sábado, 28 de septiembre de 2019
CAPITULO 66 (PRIMERA HISTORIA)
Rocio intentó entablar conversación con ella, pero Paula solo contestó con monosílabos. Su móvil vibró un par de veces más, pero lo ignoró.
En el postre, no aguantó más la ansiedad que la poseía y caminó deprisa y tambaleándose hacia el servicio, sin importarle la mala imagen que sabía que ofrecía. Se encerró en un escusado y se sentó en la tapa del retrete. El bolsito cayó al suelo. Flexionó las piernas y se las abrazó, tiritando. La imagen de su madre arañó su interior hasta hacerlo sangrar. Cerró los ojos con fuerza. Se tapó los oídos. Las lágrimas inundaron su rostro de manera despiadada. Se
meció sobre sí misma, murmurando incoherencias que, un tiempo atrás...
De repente, unos brazos la levantaron.
—¡No! —gritó Paula, retorciéndose.
—¡Soy yo!
Ella se detuvo al reconocer la voz masculina.
Pedro la contemplaba con una mezcla de pánico y preocupación.
—Pedro... —gimió Paula, aliviada, abrazándolo histérica, manchándole la chaqueta.
—Paula, por favor, dime qué te pasa... —le rogó él, en un susurro ahogado. La apretaba contra su cuerpo, entregándole el consuelo que ella necesitaba con desesperación.
Pero Paula no respondió. No podía...
Pedro se acomodó en el váter y la colocó en su regazo. Le quitó los tacones. Paula se hizo un ovillo y bajó los párpados, más calmada. Él le acarició el brazo con tal ternura que dejó de llorar.
—¿Paula? —pronunció Rocio, detrás de la puerta.
—Está aquí, conmigo —respondió Pedro.
—Vale... —suspiró la enfermera—. Me has dado un buen susto... —respiró hondo con fuerza—. Os veo luego —se marchó.
—Gracias... —musitó Paula, incorporando la cabeza—. Tu chaqueta...
—A la mierda la chaqueta —declaró con aspereza—.Paula...
—Por favor —le cubrió los labios con los dedos—. Todavía no... —inhaló aire y lo expulsó lentamente—. No puedo...
—Solo dime si tiene que ver con la cicatriz.
Ella asintió, desviando la mirada. Pedro le besó la sien. Estuvieron sin moverse, abrazados, en silencio, una bendita eternidad.
—Si ya han tocado las campanadas de la medianoche, estaría más que encantado de llevar a Cenicienta adonde ella quisiera —sonrió su doctor Alfonso—. Haré de calabaza.
Paula lo miró, muy seria.
—Increíble... —murmuró ella en un pensamiento en voz alta—. Creía que no podías ser más guapo de lo que eres, pero me equivoqué... Acabas de demostrar lo contrario... —le peinó los ondulados cabellos con los dedos—. Pedro... No hay nadie como tú... ¿Eres real? —suspiró profundamente, entrecerrando los ojos, examinando esos luceros grises que brillaban de forma discontinua, atrayente...—. No quiero despertarme nunca, porque no es posible que seas real... —le acarició la parte del rostro que no ocultaba la máscara, distraída e hipnotizada.
—No te despiertes, Paula, no te despiertes nunca...
Se contemplaron, ensimismados el uno en el otro. Ella se inclinó y depositó un dulce beso en sus labios entreabiertos. Sonrió.
—Tienes carmín otra vez —se rio Pau, con timidez.
Pedro la observaba de forma tan penetrante que le recorrió un placentero escalofrío. Él carraspeó y se agachó para coger los zapatos. Se los colocó, con ternura y delicadeza. A continuación, se pusieron en pie y salieron del escusado.
—¡Ay, madre, qué horror! —exclamó ella, al ver su propio reflejo en el espejo.
—Anda, ven aquí —le dijo Pedro, tirando de su brazo—. ¿Traes pintura negra?
—Sí —refunfuñó, buscando en el bolsito.
Entre risas, él le repasó el antifaz con la cera oscura y los labios, con el carmín. No le dejó una sola huella de haber llorado. Al terminar, la besó otra vez. Paula sonrió.
—Te has vuelto a manchar.
Pedro se limpió con un trozo de papel y le guiñó un ojo.
CAPITULO 65 (PRIMERA HISTORIA)
Una mano le zarandeó el hombro a Paula, que estaba en shock. Una mujer de más de setenta años, bajita y algo rellenita, de pelo canoso recogido en la nuca en un moño elegante y sobrio, le dedicó una sonrisa traviesa.
—Retócate, hija —amplió la sonrisa—, o todos creerán lo que no deben creer, ¿cierto?
Paula afirmó con la cabeza y, con manos temblorosas, destapó el pintalabios.
—Déjame a mí, tesoro —la anciana le quitó el carmín y se lo aplicó con habilidad y delicadeza.
Paula se sintió estúpida. Frunció el ceño. Las demás habían entrado en los escusados. La desconocida no dejó de sonreírle de un modo tan cariñoso y tranquilo que le recordó a Bruno.
Qué tontería...
—Gracias —musitó Paula, guardando el carmín en el bolsito.
—Eres preciosa y muy joven. No me extraña que mi nieto beba los vientos por ti.
Aquello la paralizó.
—¿Usted es...?
—La abuela de Pedro. Samuel es mi hijo —asintió la señora, cruzando las manos en su redondeado regazo—. Me llamo Ana. Y tutéame, por favor, que soy mayor, pero, si me tratas de usted, me sentiré más vieja.
Ambas se rieron.
—Es un placer, Ana —sonrió Paula.
—¿Cuántos años tienes, cielo? Perdona mi curiosidad.
—Veintidós —contestó, ruborizada.
Ana arqueó sus cejas blancas y finas. Era una mujer aristocrática, sin ninguna duda. Infundía un inmenso respeto, pero, lejos de intimidarla, se sintió a gusto junto a ella.
—Para mí, sí que es un verdadero placer conocerte —convino la anciana señora Alfonso—. Me han hablado muy bien de ti. Mi hijo y mi nuera cuentan maravillas. Perteneces a la asociación de Catalina, ¿verdad?
—Oficialmente, todavía no —contestó con timidez—, aunque espero formar parte de Alfonso & Co muy pronto —sonrió.
—Me parece una gran idea —le acarició el brazo—. Ahora, vuelve a tu mesa. Se estarán preguntando dónde te has metido —le besó la mejilla libre de pintura negra.
—Claro —arrugó la frente y salió al corredor, donde dibujó una lenta sonrisa en su rostro mientras se dirigía al gran salón.
Sin embargo, se esfumó la alegría en cuanto Georgia se topó en su camino.
—Bonito vestido, Paola —la repasó con fría altanería—. ¿Otro regalo?
Los que estaban a su alrededor se giraron con discreción.
—Sí, un vestido muy bonito —convino una voz femenina a su espalda—. Y se llama Paula, pero supongo que eso ya lo sabes, ¿a que sí, Georgia?
Era Catalina, que observaba a la señora Graham con una gélida sonrisa.
Georgia asintió con cierta rigidez y desapareció.
La señora Alfonso arrugó la frente un segundo.
—Termina de cenar, Paula —le ordenó Catalina—. Perdona mi rudeza... —se corrigió, tomándola de las manos—. Vamos, te acompaño.
Ernesto y el resto de comensales se incorporaron al verla.
—¿Dónde estabas? —le susurró Rocio.
—El baño estaba... —pero se detuvo porque un camarero le sirvió una copa de cerveza—. Gracias —le dijo entre risas.
En ese momento, su móvil vibró dentro del bolsito. Lo sacó. Descubrió un mensaje de Pedro.
Pedro: Disfrútala.
Se ruborizó. Un regocijo se instaló en su estómago. Tecleó la respuesta.
Paula: Eso haré, doctor Alfonso, pero prefiero disfrutarla de otra manera...
Pedro: Dímelo y cumpliré todos tus deseos.
Paula: Ráptame y te lo diré...
Pedro: Joder, Paula... No tienes ni idea de lo que me haces cuando me dices esas cosas...
Paula: Creo que necesitas que te lave la boca, doctor Alfonso.
Pedro: Hazlo, pero a besos...
Moore le tocó el brazo.
—¿Estás bien, Pau?
—¿Eh? —la observó sin comprender.
—Nada, nada... —soltó una carcajada.
Paula recibió otro mensaje en ese instante:
Pedro: Te dejo cenar y saborear la cerveza. Hazlo pensando en mí...
Paula dio un trago a la bebida.
Paula: Lo siento, pero no está buena...
Guardó el teléfono en el bolsito, que se colocó en el regazo, y procedió a cenar. Dos minutos después, un camarero le cambió la cerveza por otra nueva.
—Pero ¿qué...?
—Cumplo órdenes, señorita —el camarero no la dejó terminar.
Ella se quedó boquiabierta. Cogió el móvil y escribió a Pedro:
Paula: ¿Has pedido que me cambien la cerveza?
Pedro: Has dicho que no estaba buena.
Pau rompió a reír. Algunos la miraron como si estuviera loca.
Paula: ¡Porque la prefiero de ti, no de una copa!
Escuchó una carcajada, a lo lejos, entre el murmullo de los invitados.
Paula giró medio cuerpo y descubrió a Pedro contemplándola con una deslumbrante sonrisa. Su corazón sufrió una fuerte sacudida.
El móvil vibró de nuevo. Leyó con atención:
Pedro: La próxima vez, especifica las instrucciones.
Paula: Qué guapo eres, mi fantasma de la ópera...
Pedro: No tanto como cierta bruja preciosa que tiene a toda la fiesta a sus pies.
El halago la volvió insegura, y aquella antigua sensación tan familiar no le gustó nada...
Paula: No digas tonterías, por favor. Voy a cenar.
Guardó el teléfono, pero no comió. Estaba revuelta. Los recuerdos la atormentaron. Deseó quitarse el vestido, lavarse la cara y regresar a su burbuja de dibujo animado.
CAPITULO 64 (PRIMERA HISTORIA)
Entró en los servicios. Algunas invitadas se retocaban el maquillaje. Las saludó con educación y se metió en uno de los escusados.
Los tacones desaparecieron en la lejanía, y, unos segundos más tarde, la puerta del baño se abrió otra vez. Ella salió a los lavabos y sonrió al intruso. Sintió una serie de pinchazos en el vientre que fueron aumentando en brío.
—¿Has venido a raptarme? —le preguntó, en un hilo de voz.
Pedro acortó la distancia y la atrajo hacia él por la cintura, lentamente.
—¿Has traído el pintalabios? —pronunció su doctor Alfonso en un tono áspero que la enardeció.
Ella amplió la sonrisa, a pesar del calor que la dominó, y asintió.
—Bien —zanjó Pedro—. Porque lo vas a necesitar —se inclinó y la besó.
Paula se rio, pero, enseguida, se dejó llevar por las intensas emociones que le provocaba ese hombre tan maravilloso. Le arrojó los brazos al cuello.
Él la pegó aún más a su cuerpo, hambriento, obligándola a retroceder hasta chocar su espalda con una puerta.
—Pedro...
—Joder... —la tomó por la nuca y engulló sus labios con una languidez sublime—. Repite mi nombre.
Se miraron con los ojos entornados.
—Pedro... —obedeció, temblorosa, y lo agarró del pelo, tirando con suavidad.
Su serio y recto doctor Alfonso se había peinado hacia atrás y la máscara gris del fantasma de la ópera le otorgaba un toque perverso a su imagen que incitaba a explorar el pecado... un pecado que era el propio Pedro.
Estaban tan cerca que los alientos irregulares se entremezclaban. Él tenía los labios manchados de rojo, una auténtica tentación... Se los rozó con las yemas de los dedos y Pedro abrió la boca y se los apresó entre los dientes.
Ella gimió, arqueándose. Esos ojos grises, que tanto la enloquecían, refulgieron un segundo antes de que él le retirase la mano y se apoderase de su boca de nuevo, ahora con más ímpetu, empujándola además con las caderas.
Su endiablada lengua invadió cada recoveco, impregnándola de su esencia tan divina y, también, de cerveza, un sabor que terminó de embriagarla por completo.
Las embestidas se prolongaron de tal manera que perdieron la noción del tiempo. Paula se derritió, apoyó las manos en las solapas de su chaqueta y las arrugó. Imitó sus movimientos. La electricidad que los envolvía creció y creció... Se aplastaron el uno contra el otro. Ella se retorció entre sus brazos.
—Yo también quiero... —le dijo Paula, al tomar aire.
—¿El... qué? —emitió Pedro en un ronco suspiro.
—Cerveza... —se relamió los labios.
Él se fijó en el gesto, gruñó y se apoderó de su boca. Paula jadeó, incapaz de controlarse. Pedro no le concedió tregua... Se fundieron en el abrazo más apasionado que se habían dado hasta el momento, porque su doctor Alfonso se superaba en cada beso.
Meses atrás, cuando lo conoció en la cafetería del hospital, pensó que, al ser catorce años mayor que ella, la experiencia que tendría ese hombre sería... irresistible. Y no se había equivocado. La besaba con tal voraz maestría, con tal autoridad, que se sintió la mejor alumna de la clase, la más deseosa por aprender. Y se entregó sin reservas. Confiaba plenamente en su magnífico doctor Alfonso, un seductor de verdad, auténtico, único, que la hacía sentir siempre deseada, especial... Esos labios, esa lengua, esas manos...
¡Sí! ¡Llévame a tu habitación, arroja la llave por la ventana y átame a la cama!
Pau se separó de golpe ante tal pensamiento. Desorbitó los ojos. Él se quedó aturdido, parpadeó y carraspeó.
—Lo... Lo siento... —articuló ella, todavía sorprendida de sí misma.
Paula se acercó a los lavabos, junto a la puerta, y se refrescó la nuca. Le vibraba el cuerpo entero. Su respiración continuaba inestable. Sacó el carmín del bolsito, pero estaba tan nerviosa que se le escurrió de los dedos.
Pedro se agachó y lo recogió del suelo.
—Permíteme —le pidió él, sujetándole la barbilla para alzársela.
Pau entreabrió los labios. Él, concentrado, procedió a pintárselos con una suavidad increíble.
—Tienes unos ojos preciosos, Paula —empleó un tono áspero que a ella le erizó la piel—. Y eres tan bonita...
Paula no lo resistió, se puso de puntillas y lo besó, en un arrebato inconsciente. Él la correspondió de inmediato, después de soltar un gemido estrangulado, gemido que fulminó su corazón. Se besaron con un ardor inigualable durante un tiempo demasiado breve, pero suficiente para incendiarlos. Jadearon de un modo incontrolado, hasta que los interrumpieron.
—¡Oh! —exclamaron varias voces femeninas.
Pedro se aclaró la voz, mientras cogía un trozo de papel que descansaba en una cestita sobre el mármol, al lado de las pequeñas toallas, se limpió la boca y le devolvió el carmín.
—Señoras —les dijo a las recién llegadas, y se marchó.
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