que, cuando se enteró, le volvió tan loco que se presentó en el hotel y le exigió a Ariel, con gritos e insultos, que le confirmara la noticia.
Howard, sonriendo con suficiencia, le dijo que ella estaba viviendo allí desde la primera noche en que se habían separado, y que no permitiría jamás la entrada de Pedro en ninguna de sus propiedades, en especial en ese hotel. Hicieron falta cinco guardias de seguridad para echarlo a la calle.
—¿Y si Melisa está jugando? —inquirió Mauro, serio.
—¿A qué te refieres? —preguntó, sorprendido y extrañado a partes iguales.
—Estabas muy borracho, apenas podías abrir los ojos. Me costó mucho arrastrarte a la cama. Es imposible que rindieras. Somos hombres y médicos, Pedro, esas cosas las sabemos de sobra. Te recuerdo que en tu boda te amenazó.
—¿Crees que es tan retorcida como para mentir con algo así?
—¡Cuándo no ha sido retorcida, joder! —frunció el ceño—. Tienes que comprobar las dos ecografías que, supuestamente, le ha hecho su ginecólogo de Nueva York, y los análisis. Qué curioso... —entrecerró los ojos—. Cuando tú le pediste que se cambiara al doctor Rice, se negó. Resulta que prefiere viajar una vez al mes a Nueva York para una supuesta revisión. ¿Y deja el trabajo? ¿Deja a su padre solo en la clínica? —resopló—. No, Pedro. Todos vimos cómo es Melisa y cómo es Antonio Chaves. ¿Crees que un padre como Chaves permite que su adorada hija lo abandone para instalarse en Boston porque se queda embarazada del marido de su otra hija, un hombre al que detesta? Porque Chaves te odia, igual que tú a él —levantó una mano y añadió —: Y que no se te olvide que Melisa mantuvo una relación con Howard nada más anunciarse tu compromiso con Paula, una relación que, también, curiosamente —recalcó, ladeando la cabeza—, se rompió justo cuando Melisa decidió pedir perdón a su hermana y acostarse contigo, su cuñado, la misma noche que consiguió hablar con Paula. No, Pedro. Nada de lo que ha sucedido en relación a Melisa puede calificarse de sincero.
Pedro se golpeó el mentón con los dedos, pensativo. ¿Y si su hermano tenía razón? ¿Por qué no se le había ocurrido a él comprobar el historial, verificar el embarazo? ¡¿Dónde demonios estaba su inteligencia?!
Mi rubia se lo ha llevado todo... Sin ella, no soy nadie...
—¿Se lo habéis dicho a Paula? —preguntó Pedro, esperanzado—. ¿Habéis hablado con ella?
—Ya sabes que Zaira queda con Paula todas las tardes, pero no hablan de ti. Cuando Zaira saca el tema, Paula se marcha y la deja con la palabra en la boca.
En ese momento, sus padres entraron en el despacho. Sus expresiones apenadas de las últimas cuatro semanas se habían acrecentado. Samuel portaba un gran sobre marrón en la mano.
—No me voy a divorciar —masculló Pedro, cruzándose de brazos—, así que ya podéis devolverle los papeles —se incorporó—. Mejor aún, lo haré yo —le arrebató el sobre a su padre—. ¿Dónde está?
—Pedro, cariño, no creo que... —comenzó Catalina.
—No. Si quiere divorciarse de mí, tendrá que decírmelo a la cara. Estoy hasta las narices de ver a Gaston porque uno de vosotros me lo trae al despacho cuando a ella le da la gana. Se acabó. ¿Dónde está?
—En el despacho de Bruno.
CAPITULO 135 (SEGUNDA HISTORIA)
—¿Qué significa esto? —pronunció Paula, atónita.
Pedro no se movía, tampoco respiraba, y sus ojos estaban desorbitados.
Siete días atrás, Bonnie lo había telefoneado para avisarlo de que Melisa Chaves lo había llamado al hospital para hablar con él urgentemente. Pedro le había pedido a su secretaria que, si Melisa volvía a intentarlo, le diera su móvil personal. En otra circunstancia, no lo hubiera hecho.
Y sus sospechas se habían confirmado cuando su cuñada le había mandado el primero de muchos mensajes contándole que tenía un retraso, que había acudido al ginecólogo y que le había confirmado, por medio de un análisis de sangre, que le había enviado al iPhone para demostrar que no mentía, que estaba embarazada. De él.
Le había rogado a Melisa que esperara unos días, que, por favor, le dejara hablar con su mujer antes de hacer nada, pero su cuñada lo había amenazado con hacer pública la noticia en la prensa si no se presentaba en Nueva York.
Evidentemente, él no había ido. Y ahora Melisa estaba frente a Pedro, con su primera ecografía en la mano, mostrándosela a los presentes, a Paula...
—¿Qué clase de broma es esta? —exigió Juana, arrebatándole el papel a su hija—. ¿Ahora juegas a esto, Melisa? ¿Tantas lágrimas esa noche, tantas disculpas, para que ahora pretendas hundir a tu hermana otra vez, como has hecho siempre?
—No pretendía que las cosas sucedieran de esta manera —contestó Melisa, agachando la cabeza, parecía avergonzada—, pero yo... —se
humedeció los labios—. Pedro estaba muy borracho y yo... no pude negarme. Soy demasiado débil con un hombre como él...
Paula se acercó a su hermana.
—¿De qué estás hablando?
—¿No es obvio? —sus ojos brillaron—. Lo siento, Eli, pero tu marido y yo nos acostamos. No lo pretendíamos ninguno de los dos, pero surgió. Y te aseguro que le pedí que te lo contara, pero Pedro...
La interrumpió, abofeteándola con tanta fuerza que Melisa se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo sentada, cubriéndose la cara y contemplándola con su característica sonrisa malévola.
El sonido despertó a Pedro, que dio un respingo.
Su mujer cogió el abrigo y el bolso y se marchó.
—Dime, por favor —le rogó Juana a él, entrelazando las manos a modo de plegaria—, que Melisa miente. Por favor...
Pedro tragó con esfuerzo y salió en busca de Paula.
La niñera estaba en el salón con Gaston, Mauro, Zaira, Caro y Bruno. Los cuatro adultos lo observaron pasmados. Él se dirigió al dormitorio y cerró tras de sí, apoyándose en la puerta. Ella estaba frente a la cristalera, ofreciéndole la espalda, con los brazos cruzados en el pecho.
—Por eso estabas tan raro —emitió Paula en un tono de gélida calma, tan frío que le produjo un horrible escalofrío—. No me gusta que me traten como si fuera estúpida. Y tú lo llevas haciendo las últimas seis semanas. Fue la única noche que no dormimos juntos, mi última noche en el hospital —se giró y lo enfrentó, estirada e intimidante—, ¿me equivoco?
A Pedro se le cortó el aliento al verla tan distante. No lloraba, no parecía enfadada ni dolida. Su rostro mostraba indiferencia...
Recordó las palabras de ella cuando, la madrugada previa a la operación, le había dicho a Zaira en la habitación del hospital que la indiferencia era mucho peor que los gritos y las lágrimas, porque la indiferencia no transmitía nada, ni odio, ni tristeza, ni enfado, ni dolor, nada...
Él respiró hondo y comenzó:
—Cuando me despedí de ti, fui al hotel de Howard. Solo quería prevenirlo para que no se acercara a ti a no ser que tú lo buscaras, porque estabas dolida. Y discutimos. Howard me reprochó todo lo que tú sufriste en Europa por mi culpa y yo... —se detuvo unos segundos. Clavó los ojos en el suelo. No podía mantenerle la mirada. Era demasiado duro...—. Llegué a casa. No había comido nada desde por la mañana y bebí whisky como un imbécil... Me sentía fatal por el pasado, por abandonarte, por no haber impedido tu viaje a Europa... —introdujo las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas—. Cuando me fui a dormir, tu hermana se presentó aquí. Quise echarla, pero estaba tan borracho que Mauro me llevó a la cama. A la mañana siguiente, estaba Melisa a mi lado... desnuda... —hundió los hombros—. No me acuerdo de nada...
—¿Por qué ha dicho Melisa que no le has dejado otra opción? —quiso saber, sin variar la voz ni la postura.
—Me llamó al hospital hace una semana. Bonnie me telefoneó para decirme que Melisa necesitaba hablar conmigo y que era un asunto
importante. Le dio mi móvil. Al día siguiente, me escribió contándomelo y adjuntándome el resultado de la analítica. Ha estado mandándome mensajes a diario, amenazándome con revelarlo a la prensa si no acudía a Nueva York para verla.
—Pero en la prensa no ha salido nada. Y tampoco has ido a Nueva York.
—Le pedí que esperara unos días para que yo hablara contigo.
—No lo has hecho.
Se contemplaron un eterno minuto, él, estremecido y ella, como un témpano de hielo.
—¿Pensabas decírmelo? —inquirió Paula, adelantando una pierna.
—Pensaba que... —se pasó las manos por la cabeza, a cada instante más nervioso—. No quería creérmelo.
—¿A pesar de los análisis? —no le dio tregua—. Y, ahora con la ecografía, ¿tampoco te lo crees? Contéstame, Pedro.
Pedro la observó, con el corazón destrozado.
Asintió.
—Y, ¿qué debería hacer yo ahora? —agregó ella, caminando hacia él—. Si tú estuvieras en mi situación, ¿qué harías? Es más —alzó los brazos y sonrió sin alegría—, imagínate que tú estás recién operado de un tumor, que la única noche que duermo yo en casa para descansar, la noche antes de que te den el alta, me emborracho —se detuvo y colocó las manos en la cintura—, no recuerdo nada, pero, al día siguiente, me despierto con Ariel, desnudo, a mi
lado y en tu cama, que también es la mía. Te lo oculto todo. Te rechazo. Dejo de besarte, acariciarte, incluso abrazarte, sonreírte y consolarte. Tú empiezas a sentirte una basura, te falta seguridad, tanto en tu físico como en tu personalidad. Sientes que ya no te amo, que el tumor ha destruido tu matrimonio conmigo. Y, de repente, seis semanas después de sentirte cada día peor, de que yo te rechace cuando te acercas a mí en la ducha, se presenta Ariel y te muestra una ecografía. Dime, Pedro, ¿qué harías tú ahora mismo? — ladeó la cabeza.
—Mataría a Howard —declaró él, rechinando los dientes.
—Pero yo no quiero ir a la cárcel por matar a mi hermana. De hecho — levantó una mano—, no creo que Melisa se merezca ni eso. ¿Y qué harías conmigo? ¿Qué harías con nuestro matrimonio a raíz de mi desliz, un desliz que tú has descubierto por Ariel, no por mí?
Pedro inhaló aire y lo expulsó de forma irregular.
Los ojos le picaron y la garganta le quemó. Las lágrimas inundaron sus mejillas como respuesta a las preguntas de su mujer, lágrimas que ella comprendió a la perfección...
—Estoy de acuerdo contigo —le dijo Paula, antes de dirigirse al vestidor.
Guardó sus pertenencias y las de Gaston en las maletas, tomándose su tiempo, un tiempo en el que él se mantuvo solidificado en la puerta; solo se movió cuando ella se lo pidió.
—Perdóname... —le imploró Pedro.
—Quítate, por favor.
—Rubia...
—¿Ahora soy rubia? —resopló—. Llevas seis semanas llamándome Paula.
—Perdóname... —repitió, incapaz de decir otra cosa, incapaz de evitar su marcha.
—Por favor —lo miró, erguida, con los brazos repletos de bolsas y fundas, incluida la cuna de viaje de su hijo—, no me llames para nada, ni me escribas. Contacta conmigo y con el niño a través de mi madre. Podrás estar con Gaston
siempre que quieras, ya te lo dije antes de que nos casáramos, que nunca te alejaría de él. Ahora mismo, hablaré con ella para avisarla. Quítate.
Pedro sujetó el picaporte, lo apretó hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
—Insúltame... Pégame... Llámame imbécil... Pero no te vayas... —le suplicó—. Perdóname, por favor...
Pero Paula no se inmutó, por lo que él abrió la puerta.
Paula... Su rubia... El amor de su vida... La mujer más extraordinaria y hermosa que había conocido... La madre de su hijo... se fue.
Pedro cerró de un portazo, rugiendo, con el alma desgarrada. Cayó de rodillas al suelo.
Y se despreció a sí mismo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)