sábado, 28 de septiembre de 2019

CAPITULO 64 (PRIMERA HISTORIA)




Entró en los servicios. Algunas invitadas se retocaban el maquillaje. Las saludó con educación y se metió en uno de los escusados. 


Los tacones desaparecieron en la lejanía, y, unos segundos más tarde, la puerta del baño se abrió otra vez. Ella salió a los lavabos y sonrió al intruso. Sintió una serie de pinchazos en el vientre que fueron aumentando en brío.


—¿Has venido a raptarme? —le preguntó, en un hilo de voz.


Pedro acortó la distancia y la atrajo hacia él por la cintura, lentamente.


—¿Has traído el pintalabios? —pronunció su doctor Alfonso en un tono áspero que la enardeció.


Ella amplió la sonrisa, a pesar del calor que la dominó, y asintió.


—Bien —zanjó Pedro—. Porque lo vas a necesitar —se inclinó y la besó.


Paula se rio, pero, enseguida, se dejó llevar por las intensas emociones que le provocaba ese hombre tan maravilloso. Le arrojó los brazos al cuello.


Él la pegó aún más a su cuerpo, hambriento, obligándola a retroceder hasta chocar su espalda con una puerta.


Pedro...


—Joder... —la tomó por la nuca y engulló sus labios con una languidez sublime—. Repite mi nombre.


Se miraron con los ojos entornados.


Pedro... —obedeció, temblorosa, y lo agarró del pelo, tirando con suavidad.


Su serio y recto doctor Alfonso se había peinado hacia atrás y la máscara gris del fantasma de la ópera le otorgaba un toque perverso a su imagen que incitaba a explorar el pecado... un pecado que era el propio Pedro.


Estaban tan cerca que los alientos irregulares se entremezclaban. Él tenía los labios manchados de rojo, una auténtica tentación... Se los rozó con las yemas de los dedos y Pedro abrió la boca y se los apresó entre los dientes.


Ella gimió, arqueándose. Esos ojos grises, que tanto la enloquecían, refulgieron un segundo antes de que él le retirase la mano y se apoderase de su boca de nuevo, ahora con más ímpetu, empujándola además con las caderas.


Su endiablada lengua invadió cada recoveco, impregnándola de su esencia tan divina y, también, de cerveza, un sabor que terminó de embriagarla por completo.


Las embestidas se prolongaron de tal manera que perdieron la noción del tiempo. Paula se derritió, apoyó las manos en las solapas de su chaqueta y las arrugó. Imitó sus movimientos. La electricidad que los envolvía creció y creció... Se aplastaron el uno contra el otro. Ella se retorció entre sus brazos.


—Yo también quiero... —le dijo Paula, al tomar aire.


—¿El... qué? —emitió Pedro en un ronco suspiro.


—Cerveza... —se relamió los labios.


Él se fijó en el gesto, gruñó y se apoderó de su boca. Paula jadeó, incapaz de controlarse. Pedro no le concedió tregua... Se fundieron en el abrazo más apasionado que se habían dado hasta el momento, porque su doctor Alfonso se superaba en cada beso.


Meses atrás, cuando lo conoció en la cafetería del hospital, pensó que, al ser catorce años mayor que ella, la experiencia que tendría ese hombre sería... irresistible. Y no se había equivocado. La besaba con tal voraz maestría, con tal autoridad, que se sintió la mejor alumna de la clase, la más deseosa por aprender. Y se entregó sin reservas. Confiaba plenamente en su magnífico doctor Alfonso, un seductor de verdad, auténtico, único, que la hacía sentir siempre deseada, especial... Esos labios, esa lengua, esas manos...


¡Sí! ¡Llévame a tu habitación, arroja la llave por la ventana y átame a la cama!


Pau se separó de golpe ante tal pensamiento. Desorbitó los ojos. Él se quedó aturdido, parpadeó y carraspeó.


—Lo... Lo siento... —articuló ella, todavía sorprendida de sí misma.


Paula se acercó a los lavabos, junto a la puerta, y se refrescó la nuca. Le vibraba el cuerpo entero. Su respiración continuaba inestable. Sacó el carmín del bolsito, pero estaba tan nerviosa que se le escurrió de los dedos. 


Pedro se agachó y lo recogió del suelo.


—Permíteme —le pidió él, sujetándole la barbilla para alzársela.


Pau entreabrió los labios. Él, concentrado, procedió a pintárselos con una suavidad increíble.


—Tienes unos ojos preciosos, Paula —empleó un tono áspero que a ella le erizó la piel—. Y eres tan bonita...


Paula no lo resistió, se puso de puntillas y lo besó, en un arrebato inconsciente. Él la correspondió de inmediato, después de soltar un gemido estrangulado, gemido que fulminó su corazón. Se besaron con un ardor inigualable durante un tiempo demasiado breve, pero suficiente para incendiarlos. Jadearon de un modo incontrolado, hasta que los interrumpieron.


—¡Oh! —exclamaron varias voces femeninas.


Pedro se aclaró la voz, mientras cogía un trozo de papel que descansaba en una cestita sobre el mármol, al lado de las pequeñas toallas, se limpió la boca y le devolvió el carmín.


—Señoras —les dijo a las recién llegadas, y se marchó.





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