miércoles, 11 de diciembre de 2019

CAPITULO 135 (SEGUNDA HISTORIA)




—¿Qué significa esto? —pronunció Paula, atónita.


Pedro no se movía, tampoco respiraba, y sus ojos estaban desorbitados.


Siete días atrás, Bonnie lo había telefoneado para avisarlo de que Melisa Chaves lo había llamado al hospital para hablar con él urgentemente. Pedro le había pedido a su secretaria que, si Melisa volvía a intentarlo, le diera su móvil personal. En otra circunstancia, no lo hubiera hecho.


Y sus sospechas se habían confirmado cuando su cuñada le había mandado el primero de muchos mensajes contándole que tenía un retraso, que había acudido al ginecólogo y que le había confirmado, por medio de un análisis de sangre, que le había enviado al iPhone para demostrar que no mentía, que estaba embarazada. De él.


Le había rogado a Melisa que esperara unos días, que, por favor, le dejara hablar con su mujer antes de hacer nada, pero su cuñada lo había amenazado con hacer pública la noticia en la prensa si no se presentaba en Nueva York.


Evidentemente, él no había ido. Y ahora Melisa estaba frente a Pedro, con su primera ecografía en la mano, mostrándosela a los presentes, a Paula...


—¿Qué clase de broma es esta? —exigió Juana, arrebatándole el papel a su hija—. ¿Ahora juegas a esto, Melisa? ¿Tantas lágrimas esa noche, tantas disculpas, para que ahora pretendas hundir a tu hermana otra vez, como has hecho siempre?


—No pretendía que las cosas sucedieran de esta manera —contestó Melisa, agachando la cabeza, parecía avergonzada—, pero yo... —se
humedeció los labios—. Pedro estaba muy borracho y yo... no pude negarme. Soy demasiado débil con un hombre como él...


Paula se acercó a su hermana.


—¿De qué estás hablando?


—¿No es obvio? —sus ojos brillaron—. Lo siento, Eli, pero tu marido y yo nos acostamos. No lo pretendíamos ninguno de los dos, pero surgió. Y te aseguro que le pedí que te lo contara, pero Pedro...


La interrumpió, abofeteándola con tanta fuerza que Melisa se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo sentada, cubriéndose la cara y contemplándola con su característica sonrisa malévola.


El sonido despertó a Pedro, que dio un respingo. 


Su mujer cogió el abrigo y el bolso y se marchó.


—Dime, por favor —le rogó Juana a él, entrelazando las manos a modo de plegaria—, que Melisa miente. Por favor...


Pedro tragó con esfuerzo y salió en busca de Paula.


La niñera estaba en el salón con Gaston, Mauro, Zaira, Caro y Bruno. Los cuatro adultos lo observaron pasmados. Él se dirigió al dormitorio y cerró tras de sí, apoyándose en la puerta. Ella estaba frente a la cristalera, ofreciéndole la espalda, con los brazos cruzados en el pecho.


—Por eso estabas tan raro —emitió Paula en un tono de gélida calma, tan frío que le produjo un horrible escalofrío—. No me gusta que me traten como si fuera estúpida. Y tú lo llevas haciendo las últimas seis semanas. Fue la única noche que no dormimos juntos, mi última noche en el hospital —se giró y lo enfrentó, estirada e intimidante—, ¿me equivoco?


Pedro se le cortó el aliento al verla tan distante. No lloraba, no parecía enfadada ni dolida. Su rostro mostraba indiferencia... 


Recordó las palabras de ella cuando, la madrugada previa a la operación, le había dicho a Zaira en la habitación del hospital que la indiferencia era mucho peor que los gritos y las lágrimas, porque la indiferencia no transmitía nada, ni odio, ni tristeza, ni enfado, ni dolor, nada...


Él respiró hondo y comenzó:
—Cuando me despedí de ti, fui al hotel de Howard. Solo quería prevenirlo para que no se acercara a ti a no ser que tú lo buscaras, porque estabas dolida. Y discutimos. Howard me reprochó todo lo que tú sufriste en Europa por mi culpa y yo... —se detuvo unos segundos. Clavó los ojos en el suelo. No podía mantenerle la mirada. Era demasiado duro...—. Llegué a casa. No había comido nada desde por la mañana y bebí whisky como un imbécil... Me sentía fatal por el pasado, por abandonarte, por no haber impedido tu viaje a Europa... —introdujo las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas—. Cuando me fui a dormir, tu hermana se presentó aquí. Quise echarla, pero estaba tan borracho que Mauro me llevó a la cama. A la mañana siguiente, estaba Melisa a mi lado... desnuda... —hundió los hombros—. No me acuerdo de nada...


—¿Por qué ha dicho Melisa que no le has dejado otra opción? —quiso saber, sin variar la voz ni la postura.


—Me llamó al hospital hace una semana. Bonnie me telefoneó para decirme que Melisa necesitaba hablar conmigo y que era un asunto
importante. Le dio mi móvil. Al día siguiente, me escribió contándomelo y adjuntándome el resultado de la analítica. Ha estado mandándome mensajes a diario, amenazándome con revelarlo a la prensa si no acudía a Nueva York para verla.


—Pero en la prensa no ha salido nada. Y tampoco has ido a Nueva York.


—Le pedí que esperara unos días para que yo hablara contigo.


—No lo has hecho.


Se contemplaron un eterno minuto, él, estremecido y ella, como un témpano de hielo.


—¿Pensabas decírmelo? —inquirió Paula, adelantando una pierna.


—Pensaba que... —se pasó las manos por la cabeza, a cada instante más nervioso—. No quería creérmelo.


—¿A pesar de los análisis? —no le dio tregua—. Y, ahora con la ecografía, ¿tampoco te lo crees? Contéstame, Pedro.


Pedro la observó, con el corazón destrozado. 


Asintió.


—Y, ¿qué debería hacer yo ahora? —agregó ella, caminando hacia él—. Si tú estuvieras en mi situación, ¿qué harías? Es más —alzó los brazos y sonrió sin alegría—, imagínate que tú estás recién operado de un tumor, que la única noche que duermo yo en casa para descansar, la noche antes de que te den el alta, me emborracho —se detuvo y colocó las manos en la cintura—, no recuerdo nada, pero, al día siguiente, me despierto con Ariel, desnudo, a mi
lado y en tu cama, que también es la mía. Te lo oculto todo. Te rechazo. Dejo de besarte, acariciarte, incluso abrazarte, sonreírte y consolarte. Tú empiezas a sentirte una basura, te falta seguridad, tanto en tu físico como en tu personalidad. Sientes que ya no te amo, que el tumor ha destruido tu matrimonio conmigo. Y, de repente, seis semanas después de sentirte cada día peor, de que yo te rechace cuando te acercas a mí en la ducha, se presenta Ariel y te muestra una ecografía. Dime, Pedro, ¿qué harías tú ahora mismo? — ladeó la cabeza.


—Mataría a Howard —declaró él, rechinando los dientes.


—Pero yo no quiero ir a la cárcel por matar a mi hermana. De hecho — levantó una mano—, no creo que Melisa se merezca ni eso. ¿Y qué harías conmigo? ¿Qué harías con nuestro matrimonio a raíz de mi desliz, un desliz que tú has descubierto por Ariel, no por mí?


Pedro inhaló aire y lo expulsó de forma irregular. 


Los ojos le picaron y la garganta le quemó. Las lágrimas inundaron sus mejillas como respuesta a las preguntas de su mujer, lágrimas que ella comprendió a la perfección...


—Estoy de acuerdo contigo —le dijo Paula, antes de dirigirse al vestidor.


Guardó sus pertenencias y las de Gaston en las maletas, tomándose su tiempo, un tiempo en el que él se mantuvo solidificado en la puerta; solo se movió cuando ella se lo pidió.


—Perdóname... —le imploró Pedro.


—Quítate, por favor.


—Rubia...


—¿Ahora soy rubia? —resopló—. Llevas seis semanas llamándome Paula.


—Perdóname... —repitió, incapaz de decir otra cosa, incapaz de evitar su marcha.


—Por favor —lo miró, erguida, con los brazos repletos de bolsas y fundas, incluida la cuna de viaje de su hijo—, no me llames para nada, ni me escribas. Contacta conmigo y con el niño a través de mi madre. Podrás estar con Gaston
siempre que quieras, ya te lo dije antes de que nos casáramos, que nunca te alejaría de él. Ahora mismo, hablaré con ella para avisarla. Quítate.


Pedro sujetó el picaporte, lo apretó hasta que sus nudillos se tornaron blancos.


—Insúltame... Pégame... Llámame imbécil... Pero no te vayas... —le suplicó—. Perdóname, por favor...


Pero Paula no se inmutó, por lo que él abrió la puerta.


Paula... Su rubia... El amor de su vida... La mujer más extraordinaria y hermosa que había conocido... La madre de su hijo... se fue.


Pedro cerró de un portazo, rugiendo, con el alma desgarrada. Cayó de rodillas al suelo.


Y se despreció a sí mismo.





No hay comentarios:

Publicar un comentario