lunes, 28 de octubre de 2019

CAPITULO 15 (SEGUNDA HISTORIA)




En el trayecto a Suffolk, el lujoso barrio residencial donde vivían sus padres, cruzando el río Charles, iba tan despacio que los otros coches no paraban de pitarle. Tenía tanto miedo de que al niño le sucediera algo, un choque, un accidente, un frenazo brusco... que no alcanzó la mínima velocidad, apenas aceleró. Los quince minutos que duraba el trayecto cuando conducía su Aston Martin se transformaron en una hora, y eso que casi no había tráfico.


Con lo que le encantaba la velocidad, aquello fue un reto.


Su madre acudió en su ayuda cuando apareció en el recibidor de la vivienda por la puerta que conducía al garaje, detrás de la escalera.


—¡Feliz Navidad, tesoro! —lo saludó Catalina, con una sonrisa radiante antes de coger a Gaston—. Pero ¡qué guapo eres! —le dedicó al bebé, acariciándole la carita con infinita ternura y besándole los mofletes sonrosados.


En el salón pequeño, la estancia situada a la izquierda de la puerta principal, que también era comedor, estaba su familia sentada en los sillones, a la derecha, disfrutando de una copa de vino como aperitivo previo a la comida de Navidad. La mesa alargada, al otro lado, estaba preparada y adornada. Todos, sin excepción, arrullaron a su hijo en cuanto lo vieron.


—¿Qué tal te manejas con Gaston? —le preguntó Mauro, alejados ambos de los demás, que se centraban por completo en los dos niños—. ¿Has dormido algo? Tienes ojeras.


—Algo —se encogió de hombros—. Y no han pasado ni veinticuatro horas desde que sé que soy padre, así que...


—Nunca te acostumbrarás —sonrió su hermano mayor—. Caro tiene tres meses y medio y todavía se me hace raro ser padre. Y ya sabes lo poco que duermo.


—Pero tú duermes poco porque quieres que Zaira sea quien duerma por las noches. Lo decidisteis así. Mientras ella no trabaja y cuida de Caro durante las horas que tú estás en el hospital, prefieres que tu mujer descanse.


—Es lo mismo que has hecho tú hoy, ¿no? —arqueó las cejas, divertido—. Paula se ha quedado durmiendo.


Pedro gruñó. Por desgracia, y a pesar del témpano de hielo que había erigido en su interior, su educación le había prohibido alterar a Paula, y su caballerosidad innata le había incitado a cuidar de ella.


¿Educación y caballerosidad? ¡Y una mierda!


—Es distinto, Mau. Tú proteges a Zaira porque estás enamorado de ella, mi caso no es igual.


—Tu caso es el mismo —suspiró Mauro—, pero no quieres reconocerlo.


Por supuesto que lo reconozco, otra cosa bien diferente es que lo diga en voz alta.


Almorzaron entre risas y bromas, aunque Bruno, a su derecha, no se dirigió a él en ningún momento; de hecho, cuando hablaba, su hermano pequeño desviaba la mirada y lo ignoraba.


—¿Habéis hablado sobre la boda? —se interesó su madre, en el postre.


—No hemos tenido tiempo —respondió Pedro, jugueteando con el suflé de chocolate.


—Podríamos celebrar todo aquí, como Mauro y Zaira, ¿te parece bien? —sugirió su padre—. Pídele opinión a Paula, las novias son las que más se ilusionan.


—¿Las que más se ilusionan? —repitió él, incrédulo—. No nos casamos por amor —aclaró con rudeza, silenciando la velada—. Ni ella quiere, ni yo tampoco. Lo hacemos por Gaston. Y me gustaría que dejarais de aludir al tema como si se tratase de un acontecimiento especial, porque no lo es. ¡Si ni siquiera nos soportamos, joder! —lanzó la cuchara a la porcelana del plato—. Además, Chaves está enamorada de otro, la escuché decírselo a Howard anoche.


Los presentes desorbitaron los ojos.


—¿No se suponía que eran novios? —se interesó Catalina, frunciendo el ceño.


— Nunca han sido novios —respondió Zai, seria, enfrente de Pedro—. Ariel la invitó a cenar varias veces antes de irse los dos a Europa. Paula lo intentó.


—¿Y por qué coño se fue con él? —le exigió, apretando los puños en la mesa, furioso.


—No lo sé, Pedro —contestó la pelirroja—, no sé nada de ella, salvo su trabajo en el hospital. No sé si ha tenido relaciones, no conozco a ninguno de sus amigos, en el caso de que los tenga, como tampoco sé en qué invertía su tiempo libre fuera del trabajo, ni dónde estudió ni el nombre de sus padres... —respiró hondo—. A raíz de la gala, empezamos a ser amigas, pero jamás me desveló nada que no fuera de ti o de Ariel o de su ascenso a jefa de enfermeras de Pediatría.


—¿De mí?


—Sí —asintió Zaira, ya sin nervios, tranquila—. Al día siguiente de la gala, quedé con Paula para desayunar. Ella me lo pidió —bebió un trago de agua y continuó—. Me contó lo vuestro. Me confesó que no habíais tomado precauciones y que le daba pánico quedarse embarazada. Yo le aconsejé que hablara contigo —lo señaló con la mano—, pero me dijo que no. La única solución era esperar a ver si había bebé o no —bebió un sorbo de vino tinto —. Días después, le conté que te habías ido a Los Hamptons. Esa misma
noche, ella tuvo su primera cita con Ariel. Ya no volvimos a hablar de ti. Entre mi accidente y todo lo de Georgia Graham —suspiró—, no le pregunté. Y luego, me dijo que se marchaba a Europa, que era lo mejor, que necesitaba desconectar. Los e-mails que nos hemos enviado en estos diez meses han sido para hablarme de su viaje y de su amistad con Ariel, amistad, que no amor — recalcó con énfasis—. Y ayer, me enteré, al igual que todos, de la existencia de Gaston.


—¿Tú eres, supuestamente, su mejor amiga y no sabías que estaba embarazada? —inquirió él, inclinándose sobre la mesa—. No me lo trago — bufó.


— No, Pedro —arrugó la frente—, pero ahora me imagino que, si huyó a Europa con Ariel, fue por tu culpa.


—¡Qué! —exclamaron el propio Pedro y sus padres.


Sus hermanos no se inmutaron.


—Sí, Pedro, Paula huyó y lo hizo por tu culpa —insistió su cuñada, enfadada, incorporándose de un salto—. Te desentendiste de ella. Te acostaste con ella en un ascensor, la abandonaste y, luego, la evitaste —se cruzó de brazos—. Y ella se asustó. ¿Cómo no quieres que se asuste? —alzó las manos al techo—. Se queda embarazada de un hombre que la ignora. Actuó como mejor creyó. No lo hizo bien —movió la cabeza en gesto negativo—. En mi opinión, Paula debería haber hablado contigo, pero ¿por qué no lo hizo, PedroPorque tú demostraste lo poco que ella te importaba. Tampoco tendría que haber huido, pero los seres humanos cometemos errores. Tú te equivocaste, ella, también, pero te enfadas con ella. Genial, Pedro, simplemente, genial.


—¡Pues claro que me cabreo, joder! —estalló Pedro, levantándose.


—¡Pretendías quitarle al niño, denunciarla! —le rebatió Zaira, en el mismo tono—. Una madre cuida a su hijo desde mucho antes de que nazca. Una madre posee un vínculo especial con su hijo porque crece en su interior. Eso los hombres jamás lo entenderéis —y añadió con desagrado—: Tu forma de actuar dista mucho del Pedro que conozco.


—¡Lo estaba criando al lado de otro! —se desquició y salió de la estancia en dirección al baño que había detrás de la escalera.


A los dos minutos, su cuñada se reunió con él.


—Lo siento, Pedro... —se disculpó—. Perdóname por haberte gritado, sabes que odio gritar.


—Anda, ven aquí —la abrazó, bajó los párpados y la besó en el pelo—. Yo también lo siento, peque. Esto me supera... —confesó, en un susurro.


Ella sonrió con tristeza y le acarició la cara.


—Es normal, te acabas de enterar. ¿Por qué no te coges vacaciones y aprendes a cuidar de Gaston? —le sugirió con dulzura—. Necesitáis comprar muchas cosas y organizar la boda. Necesitáis hablar. Y firmar la paz, al menos, por el niño.


Necesitaban hablar y organizar sus nuevas vidas, cierto. Para ello, tendrían que negociar, pero ¿estaría Pedro dispuesto a ceder por la mujer más irritante que había conocido, una víbora con rostro angelical que le había escondido la existencia de su hijo?



CAPITULO 14 (SEGUNDA HISTORIA)





La voz de Chaves le obligó a girar el rostro en su dirección. Observó cómo se desperezaba en la cama... cómo se arqueaba, estirando los músculos como una felina... cómo se revolvía el pelo serpentino... cómo se frotaba el rostro de forma infantil... cómo sacaba lenta y provocativamente una de sus piernas interminables de las sábanas, seguida de la otra... cómo se le arremolinaba el vestido en el inicio de los muslos, gloriosos... cómo se apreciaban las braguitas blancas de seda... cómo se masajeaba el cuello con los párpados cerrados, sentada frente a él... cómo, sin pretenderlo, le ofrecía los pechos a punto de desbordarse del corpiño...


Sintió lujuria, pero, también, admiración. Era preciosa adormilada, sin atisbo de maquillaje en su dulce rostro, con la ropa arrugada, con rastros de sueño y marcas de la sábana en la piel. Jamás había visto tal belleza en su vida, una belleza incomparable y deslumbrante. 


Ninguna mujer se asemejaba un ápice a ella, ninguna, sin excepción. Y sería su esposa en dos semanas...


—¿Pedro? —repitió, ronca—. Gaston necesita el bibi —se levantó y caminó hacia ellos, tropezando por el sueño.


—Explícame cómo lo preparas y lo haré yo —le susurró, en tono áspero.


Él lamentó de inmediato que el camisón cubriera sus piernas al ponerse de pie. Se fijó, entonces, en que ella había adelgazado. Estaba más esbelta que diez meses atrás, aunque sus curvas... seguían siendo muy, pero que muy, sugerentes.


El escarceo en el hotel fue meramente carnal. No la disfrutó, no la estudió, sino que la besó y la poseyó sin reparar en nada que no fuera el éxtasis reprimido de ambos. La apreció entre las manos, le acarició los muslos, las caderas, el trasero y los senos, pero nada más. Y, en ese instante, codició hacerlo, saborearla y mimarla hasta conducirla al paraíso durante una eternidad, perderse en su cuerpo, rendirla a base de besos sin importar su propia satisfacción, solo la de ella...


—Dejé la bolsa del niño en la cocina —le indicó Chaves, apoyándose en el hombro de Pedro con naturalidad para equilibrarse.


A continuación, le indicó cómo preparar el biberón y cada cuántas horas comía.


—Vuelve a la cama —le aconsejó él, incorporándose con el bebé—. Yo me ocupo de todo. Descansa. Supongo que no te has recuperado del cambio horario, si llegaste hace dos días.


—Gracias —aceptó, con la cabeza agachada y sonrojada.


Pedro se dedicó a su hijo. Estaba acostumbrado a dar de comer a su sobrina, por lo que le resultó fácil con Gaston. Después, le cambió el pañal en el sofá; eso no lo había hecho nunca, y gastó seis pañales hasta que consiguió colocarle uno en condiciones. Lo metió en la cuna y lo arropó. Decidió ducharse y vestirse.


A las once, telefoneó a su madre. Se celebraba la comida de Navidad en la mansión de la familia Alfonso, con sus padres, sus hermanos, su cuñada y la niña. Sin embargo, no estaba seguro de acudir.


—Paula necesita dormir. Ha vivido diez meses en otro continente con un horario diferente —le previno Catalina, a través de la línea—. ¿Por qué no os venís Gaston y tú? Déjale una nota para que no se asuste cuando se despierte sola.


Pedro suspiró. Se acomodó en uno de los taburetes de la cocina, con el perro a sus pies, que masticaba una vieja y roída pelota de tenis, su juguete preferido.


—De acuerdo. Nos vemos allí, mamá.


—Cariño. ¿Estás bien?


—Sí, ¿por qué?


—Te he parido, cielo. Estás raro. Es tu voz.


—Es solo que... —se detuvo. Se pasó la mano libre por la cabeza y se frotó la cara—. Supongo que tengo que acostumbrarme a que soy padre. No te preocupes, mamá.


—Es el paso más importante en la vida de cualquier persona. Es normal que tengas miedo. Cariño, tu vida no volverá a ser la misma, pero espero que el cambio sea para bien.


—Yo también lo espero...


Se despidieron y colgaron.


Sin hacer ruido, vistió a su hijo en el sofá del dormitorio. La ropa del niño se encontraba en los dos cajones superiores de la cómoda. Escogió una camisa blanca, lisa, de manga larga, abotonada y de cuello redondo, unos leotardos azul celeste, una ranita con tirantes y una rebeca, ambos a juego. Le calzó los patucos de lana, del mismo tono azul. Tardó mucho, no tenía práctica, pero no dejó de sonreír porque el bebé no se perdía un solo detalle de su padre, mirándolo con tanta concentración que Pedro tuvo que reprimir las carcajadas más de una vez para no despertar a Paula.


Guardó pañales en la bolsa del carrito, que se colgó del hombro, toallitas higiénicas, pomadas, polvos de talco, biberones, chupetes y demás pertenencias que Gaston requiriera, y abrigó al niño, con bufanda y gorrito celestes incluidos. Escribió una nota a Chaves y la pegó con celo en la puerta de la habitación, añadiendo su número de móvil.




CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)




¿Bichito? Pues el bichito te va a clavar el aguijón, rubia, a ver si eres capaz de sobrevivir...


Pedro se agachó para acariciar las orejas de Mau Alfonso, que ladró gozoso, y se dirigió a su habitación. Comprobó que su hijo dormía a gusto. Sintió un revoloteo en el estómago al contemplarlo. Era precioso y tan pequeñito... Era suyo... Respiró hondo, de pronto, experimentando cierto desasosiego. En ese momento, se percató de la realidad: se había convertido en padre y en dos semanas se casaría...


¡Joder!


El miedo devoró su interior. Paseó por el espacio, sin rumbo y muy nervioso. Notaba las palmas sudorosas, la piel fría... Tenía un bebé y, dentro de poco, una esposa...


Y, ¿ahora qué hago? ¿Cómo se cuida de un hijo? ¡¿Cómo?!


Inhaló aire y lo expulsó, repitiendo la acción muchas veces. Pero a Pedro Alfonso, nada se le resistía, ni nadie. Aprendería, por supuesto que lo haría.


Sacó el iPhone del bolsillo y ojeó en internet consejos para padres primerizos.


Las palabras se le grababan en la mente con solo echarles un vistazo, debido a su alto coeficiente intelectual. Se acomodó en el sofá y leyó, hasta que unas carcajadas a lo lejos lo interrumpieron.


Paula entró en la estancia, en silencio.


—Quiero dormir —le dijo ella, cruzada de brazos.


—Duérmete —contestó él, sin prestarle atención, adrede, jugueteando con el móvil.


—Vale, pues vete.


—Es mi habitación, no pienso moverme de aquí. Y baja la voz que vas a despertar a Gaston —continuó ojeando internet.


—Pero tú... Dijiste... —balbuceó, ruborizada—. Dijiste que ibas a dormir en el sofá.


—Es, precisamente, donde estoy, rubia, en el sofá —sonrió y apagó la pantalla del teléfono.


—No, vete al salón.


—Estoy en el salón.


Era tan fácil enervarla...


—No en este salón, Pedro. Vete a... —frunció los labios, desquiciada porque deseaba gritar de impotencia, lo que provocó que Pedro se riera de manera inevitable—. Este cuarto es mío hasta que nos casemos. Después de la boda, podrás dormir en este sofá, pero hasta...


—¿Sabes qué, rubia? —la cortó. Se incorporó y acortó la distancia que los separaba. Notó cómo ella contenía el aliento. Chaves retrocedió, asustada, pero la cama se interpuso en su camino y cayó sentada en ella. Él se inclinó, apoyando las manos a ambos lados de su cuerpo, enfundado aún en el vestido de dama de honor—. He cambiado de opinión. Dormiré contigo en mi cama. Ahora bien, si tú no quieres, tienes el sofá de esta habitación o el del salón del apartamento, si lo prefieres.


No pudo evitar contemplarle la boca entreabierta. Su respiración se turbó, pero se controló para no demostrarlo. No perdió la sonrisa.


—No voy a dormir contigo —pronunció Paula en un hilo de voz, estrujándose el escote de seda, respirando de forma irregular.


—Pues solo te queda el sofá, aunque es un poco incómodo —se levantó y se encerró en el baño.


Se quitó la ropa, que dejó tirada en un rincón, junto a la bañera, como siempre, y se colocó el pantalón del pijama. Se lavó los dientes y regresó a la habitación. Chaves estaba tumbada en uno de los chaise longues, de espaldas a él, rumiando incoherencias por lo bajo. Pedro cogió una manta del vestidor y se la ofreció. Ella lo observó, atónita, examinando su semidesnudez con los labios bien abiertos.


Estaba acostumbrado a que las mujeres lo analizasen sin pudor, disfrutaba, pero jamás se le había erizado la piel, jamás... hasta ahora.


—¿Te gusta lo que ves, rubia? —pronunció él, ronco.


Paula se sobresaltó y gruñó. Se abrigó con la manta y cerró los ojos, ignorándolo. Pero a Pedro era muy difícil engañarlo: Paula Chaves lo deseaba.


Lo acababa de ver en su mirada castaña, que había brillado parpadeante al observar sus músculos, del mismo modo que cuando se habían besado en la boda de Mauro, tras anunciar su compromiso.


Pedro retiró los cojines y se metió en la cama, cruzó las manos detrás de la nuca y repasó los últimos acontecimientos en su mente. ¿Qué relación guardaban, entonces, Howard y Chaves, si ella estaba enamorada de otro? ¿Por qué había decidido marcharse a Europa con un hombre al que no amaba, y embarazada de otro? ¿Serían solo amigos Howard y Paula? ¿Y su familia?, ¿por qué se había callado al interesarse Catalina por sus padres, que vivían
en Nueva York? ¿Conocería él a su familia política?, ¿asistiría a la ceremonia? Si ella provenía de otra ciudad, ¿por qué se había mudado a Boston, cuándo y en qué circunstancias? Y más incertidumbres lo asaltaron, interrogantes sin respuestas.


De madrugada, se acercó a la cocina para servirse un vaso de agua fría, una de sus manías. Al regresar a la habitación, arrugó la frente. Paula dormía en una postura bastante incómoda en el sofá. La alzó en vilo, con extremo cuidado de no despertarla, y la acomodó en la cama, en el lado derecho, de cara a la cristalera. Un error... Lo supo en el instante en que el aroma a mandarina de aquella rubia lo envolvió con fuerza.


Estuvo tentado de despojarla del vestido y de las medias, pues la colosal erección estaba a punto de romper la seda del pijama, la única tela que tapaba su intimidad, pero se negó en rotundo cuando la lucidez retornó a su cerebro.


La cubrió con el edredón y se tumbó en el lado izquierdo.


El problema fue que Chaves se movió buscando calor, lo rodeó por la cintura con un brazo y entrelazó una pierna con las suyas. Al percibir esos hinchados senos en su espalda, Pedro creyó que se asfixiaría porque, de repente, le faltó oxígeno. Y no solo eso, sino que, a los tres segundos, la mano de ella descendió a la cinturilla de sus pantalones, ronroneando.


¡Joder!


Como un lince, él saltó al suelo. Ella se colocó bocabajo, extendiendo sus extremidades en cruz, ocupando gran parte del colchón.


Vaya nochecita me espera...


Se acomodó en el sofá, furioso. ¿En qué momento se le ocurrió traspasarla al lecho?, se reprendió. Procuró conciliar el sueño, pero cabeceó, el mueble era un incordio.


Apenas había dormido un par de horas cuando el bebé sollozó.


Rápidamente, lo acunó en su pecho, poniéndole el chupete, y se sentó, con los pies cruzados en el trasero, sobre el baúl, debajo de la ventana. El amanecer asomó por encima del Boston Common. Bostezaron padre e hijo con suavidad.


Gaston cerró los ojos y suspiró, sonriendo.


Una extraña emoción nació en su corazón. Lo miró durante largo rato, deslumbrado por la belleza del niño, por el halo dorado que resplandecía a su alrededor. Mauro estaba en lo cierto, era igualito que Paula. Le habían rapado
los cabellos, aunque se atisbaba en su cabecita y en sus cejas diminutas cierta pelusa rubia tan clara como el cabello de ella. Tenía, además, las mismas seis pecas en torno a la nariz que su madre. Era precioso, grande, lustroso, de piernas rollizas y tez blanquecina increíblemente suave. Daban ganas de hincarle el diente. Se rio ante tal pensamiento.


—¿Pedro?