lunes, 20 de enero de 2020

CAPITULO 90 (TERCERA HISTORIA)





La boca de Pedro la condujo derechita al infierno, porque aquello no podía ser bueno... 


Sentir su cuerpo hormiguear, flotar, calcinarse... 


Esa lengua, esos labios y esos dientes la lanzaron a un precipicio sin fin.


Fuego. Delirio. Vida. Muerte. Tortura. Liberación. Extremos de un todo.


Ella se curvó hacia esa embrujadora boca. 


Volvió a chillar, dominada por las más poderosas sensaciones que jamás había experimentado. Era imposible que permaneciera quieta o callada. Sus instintos se habían vuelto tan ingobernables que no pudo mantener cierto grado de decoro, o sensatez, o cordura...


¿Decoro? ¿Sensatez? El caos de emociones, tan abrumadoras como adictivas, que la tenía esclavizada era tremendamente intrigante... y excitante... y prohibido... y erótico... y...


Y, de pronto, se zambulló en las llamas. Su aliento se cortó. Su mente se oscureció. Su cuerpo se sacudió hasta el infinito y más allá. 


Pronunció su nombre y se desplomó en el sillón.


Y él continuó... Besó sus muslos, jadeando como un animal herido. Le aplastó el trasero y la pegó a sus ingles, pero Paula decidió levantarse del sofá, agarrarlo de los brazos y tirar para que la imitara. Él, aturdido, obedeció. Ella se inclinó y besó su clavícula, alzándose de puntillas; posó las
palmas en sus hombros y descendió a medida que lo hacía con la boca.


Su nula experiencia quedó relegada al olvido cuando escuchó cómo a Pedro se le entrecortaba el aliento. De rodillas, le desabrochó el vaquero, clavó los ojos en los suyos y le bajó los pantalones; le quitó las zapatillas y lo dejó en calzoncillos. Lo acarició desde los pies hasta las caderas y viceversa.


—Necesito besarte —le suplicó él antes de agacharse e incorporarla por las axilas.


Y se besaron con un ardor incuestionable, abrazándose entre temblores. Pedro se sentó en el borde del sillón con Paula encima. Él le apresó el labio inferior entre los dientes y lo soltó lentamente. Ella gimió, apretándole las caderas con las piernas y arqueándose.


—Tengo tantas ganas de ti... —le susurró Pedro, acariciándole la espalda.


—Y yo de ti... —se ruborizó—. Nunca he querido esto... pero ahora... — resopló, incapaz de contenerse.


Él inhaló una gran bocanada de aire, cerró los ojos y apoyó la frente en la suya.


No quiero ir rápido, no quiero que te asustes... —le confesó él, ruborizado—. Tampoco quiero que te sientas obligada a hacer ciertas cosas solo porque creas que yo las necesito —la sujetó por las mejillas—. Y, sobre todo, quiero que sea siempre especial, porque no te mereces otra cosa.


—¿Qué puede ser más especial que estar contigo? —lo abrazó, pero justo en ese momento su estómago decidió importunarlos al rugir como un león.


Él sonrió y la besó en la cabeza.


—¿Tienes hambre? —le preguntó Pedro.


—Pues... —se rio—. Creo que sí. Lo siento...


—Ponte cómoda que yo haré la cena.


Ella lo besó en los labios y se incorporó. 


Recogió su ropa y se dirigió al dormitorio, pero, antes de entrar, se giró.


—Voy a ducharme y... —comenzó.


Pero se detuvo al fijarse en la intensa mirada de su héroe, de pie, a pocos metros de distancia, en calzoncillos y comprimiendo los puños a los costados.


Se le cayeron las cosas al suelo por el repentino deseo que sacudió su interior.


Corrió hacia él, se impulsó y se arrojó a su cuello.


Se besaron como locos...Pedro la sostuvo por las nalgas, frotándose contra ella con desesperación. Las lenguas se enredaron y danzaron juntas, a sus anchas. Sonidos agudos y graves brotaron de sus gargantas.


—Déjame tocarte, doctor Pedro... Por favor... Déjame hacerlo...


Él gimió por el ruego y le contestó:
—Querías... ducharte... —caminó hacia el baño.


—Contigo.


—Joder... —cerró los párpados con fuerza un instante—. Ya no puedo más...


Se metieron en el servicio. La bajó al suelo y accionó la ducha con agua templada. El cubículo era muy pequeño, apenas cabían juntos, pero no les importó, cuanto más pegados, mejor...


Él se desnudó por completo y Paula jadeó, entre aterrada y golosa...


¡Por, Dios, es enorme!




CAPITULO 89 (TERCERA HISTORIA)




—Lo siento —se disculpó Paula, ruborizada, estirándose el vestido en el regazo y retrocediendo hacia el extremo del sillón.


Entonces, él estalló en carcajadas. Se incorporó y la rodeó desde atrás con fuerza.


—¿Soy todas esas cosas, Pau? —le susurró al oído, entre ronco y divertido—. ¿Quieres saber tú qué clase de cosas eres?


—Estoy rica y soy bonita —bromeó ella.


—Discrepo. Estás muy, pero que muy, rica y eres muy, pero que muy, bonita, muñeca... —la besó en la mejilla—. Mi muñeca... —le retiró el pelo y la besó en el cuello.


Paula gimió, ladeándose para ofrecerle más piel. Se mareó, tambaleándose hacia atrás, hacia ese cuerpo tan duro, sólido, flexible y atrayente. Sus pesados párpados se cerraron.


Pedro, sentado sobre sus talones, la acomodó sobre sus piernas. Le quitó las Converse. 


Después, agarró el borde del vestido y se lo fue subiendo hasta sacárselo por la cabeza. Ella se paralizó por los repentinos nervios que la asaltaron.


—También soy ansioso, Pau —trazó un recto recorrido con un dedo desde su nuca hasta su trasero—. Y muy caprichoso —le desabrochó el sujetador y se lo deslizó por los brazos lentamente—. Respira, muñeca...


Ella jadeó, soltando el aire que había retenido de forma entrecortada.


—¿Sabes también qué más soy? —continuó él, posando las manos en sus costados.


—No...


—Muy, muy, muy, muy, pero que muy, posesivo... solo contigo —y le apresó los senos.


—¡Pedro! —gritó, sobresaltada.


—Son míos —gruñó.


Masajeó sus pechos mientras le lamía el cuello. 


Paula se arqueó, gimiendo sin parar por tales caricias. Pedro silueteó el contornó de sus senos con las yemas de los dedos. Los apretó, los frotó hasta enderezarlos sin piedad... Y todo ello regándola de besos por su piel, enajenándola hasta el infinito.


Ella se giró, necesitaba tocarlo, verlo... Se sentó a horcajadas sobre él y le quitó la camiseta, con ligero esfuerzo porque se ceñía a su anatomía y porque no podía estar más afectada de lo que estaba... Observó su torso desnudo y delineó las suaves ondulaciones de sus músculos con los dedos, arrastrando las palmas, mordiéndose la boca para silenciarse... La piel de los dos se erizó.


Sus alientos se extinguieron.


Contempló su rostro, salvaje por su violenta mirada, sin dejar de mimarle los brazos, los pectorales, el abdomen... La había capturado tan solo con mirarlo. Esos ojos del color de las castañas, rodeados por admirables pestañas, la envolvieron en un lazo invisible e indestructible que la mantenía atada a él de por vida, para siempre...


—Eres perfecto... doctor Pedro...


Pedro atrapó su trasero, pegándola a sus caderas, y se apoderó de sus labios. La embistió con la lengua al instante, incapaz de contenerse. Exigencia y penuria. Se besaron entre gemidos exagerados. Se abrazaron con fuerza. Se derritieron.


—Quiero comerte, Pau... Quiero comerte entera...


La tumbó en el sofá. La despojó de las braguitas. No quedó cabida para siquiera un resquicio de temor o cobardía. Con su héroe, la timidez se evaporaba. Eran sus ojos los que la tranquilizaban, intensos y poderosos, que rasgaban su piel y bombeaban su corazón a placer.


—Eres tan bonita... ¿Estarás igual de rica que de bonita? —sonrió con malicia.


Entonces, Pedro absorbió su pecho con la boca: primero uno... luego otro...


Utilizó las manos, la lengua, los labios, los dedos, los dientes... Y no se detuvo. Descendió por su tripa, su vientre...


Pedro...


Él la miró un segundo antes de enterrar la boca en su intimidad...


Ella, lejos de asustarse, chilló, enloquecida.


—Joder... —aulló Pedro, sujetándole las caderas con firmeza—. No me pares, Pau... No me pares... —se relamió los labios—. No se te ocurra pararme...


Y besó su inocencia de nuevo.


Y Paula desfalleció...










CAPITULO 88 (TERCERA HISTORIA)




Una vez dentro del apartamento, ella sirvió dos vasos de limonada y le entregó uno. Se sentaron en el sofá, Pedro rodeándola por los hombros con un brazo y Paula con la cabeza recostada en su cálido torso, hecha un ovillo.


—Entiendo que no quieras defraudar a nadie, Pau. Lo entiendo perfectamente —agachó la cabeza—. Llevo toda mi vida dando un paso tras otro en función de unas expectativas que me marqué siendo un niño para no decepcionar a mi familia —dio un sorbo a la bebida—. Mis hermanos son increíbles —sonrió, perdido en sus pensamientos—. Son geniales. Inteligentes, trabajadores, responsables... Mauro siempre ha sido mi superhéroe —se rio—. Nunca me separaba de él e imitaba todo lo que hacía.
A mi padre solo lo veíamos los fines de semana. Mauro se encerraba con él en su despacho de sábado a domingo y yo, con ellos, porque no podía estar un solo segundo sin mi superhéroe. Manuel siempre fue por libre, aunque no se despegaba de mi madre; se colgaba de su pierna y no la dejaba ni a sol ni a sombra, menos cuando nos escapábamos los días que llovía. Mi madre no nos dejaba salir a la calle cuando había tormenta, pero lo hacíamos a escondidas. A Mauro le pellizcaba el brazo, a Manuel le soltaba un discurso y a mí me tiraba de la oreja.


Los dos emitieron una suave carcajada.


—Pero mi mundo feliz —continuó Pedro en un tono serio y bajo, más de lo habitual—, ese mundo ignorante de preocupaciones en un niño, cambió. Yo tenía siete años, Pedro, nueve y Mau, once. Un día, al volver del colegio, vimos un perro atropellado en la cuneta. Llovía. Nos escapamos, como hacíamos siempre, y recogimos al perro. Lo escondimos en el cuarto de Mauro. Tenía una pata rota, muchas heridas y estaba muy sucio. Le robamos un libro de Medicina a mi padre del despacho e intentamos curarle las heridas y entablillarle la pata según las fotos del libro. Lo llamamos Kal, —bebió más limonada—. Lo escondimos una semana entera, hasta que mi madre lo descubrió y se lo llevó al veterinario sin decírnoslo.
»Cuatro días después, estábamos jugando en la habitación de Mauro cuando apareció Kal moviendo el rabo y cojeando. Le habían vendado la pata y le habían puesto un embudo para que no se lamiera las heridas —sonrió, emocionado y nostálgico—. Mi madre nos abrazó llorando y nos dijo que Kal se quedaba con nosotros. El veterinario le había dicho que lo que hicimos le había salvado la vida. Vivió con nosotros doce años —suspiró—. Era nuestro mejor amigo, pero para Mauro siempre fue muy especial y, por consiguiente, para mí también. Por eso, Zaira le regaló a Mauro Alfonso en su primer cumpleaños juntos, de la misma raza que Kal.


—Es una historia muy bonita —murmuró ella, mirándolo—. Tienes historias muy bonitas por contar. Las margaritas de tu madre, Kal... ¿Formaría yo una historia bonita con mi héroe? De sueños se vive, ¿no?


—No tan bonita como tú —Pedro se inclinó y la besó en los labios.


—¿Por qué siempre me dices eso? —quiso saber Paula, sonriendo, feliz, con las mariposas revoloteando en su estómago—. Cuando te digo que algo está rico o es bonito, siempre me dices que yo lo estoy o lo soy más.


—Porque es cierto —le guiñó un ojo—. Estás más rica que cualquier cosa y eres más bonita que cualquier cosa.


Ella se sonrojó y suspiró de forma irregular por sus palabras. Se sentó en su regazo y le rodeó el cuello con un brazo. Fue a dar un sorbo a su vaso, pero él se lo quitó, lo dejó en el suelo y le ofreció el suyo. Paula lo observó extrañada; Pedro, a ella, serio, intimidante.


—No puedo compartir todo lo que yo quisiera contigo, Pau, pero, mientras sí pueda, mientras seas mía, como ahora, aprovecharé hasta lo mínimo.


Paula contuvo el aliento ante tal declaración.


—Doctor Alfonso... —le acarició el rostro y lo besó en la boca.


Ambos gimieron por el delicado roce, apenas duró un instante, pero fue suficiente para caldearlos. Ella bebió sin apartar los ojos de los suyos y le devolvió el vaso, que Pedro depositó en el suelo junto al otro. Se tumbaron.


—Antes has dicho que un día todo cambió —recordó Paula—. ¿Fue cuando salvasteis a Kal?


—Sí —respondió él en un suspiro—. Salvar a Kal nos cambió a todos, en realidad. Decidimos que queríamos ser médicos de mayores. Mi hermano Mauro se volvió mucho más aplicado en la escuela y Manuel empezó a devorar libros de Medicina. Mis padres se dieron cuenta de que algo sucedía con Manuel.


Ella frunció el ceño e incorporó la cabeza para mirarlo. Apoyó las manos en su pecho y la barbilla en los nudillos.


—¿Qué quieres decir?


—Manuel es superdotado.


Paula le dedicó una radiante sonrisa.


—¿Y qué pasó contigo?


—Yo... —adoptó una actitud demasiado grave—. Digamos que no quise quedarme atrás. Siempre me ha costado estudiar. Lo que mis compañeros hacían en media hora, yo lo hacía en el doble de tiempo. Y tener unos hermanos tan buenos, uno de ellos superdotado... —inhaló aire y lo expulsó despacio—. Fue cuando me marqué unas expectativas, que se resumían en intentar alcanzar a mis hermanos para que estuvieran orgullosos de mí. Me saltaba muchas clases en el instituto, pero no era para irme con amigos o con alguna chica, sino para tener más tiempo para estudiar los exámenes.


—¿Te saltabas clases para estudiar? —repitió, incrédula.


Él asintió.


—Nadie de mi familia lo sabe —flexionó los brazos en la nuca y observó el techo—. Un día, Mauro me pilló por los pasillos del instituto. Discutimos. Habló con mi tutor y descubrió que no era la única vez que faltaba. Pero mi tutor nunca se lo contaba a mis padres porque luego sacaba buenas notas — respiró hondo—. Mi hermano me preguntó que por qué lo hacía y me soltó el típico discurso de que si quería ser médico tenía que ir a clase y estudiar, no saltarme las clases.


—No le dijiste la verdad.


—No quería que lo supiera porque no necesitaba que me consolara —tensó la mandíbula—. Sé que nunca llegaré a su altura, ni a la de Mauro ni a la de Manuel, pero ellos no necesitan saber que siempre lo intento, porque se preocuparían por mí.


Ella se sobrecogió por sus palabras. ¿Cómo podía pensar algo así?


—Sospecho que no solo actuabas así en el instituto —musitó Paula en un hilo de voz y con el corazón en suspenso.


—Sospechas bien —sonrió sin humor—. Desde pequeños, nos han apuntado a todo tipo de deportes: golf, hípica, pádel, tenis, atletismo, esquí... Mauro y Manuel los practicaban para divertirse y sin costarles nada de esfuerzo.
Enseguida, aprendían todo y destacaban entre los mejores. Yo convertí la diversión en superación. No competía nunca contra o con ellos, pero sí conmigo mismo. Me empleaba más a fondo y participaba en concursos; mis hermanos, no. Mi habitación de casa de mis padres está llena de trofeos, algún día te la enseñaré —le guiñó un ojo—. Con el deporte, me di cuenta de que, además de gustarme, me hacía sentir bien. Mi familia se enorgullecía de mí cada vez que ganaba algo. Dejé de competir cuando entré en la universidad.
»Medicina es una carrera complicada. Requiere mucho esfuerzo, constancia, horas y horas de estudio. Dormía muy poco, la verdad. Mauro era
de los mejores de su clase y Manuel, el primero de la suya. Ninguno repitió curso y los dos aprobaron todo con notas excelentes. A mí me seguía faltando tiempo para estudiar más. A eso se le añadía que todos mis profesores habían
sido los de ellos, por lo que no podía dejar a mi familia en mal lugar, ni bajar el listón que habían dejado mis hermanos. Y cuando entré a trabajar en el General, ocurrió más de lo mismo —bajó los brazos—. En el hospital, hablaban maravillas de Mauro y Manuel. Eso siempre me ha enorgullecido y me ha ayudado a superarme, aunque sé que jamás seré tan bueno como ellos — añadió en un tono apagado.


—Eres uno de los mejores neurocirujanos del país, Pedro —se sentó de un salto, indignada—. Y, perdóname —levantó una mano—, pero eres el hombre más bueno, más entregado, más luchador, más detallista, más atento, más cariñoso y más guapo que he conocido en mi vida —se enfadó. Arrugó la frente—. Me niego a que te tengas en tan poca estima. ¡Me niego! —dejó caer los puños en el sofá y resopló.


Pedro se quedó pasmado por su arrebato.