lunes, 28 de octubre de 2019
CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)
¿Bichito? Pues el bichito te va a clavar el aguijón, rubia, a ver si eres capaz de sobrevivir...
Pedro se agachó para acariciar las orejas de Mau Alfonso, que ladró gozoso, y se dirigió a su habitación. Comprobó que su hijo dormía a gusto. Sintió un revoloteo en el estómago al contemplarlo. Era precioso y tan pequeñito... Era suyo... Respiró hondo, de pronto, experimentando cierto desasosiego. En ese momento, se percató de la realidad: se había convertido en padre y en dos semanas se casaría...
¡Joder!
El miedo devoró su interior. Paseó por el espacio, sin rumbo y muy nervioso. Notaba las palmas sudorosas, la piel fría... Tenía un bebé y, dentro de poco, una esposa...
Y, ¿ahora qué hago? ¿Cómo se cuida de un hijo? ¡¿Cómo?!
Inhaló aire y lo expulsó, repitiendo la acción muchas veces. Pero a Pedro Alfonso, nada se le resistía, ni nadie. Aprendería, por supuesto que lo haría.
Sacó el iPhone del bolsillo y ojeó en internet consejos para padres primerizos.
Las palabras se le grababan en la mente con solo echarles un vistazo, debido a su alto coeficiente intelectual. Se acomodó en el sofá y leyó, hasta que unas carcajadas a lo lejos lo interrumpieron.
Paula entró en la estancia, en silencio.
—Quiero dormir —le dijo ella, cruzada de brazos.
—Duérmete —contestó él, sin prestarle atención, adrede, jugueteando con el móvil.
—Vale, pues vete.
—Es mi habitación, no pienso moverme de aquí. Y baja la voz que vas a despertar a Gaston —continuó ojeando internet.
—Pero tú... Dijiste... —balbuceó, ruborizada—. Dijiste que ibas a dormir en el sofá.
—Es, precisamente, donde estoy, rubia, en el sofá —sonrió y apagó la pantalla del teléfono.
—No, vete al salón.
—Estoy en el salón.
Era tan fácil enervarla...
—No en este salón, Pedro. Vete a... —frunció los labios, desquiciada porque deseaba gritar de impotencia, lo que provocó que Pedro se riera de manera inevitable—. Este cuarto es mío hasta que nos casemos. Después de la boda, podrás dormir en este sofá, pero hasta...
—¿Sabes qué, rubia? —la cortó. Se incorporó y acortó la distancia que los separaba. Notó cómo ella contenía el aliento. Chaves retrocedió, asustada, pero la cama se interpuso en su camino y cayó sentada en ella. Él se inclinó, apoyando las manos a ambos lados de su cuerpo, enfundado aún en el vestido de dama de honor—. He cambiado de opinión. Dormiré contigo en mi cama. Ahora bien, si tú no quieres, tienes el sofá de esta habitación o el del salón del apartamento, si lo prefieres.
No pudo evitar contemplarle la boca entreabierta. Su respiración se turbó, pero se controló para no demostrarlo. No perdió la sonrisa.
—No voy a dormir contigo —pronunció Paula en un hilo de voz, estrujándose el escote de seda, respirando de forma irregular.
—Pues solo te queda el sofá, aunque es un poco incómodo —se levantó y se encerró en el baño.
Se quitó la ropa, que dejó tirada en un rincón, junto a la bañera, como siempre, y se colocó el pantalón del pijama. Se lavó los dientes y regresó a la habitación. Chaves estaba tumbada en uno de los chaise longues, de espaldas a él, rumiando incoherencias por lo bajo. Pedro cogió una manta del vestidor y se la ofreció. Ella lo observó, atónita, examinando su semidesnudez con los labios bien abiertos.
Estaba acostumbrado a que las mujeres lo analizasen sin pudor, disfrutaba, pero jamás se le había erizado la piel, jamás... hasta ahora.
—¿Te gusta lo que ves, rubia? —pronunció él, ronco.
Paula se sobresaltó y gruñó. Se abrigó con la manta y cerró los ojos, ignorándolo. Pero a Pedro era muy difícil engañarlo: Paula Chaves lo deseaba.
Lo acababa de ver en su mirada castaña, que había brillado parpadeante al observar sus músculos, del mismo modo que cuando se habían besado en la boda de Mauro, tras anunciar su compromiso.
Pedro retiró los cojines y se metió en la cama, cruzó las manos detrás de la nuca y repasó los últimos acontecimientos en su mente. ¿Qué relación guardaban, entonces, Howard y Chaves, si ella estaba enamorada de otro? ¿Por qué había decidido marcharse a Europa con un hombre al que no amaba, y embarazada de otro? ¿Serían solo amigos Howard y Paula? ¿Y su familia?, ¿por qué se había callado al interesarse Catalina por sus padres, que vivían
en Nueva York? ¿Conocería él a su familia política?, ¿asistiría a la ceremonia? Si ella provenía de otra ciudad, ¿por qué se había mudado a Boston, cuándo y en qué circunstancias? Y más incertidumbres lo asaltaron, interrogantes sin respuestas.
De madrugada, se acercó a la cocina para servirse un vaso de agua fría, una de sus manías. Al regresar a la habitación, arrugó la frente. Paula dormía en una postura bastante incómoda en el sofá. La alzó en vilo, con extremo cuidado de no despertarla, y la acomodó en la cama, en el lado derecho, de cara a la cristalera. Un error... Lo supo en el instante en que el aroma a mandarina de aquella rubia lo envolvió con fuerza.
Estuvo tentado de despojarla del vestido y de las medias, pues la colosal erección estaba a punto de romper la seda del pijama, la única tela que tapaba su intimidad, pero se negó en rotundo cuando la lucidez retornó a su cerebro.
La cubrió con el edredón y se tumbó en el lado izquierdo.
El problema fue que Chaves se movió buscando calor, lo rodeó por la cintura con un brazo y entrelazó una pierna con las suyas. Al percibir esos hinchados senos en su espalda, Pedro creyó que se asfixiaría porque, de repente, le faltó oxígeno. Y no solo eso, sino que, a los tres segundos, la mano de ella descendió a la cinturilla de sus pantalones, ronroneando.
¡Joder!
Como un lince, él saltó al suelo. Ella se colocó bocabajo, extendiendo sus extremidades en cruz, ocupando gran parte del colchón.
Vaya nochecita me espera...
Se acomodó en el sofá, furioso. ¿En qué momento se le ocurrió traspasarla al lecho?, se reprendió. Procuró conciliar el sueño, pero cabeceó, el mueble era un incordio.
Apenas había dormido un par de horas cuando el bebé sollozó.
Rápidamente, lo acunó en su pecho, poniéndole el chupete, y se sentó, con los pies cruzados en el trasero, sobre el baúl, debajo de la ventana. El amanecer asomó por encima del Boston Common. Bostezaron padre e hijo con suavidad.
Gaston cerró los ojos y suspiró, sonriendo.
Una extraña emoción nació en su corazón. Lo miró durante largo rato, deslumbrado por la belleza del niño, por el halo dorado que resplandecía a su alrededor. Mauro estaba en lo cierto, era igualito que Paula. Le habían rapado
los cabellos, aunque se atisbaba en su cabecita y en sus cejas diminutas cierta pelusa rubia tan clara como el cabello de ella. Tenía, además, las mismas seis pecas en torno a la nariz que su madre. Era precioso, grande, lustroso, de piernas rollizas y tez blanquecina increíblemente suave. Daban ganas de hincarle el diente. Se rio ante tal pensamiento.
—¿Pedro?
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