miércoles, 11 de diciembre de 2019

CAPITULO 134 (SEGUNDA HISTORIA)





A la mañana siguiente, se despertó en la cama, oyendo el agua correr.


Estaba en camisón y sin el pañuelo. Un rayo de esperanza cruzó su interior, acelerando su corazón. Necesitaba su calidez, su ardor, sus caricias... Hacía demasiado tiempo, desde la subasta... Y ya estaba recuperada por completo, así que se desnudó y caminó con sigilo hacia el servicio. Pedro estaba dentro
de la ducha, con las manos apoyadas en los azulejos y la cabeza echada hacia delante, recibiendo el chorro en la nuca, quieto. Ella entró y le rodeó la cintura, besando su impresionante espalda. Él se sobresaltó.


—Perdona... —se disculpó Pedro, sonrojado, desviando la mirada y alejándose cuanto pudo hacia la mampara—. Me había quedado embobado en el agua —y se fue.


Se fue...


Dios mío...


Paula, temblando como nunca, se sentó en el suelo, flexionó las rodillas y envolvió las piernas con los brazos, escondiendo el rostro entre ellas. 

Y lloró, mientras se empapaba... mientras las lágrimas se mezclaban con el agua... mientras su corazón se resquebrajaba en pedazos...


Se llevó a Gaston consigo a casa de su madre, donde permaneció el resto del día. Tenía una copia de la llave. Sencillamente, no podía estar cerca de Pedro, no podía... Se sentía ridícula, humillada, rechazada... Así la encontró Juana a la hora de la comida.


Horas después, con el tiempo justo para prepararse, subió a casa con el bebé. La niñera ya estaba esperando en el salón y se encargó del niño. Paula se encerró en el dormitorio. Pedro estaba en el vestidor, pero ni siquiera lo saludó, sino que cogió la ropa que iba a ponerse para la cita, que había dejado doblada encima de la cama por la mañana, y se metió en el baño, echando el pestillo. Procuró controlarse, no derramar más lágrimas, pero le resultó imposible.


Minutos más tarde, se reunió con su hijo. Lo besó con labios temblorosos.


—¿Nos vamos? —le preguntó a su marido, evitando observarlo.


Había sido tan tonta que había elegido la misma ropa que aquella noche: esa misma camisa vaquera, esa misma falda del estilo del uniforme de oficina de las secretarias de los años cincuenta y esos mismos tacones negros con la punta dorada. Y, ¿por qué? Porque creyó, como una ingenua, que ese atuendo revitalizaría a Pedro.


Pero se equivocó, porque él, por enésima vez en semanas, la ignoró.


Bajaron en el ascensor a casa de su familia, donde ya se encontraba Jorge, muy elegante de traje y corbata. Ale no estaba, había salido con sus nuevos amigos.


—¿Os apetece una copa de vino antes de irnos a cenar? —les ofreció Juana.


—Estás preciosa, mamá —la besó en la mejilla.


—Tranquila, cariño —le susurró su madre al percatarse de su estado—. Respira hondo. Todo se solucionará.


Juana sirvió cuatro copas de vino tinto. Los dos hombres se sentaron en los sillones y madre e hija, en el sofá.


Entonces, el timbre de la puerta sonó. Juana, extrañada, apoyó su copa en la mesa y acudió a abrir. Los otros tres se incorporaron y vieron cómo Melisa Chaves entraba con una pequeña maleta, pero igual que siempre: fría y hermosa. 


Pedro palideció...


Paula frunció el ceño.


¿Se ha puesto blanco? ¿Y los gritos?, ¿dónde están?


—¿Qué haces aquí, hija? —se preocupó Juana, permitiéndole el paso—. ¿Y esa maleta? ¿Va todo bien?


—Bueno —dijo Melisa, soltando el equipaje—, Pedro no me ha dado otra opción —arrugó el ceño, erguida—. Aquí tienes —le entregó a Paula una fotografía de papel en blanco y negro.


No era una fotografía.


Era una ecografía.




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