viernes, 27 de septiembre de 2019
CAPITULO 63 (PRIMERA HISTORIA)
Paula estaba en una nube, flotaba, de regreso a la gala. Los invitados estaban acomodándose en sus respectivos asientos gracias a unas azafatas que los ayudaban; una de ellas, se acercó a la pareja con una amable sonrisa.
—Señor Alfonso, su mesa es la número catorce —dijo, y añadió, mirándola a ella—: La suya, la número tres.
—No —negó enseguida Pedro—. Se ha confundido, Paula y yo estamos en la misma mesa.
—Lo siento, señor —ojeó el fino dossier que sujetaba y buscó su nombre —. Aquí pone que la señorita Paula cenará en la mesa número tres —le mostró la hoja.
Paula se quedó boquiabierta.
—Gracias —convino él, tirando de Paula para conducirla hacia Catalina, que charlaba con Samuel en el centro del gran salón.
—¿Qué pasa? —se preocupó el señor Alfonso.
—Paula está en la mesa tres, no en la catorce conmigo —gruñó Pedro.
—Eso es imposible —la señora Alfonso frunció el ceño—. Yo organicé las mesas. Paula y Rocio están contigo y con tus hermanos, jamás las dejaría solas —caminó hacia una azafata y le pidió el dossier, que leyó rápidamente—. Alguien ha cambiado los papeles. ¡Yo no escribí esto! —exclamó, devolviendo las hojas.
—No importa —declaró Paula, sonriendo.
—Sí importa —la corrigió Pedro, enfadado—. Vamos, te sientas conmigo —la arrastró hacia la mesa catorce.
Encontraron a Alejandra sentada junto a la única silla libre. Estaba guapísima, vestida en tono beis con transparencias y pedrería, revelando su espectacular figura. El antifaz era dorado, le cubría únicamente la piel de alrededor de los ojos, y sus cabellos estaban recogidos en un alto y tirante moño.
Manuel, Bruno y Rocio se levantaron. En voz baja, la pareja les contó lo sucedido.
—Yo me voy contigo —anunció la enfermera, tajante.
—No, lo haré yo —se negó Pedro.
—Montarás un escándalo —pronosticó Manuel, apretando la mandíbula—. Si Moore mueve a alguien de la mesa de Paula, no pasará nada, es una mesa en la que solo hay hombres, y cualquiera se cambiará por ella por educación, pero, si lo haces tú, provocarás un jaleo.
—Vaya... Gracias, supongo —contestó Rocio, colorada y seria.
Pedro, reticente, las acompañó a la mesa número tres, repleta de hombres, entre los que se encontraba Ernesto Sullivan.
—Buenas noches —los saludó la enfermera, retirándose el pelo hacia atrás de manera coqueta—. ¿Alguien sería tan amable de cederme un sitio? — sonrió, sabedora del efecto que estaba causando—. He venido con mi amiga y nos han separado —hizo un coqueto mohín con los labios.
Todos se incorporaron al instante. Paula desorbitó los ojos, pasmada por el despliegue que causaba aquella mujer. Menuda seguridad en sí misma, pensó, admirándola.
—Muchas gracias —convino Moore, contoneando las caderas hacia una silla.
Los presentes babearon; uno de ellos, moreno, alto, atractivo, de ojos azules y rozando los cuarenta, ayudó a Rocio a acomodarse.
—Es un placer ayudar —el hombre la tomó de la mano y le besó los nudillos, ruborizando a la enfermera—. Si me permite el número de su mesa, con gusto le cambio mi puesto, pero solo si después me concede un baile, señorita...
—Por supuesto. La número catorce. Soy Rocio Moore —contestó, extasiada.
—Encantado. Soy Ariel Howard —sonrió, la besó de nuevo en los nudillos y se fue.
Paula estaba atónita. Ariel Howard era todo un hombre.
—Howard es el dueño de una compañía hotelera de lujo de Europa que se está expandiendo por Estados Unidos —le susurró Pedro al oído.
Ella se giró y lo miró, fingiendo alegría:
—Nos vemos luego, doctor Alfonso.
Él la contempló, penetrante. Levantó su mano y la besó en el interior de la muñeca de esa forma que lograba debilitarle las rodillas y secarle la garganta.
Se marchó. Paula suspiró trémula y sonoramente.
Alguien tiró de su vestido, despertándola del trance. Parpadeó para enfocar la vista y se sentó a la izquierda de Rocio, que ocultaba una risita, y a la derecha del señor Sullivan, quien la miraba con la frente arrugada.
—Es un hecho, entonces —declaró un hombre, frente a ella—. El mayor de los Alfonso ha echado raíces al fin. Y debo decir que tiene un gusto excelente — la repasó con descaro.
Paula se sintió mal, muy mal, y clavó los ojos en la copa que le estaba rellenando de vino tinto un camarero. Dio un sorbo.
—Eso a ti no te incumbe, Theodore —le rebatió Ernesto, calmado, pero en un tono afilado.
Ella observó a su salvador y le dedicó una tímida sonrisa que él correspondió al instante. La tensión se desvaneció.
Y la cena comenzó.
El menú estaba compuesto por seis platos, incluido el postre. Los dos primeros consistían en un pequeño aperitivo frío. Después del tercero, crema suave de marisco, Paula se levantó para ir al baño. Tuvo que atravesar el
salón, pues su mesa se ubicaba al fondo, a la derecha, cerca de la orquesta.
Andaba tranquila por el espacio entre dos filas de mesas cuando oyó un halago, proveniente de un hombre joven, y aceleró sus pasos hacia la doble puerta abierta. Y no fue el único que escuchó... Algunos se giraron al verla.
Sus mejillas ardieron y solo expulsó el aire que había retenido cuando, al fin, alcanzó a uno de los dos mayordomos. Pidió su bolsito.
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Espectaculares los 3 caps, lástima que no cenaron en la misma mesa.
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