lunes, 16 de septiembre de 2019
CAPITULO 26 (PRIMERA HISTORIA)
Aquella guardia de dos días fue, para Pedro, de las más estresantes que había vivido. No paró ni para comer. Hubo un accidente en la carretera la tarde del sábado: un autobús repleto de niños se salió en una curva; todos fueron heridos leves, pero, en total, sumaron cuarenta atenciones urgentes. No dieron abasto, porque, además, la mayoría de los padres tuvieron que ser también atendidos con ataques de ansiedad.
El lunes, a las siete menos cuarto de la mañana, caía rendido en su maravillosa cama. No se quitó ni los zapatos, solo cerró los ojos y se durmió.
Se despertó a las nueve de la noche. La pantalla de su móvil se iluminó, mostrando dos llamadas perdidas de su madre y dos mensajes, uno era de Alejandra y el otro... Dio un brinco en el colchón. Se incorporó y leyó:
Paula: Me enteré del accidente. Por favor, dime que lo que cuentan en las noticias no es cierto, que no han muerto seis niños.
Paula...
Contestó sin dudar.
Pedro: Los niños que iban en el autobús están bien. Algún corte superficial y cardenales, nada más. Perdona por el retraso, me acabo de levantar.
Ya estaba ofreciendo explicaciones, pero no le importaba en absoluto.
Paula: No te preocupes, solo llevo unas horas desquiciada... He estado a punto de ir al hospital, pero recordé que tu guardia había terminado. Gracias por informarme. Espero que hayas descansado
Él emitió una carcajada de júbilo.
Pedro: Me estás tuteando...
Paula: Te estoy tuteando, doctor Alfonso, pero solo porque no me intimidas ahora mismo.
Aquella confesión lo dejó boquiabierto y con el corazón latiendo tan acelerado que corría el riesgo de sufrir un ataque fulminante, sin contar con la excitación que recorría cada centímetro de su cuerpo.
Pedro: ¿Y cuándo sí te intimido?
La respuesta de la pelirroja tardó tanto en llegar que Pedro se levantó y paseó por la habitación, revolviéndose los cabellos. Se desesperó, aunque no se arrepintió de haber formulado la pregunta, estaba ansioso por leer la respuesta.
Paula: Olvide lo que le he dicho. Nos vemos el jueves.
—¡Joder! —exclamó, tirando el móvil a la cama deshecha.
Se enfadó consigo mismo por haberla asustado.
Se duchó y se puso el chándal. Necesitaba despejarse. Se colocó los auriculares del móvil en las orejas y llamó a su madre mientras hacía ejercicio.
CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)
—¡Alejandra! —vociferó Pedro, separándose de golpe—. ¿Qué mosca te ha picado, joder? —se limpió los labios de carmín con desagrado nada disimulado.
—Pero... ¿qué te pasa? —Alejandra, avergonzada, lo miró con el dolor por el rechazo reflejado en su rostro. Más de uno los observaba con obvia curiosidad.
En ese momento, frente a él, después de dos semanas sin verla, se percató de que su belleza ya no lo atraía ni un ápice siquiera. Era atractiva, no lo negaba, pero ya no se sentía eclipsado. Se habían acostado los dos últimos años de forma ocasional. Se conocían desde que eran niños, sus familias eran amigas —sus madres eran íntimas—.Alejandra Graham poseía un cuerpo que quitaba el aliento, enfundado siempre en vestidos ajustados, cortos y atrevidos, con escotes pronunciados. Utilizaba tacones de aguja milimétricos que estilizaban aún más su impresionante figura.
Era guapísima, de líneas delicadas y finas en su perfecto rostro —gracias a una operación de nariz—, y al que sacaba provecho gracias al buen uso que hacía del maquillaje —nunca la había visto sin pintura en la cara— . Jamás se recogía el cabello, negro y liso, que le alcanzaba las axilas, y, desde hacía un mes, lucía un flequillo que le ocupaba toda la frente.
La elegancia la caracterizaba, con un toque provocativo que llamaba la atención en cualquier lugar; se giraban todos los hombres, y muchas mujeres, al cruzarse con ella. Tenía treinta y dos años y se dedicaba a la decoración de interiores —ella había sido la encargada de amueblar el apartamento de los hermanos Alfonso—. Sin embargo, lo que él estaba viendo en ese momento era justo lo contrario: nada.
—No te entiendo, Pedro —las lágrimas se agolparon en sus ojos.
Eso sí que no lo soportaba... Y ella lo sabía. La cogió del codo y la condujo a la zona de los servicios, un pasillo a la derecha de los sofás.
—Yo lo que no entiendo es tu saludo —retrocedió para guardar una distancia prudente.
Pedro nunca había mostrado sentimientos cálidos delante de nadie, jamás, con ninguna mujer. Sus amigos sabían de su relación con la decoradora porque Alejandra lo proclamaba a los cuatro vientos cada vez que quedaban a solas, que era siempre en casa de ella, porque Pedro tenía una norma infranqueable: en su apartamento no entraban mujeres; una regla que Manuel y Bruno cumplían a rajatabla.
—Mierda... —masculló él, al recordar a Paula—. Ya hablaremos.
Regresó a los sillones, pero Paula no estaba. La buscó por la discoteca, deteniéndose cada pocos pasos. Encontró a su hermano con una chica que ronroneaba entre sus brazos.
—¿Dónde está? —le preguntó Pedro al oído.
Manuel se giró, sobresaltado.
—¿La has perdido? —inquirió, furioso—. ¡Estabas con ella, joder!
—Tranquilízate —le pidió Pedro, frunciendo el ceño—. Apareció Manuel y se abalanzó sobre mí.
—Mierda... —comprendió su hermano al fin, frotándose la cara.
—Eso mismo dije yo... —musitó él—. Me voy —decidió al instante.
Manuel le palmeó el hombro, deseándole suerte. Pedro casi corrió durante quince minutos, callejeando para acortar el camino, hasta alcanzar el portal de la pelirroja, a oscuras y desierto. Le escribió un mensaje a su hermano para que le mandara el número de teléfono de Paula y este le respondió al segundo. Marcó y esperó.
Un tono... Dos tonos... Tres tonos... Cuatro tonos... Cinco tonos...
Estaba a punto de colgar, cuando escuchó su melodiosa voz. El alivio lo inundó.
—¿Sí? —sonaba algo áspera.
No podía estar dormida, pensó, apenas hacía veinte minutos que se habían visto.
—Soy Pedro.
—¿Doctor Alfonso? —preguntó, sorprendida.
—¿Dónde estás?
—En mi casa, ¿por qué?
Frunció el ceño. Su tono era escéptico, cortante, enfadado.
—¿Te importaría asomarte a la ventana para asegurarme de que estás en casa?
—¿Perdón? ¿Usted no estaba ocupado con una morena?
Pedro sonrió. Un regocijo revoloteó en su estómago.
—¿Estás celosa?
—¡Claro que no!
—Estás mintiendo —afirmó, divertido, mientras cruzaba la calle para observar la fachada del edificio.
Había una luz prendida en la segunda planta y una silueta, detrás de una cortina amarilla, caminaba de un lado a otro, claramente agitada.
—¿Cómo lo sabe si ni siquiera me está viendo? —rebatió en tono agudo.
—Primero, porque has contestado demasiado rápido y, segundo, porque no paras de moverte, lo que significa que estás nerviosa. Si no estuvieras celosa, estarías tranquila.
La silueta se acercó a la ventana y se detuvo.
—Estoy bien —pronunció ella, calmada—. No estoy celosa porque no tengo motivos para estarlo. Espero que disfrute de la noche.
—Me voy a casa, mañana empiezo una guardia de cuarenta y ocho horas.
¿Por qué le estaba dando explicaciones, y, encima, repitiéndole algo que ya sabía? No tenía ni idea, pero le gustaba la cadencia de su voz, no quería terminar la llamada. Y, por alguna absurda razón que no comprendía, sintió la imperiosa necesidad de decirle, sutilmente, que no pensaba quedarse con la morena.
—¿Cuándo quedamos para preparar la conferencia? —quiso saber Pedro, ajustándose el cuello de la chaqueta sin dejar de mirar la ventana.
—Pues... supongo que el jueves —respondió, sin ánimos.
La silueta desapareció.
—¿Adónde has ido? —se preocupó, avanzando un paso.
Paula se rio con suavidad.
—Me he tumbado en la cama, es que mi cama está pegada a la ventana.
Pedro sonrió, cautivado por la dulce melodía que escuchaba.
—Te dejo descansar. Nos vemos el jueves —no se quería despedir ya, pero ella trabajaba para Stela Michel al día siguiente y durante toda la jornada, necesitaba descansar.
—Sí —suspiró—. Hasta el jueves, doctor Alfonso.
—¿Tanto te cuesta decir mi nombre? —se molestó, no pudo evitarlo.
La silueta regresó.
—Perdona mis malos modos —se disculpó él enseguida, aunque continuó enfadado—. Buenas noches, Paula —y colgó.
A los cinco segundos, le vibró el teléfono con un mensaje de cierta pelirroja:
Buenas noches... Pedro.
La luz se apagó, y también su propio corazón...
Con una sonrisa radiante, caminó hacia su casa. Se lo había dicho por escrito, pero se lo había dicho, al fin y al cabo.
CAPITULO 24 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se separó de ella con tanta brusquedad que Pau tuvo que sujetarse al taburete.
—¿Paula? —pronunció Manuel, incrédulo—. ¡Joder! ¡Eres tú!
La aludida se dio la vuelta.
—Hola, Manuel —le sonrió con labios trémulos.
Su amigo la contemplaba con excesiva fascinación.
—¡Manuel! —le reprendió ella, arrugando la frente.
—Perdona... —parpadeó—. ¿Dónde te has metido todo este tiempo, peque? —la tomó de las manos y la arrastró hacia el salón—. Estás preciosa.
—No lo está, lo es —le corrigió el mayor de los Alfonso en un gruñido.
Aquel comentario pinchó el vientre de Paula, otra vez... ¿Eso creía el doctor Alfonso?
Manuel emitió una carcajada y le dedicó a su hermano una mirada traviesa.
—Vámonos a tomar una copa. ¿Ya habéis terminado?
—No, no —contestó ella, que se alejó hacia la entrada y se puso el abrigo, colgado del perchero—. Yo me voy a mi casa.
—De eso nada, peque —negó con la cabeza—. ¿Te apuntas, Pa?
Pedro sonrió lentamente y asintió. Desapareció por el pasillo, hacia el extremo donde solo había una puerta.
—Que no, Manuel —insistió Pau. Se enroscó la bufanda, asustada, deseaba salir corriendo de la guarida de los tres mosqueteros—. No voy a dejar a mi abuela sola.
—Eso tiene fácil solución —marcó un teléfono en el móvil y se lo puso en la oreja—. ¿Sara? —sonrió—. Soy Manuel... Sí... Pues mira, intentando convencer a tu nieta de que salga a bailar conmigo... —se echó a reír.
—¡Manuel! —se lanzó a él para quitarle el aparato, desesperada.
—Muy bien, Sara, la devolveré sana y salva de madrugada... Otro enorme para ti, Sara... —colgó—. Ya está, peque —la rodeó por la cintura, la elevó del suelo y le besó la mejilla de forma sonora.
—¡Manuel! —se retorció a gritos, furiosa—. ¡No quiero!
—Sí quieres —enarcó las cejas, inmovilizándola.
—¿Nos vamos? —los interrumpió el doctor Alfonso, con los ojos entornados al fijarse en la postura cariñosa en que se encontraba Paula con su hermano.
—Bájame —masculló ella, incómoda.
—¿Y si no quiero? —la desafió su amigo, inclinándose y empleando, sin éxito, sus métodos de seductor.
—Si no deseas sufrir un percance en esa parte de tu anatomía a la que tanto cariño tienes, donde está mi rodilla ahora mismo, te aconsejo que me sueltes —sentenció Paula, decidida a cumplir la amenaza.
—Vale, vale... —rumió Manuel, obedeciéndola.
Ella se estiró el abrigo con recato y alzó el mentón. Pedro procuraba ocultar la risa, pero su hermano le golpeó el hombro al pasar a su lado, lo que provocó que se carcajeara abiertamente.
—Puedo reírme yo también, Pa —musitó un muy enfadado Manuel.
Al doctor Alfonso se le borró la alegría del rostro al instante. Paula no entendió lo que pasaba, pero prefirió no preguntar.
Salieron a la calle y tomaron un taxi. Diez minutos más tarde, pararon frente a una discoteca muy exclusiva que frecuentaba la juventud de la alta sociedad bostoniana, The Boss. Un escalofrío la recorrió.
—Mejor me voy —anunció ella, sintiéndose fuera de lugar.
—Yo empiezo mañana una guardia de cuarenta y ocho horas —le dijo Pedro, ofreciéndole la mano—. Estamos un rato y te acompaño a casa — sonrió.
No pudo negarse... Se fundió, a pesar del frío otoñal que asolaba la ciudad.
Aceptó el gesto. El contacto le debilitó las piernas, aunque estaba segura de que, si tropezaba, ese desconocido la ampararía en el acto.
En cuanto entraron, Manuel se perdió de vista con un grupo de mujeres. Pau se dejó guiar por el doctor Alfonso hacia uno de los sofás blancos y sin respaldo que había al fondo. Un camarero se acercó a ellos.
—Cerveza y agua, por favor —le solicitó Pedro.
El hombre uniformado asintió y se mezcló con la muchedumbre, que cantaba y bailaba al ritmo de la música actual.
—¿Estás bien? —le preguntó el doctor Alfonso al oído.
Ella afirmó con la cabeza.
—Estás mintiendo —le sonrió él.
A Paula se le escapó una risita.
—¿Te ha comido la lengua el gato, Paula?
Pau se sobresaltó, estaban demasiado cerca, sus piernas se rozaban... Se quitó el abrigo, se estaba asfixiando, y sospechaba que no era solo por el calor que hacía en The Boss. A continuación, giró el rostro en su dirección y sus narices se tocaron. Desorbitó los ojos. Fue a retroceder, pero Pedro no se lo permitió, sino que la rodeó por la cintura y la atrajo aún más hacia su cuerpo.
La respiración de ella se ralentizó, apagándose poco a poco.
¡Peligro, peligro, peligro!
—¿El jueves que viene nos vemos para preparar la primera conferencia? —le susurró él, rozándole la oreja con los labios.
Paula cerró los párpados en un acto reflejo. Madre mía... ¡Necesitaba aire!
¿Qué le pasaba a ese hombre? La detestaba, ¿o no?
—¡Pedro! —gritó alguien, interrumpiéndolos.
Pau aprovechó y se apartó, a un metro por lo menos.
—Alejandra —gruñó él, antes de incorporarse para saludar a la recién llegada.
Y Paula se quedó estupefacta al ver cómo esa mujer se abalanzaba sobre Pedro y lo besaba sin reparos en la boca.
Su pecho se oprimió en un puño. Incapaz de presenciar la escena, se levantó, recogió sus cosas y se marchó. Se le formó tal nudo en la garganta que no podía inhalar oxígeno con normalidad. En la calle, corrió hacia su casa, sin detenerse hasta que se encerró en el portal, donde se derrumbó en el suelo y lloró sin emitir sonido.
Una estúpida, porque se había enamorado del doctor Alfonso... Después de siete meses, lo reconocía al fin. Era una auténtica catástrofe.
Tenía que olvidarse de él. Ni le convenía ni la correspondía.
¿Y cómo lo hago?
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