lunes, 28 de octubre de 2019
CAPITULO 14 (SEGUNDA HISTORIA)
La voz de Chaves le obligó a girar el rostro en su dirección. Observó cómo se desperezaba en la cama... cómo se arqueaba, estirando los músculos como una felina... cómo se revolvía el pelo serpentino... cómo se frotaba el rostro de forma infantil... cómo sacaba lenta y provocativamente una de sus piernas interminables de las sábanas, seguida de la otra... cómo se le arremolinaba el vestido en el inicio de los muslos, gloriosos... cómo se apreciaban las braguitas blancas de seda... cómo se masajeaba el cuello con los párpados cerrados, sentada frente a él... cómo, sin pretenderlo, le ofrecía los pechos a punto de desbordarse del corpiño...
Sintió lujuria, pero, también, admiración. Era preciosa adormilada, sin atisbo de maquillaje en su dulce rostro, con la ropa arrugada, con rastros de sueño y marcas de la sábana en la piel. Jamás había visto tal belleza en su vida, una belleza incomparable y deslumbrante.
Ninguna mujer se asemejaba un ápice a ella, ninguna, sin excepción. Y sería su esposa en dos semanas...
—¿Pedro? —repitió, ronca—. Gaston necesita el bibi —se levantó y caminó hacia ellos, tropezando por el sueño.
—Explícame cómo lo preparas y lo haré yo —le susurró, en tono áspero.
Él lamentó de inmediato que el camisón cubriera sus piernas al ponerse de pie. Se fijó, entonces, en que ella había adelgazado. Estaba más esbelta que diez meses atrás, aunque sus curvas... seguían siendo muy, pero que muy, sugerentes.
El escarceo en el hotel fue meramente carnal. No la disfrutó, no la estudió, sino que la besó y la poseyó sin reparar en nada que no fuera el éxtasis reprimido de ambos. La apreció entre las manos, le acarició los muslos, las caderas, el trasero y los senos, pero nada más. Y, en ese instante, codició hacerlo, saborearla y mimarla hasta conducirla al paraíso durante una eternidad, perderse en su cuerpo, rendirla a base de besos sin importar su propia satisfacción, solo la de ella...
—Dejé la bolsa del niño en la cocina —le indicó Chaves, apoyándose en el hombro de Pedro con naturalidad para equilibrarse.
A continuación, le indicó cómo preparar el biberón y cada cuántas horas comía.
—Vuelve a la cama —le aconsejó él, incorporándose con el bebé—. Yo me ocupo de todo. Descansa. Supongo que no te has recuperado del cambio horario, si llegaste hace dos días.
—Gracias —aceptó, con la cabeza agachada y sonrojada.
Pedro se dedicó a su hijo. Estaba acostumbrado a dar de comer a su sobrina, por lo que le resultó fácil con Gaston. Después, le cambió el pañal en el sofá; eso no lo había hecho nunca, y gastó seis pañales hasta que consiguió colocarle uno en condiciones. Lo metió en la cuna y lo arropó. Decidió ducharse y vestirse.
A las once, telefoneó a su madre. Se celebraba la comida de Navidad en la mansión de la familia Alfonso, con sus padres, sus hermanos, su cuñada y la niña. Sin embargo, no estaba seguro de acudir.
—Paula necesita dormir. Ha vivido diez meses en otro continente con un horario diferente —le previno Catalina, a través de la línea—. ¿Por qué no os venís Gaston y tú? Déjale una nota para que no se asuste cuando se despierte sola.
Pedro suspiró. Se acomodó en uno de los taburetes de la cocina, con el perro a sus pies, que masticaba una vieja y roída pelota de tenis, su juguete preferido.
—De acuerdo. Nos vemos allí, mamá.
—Cariño. ¿Estás bien?
—Sí, ¿por qué?
—Te he parido, cielo. Estás raro. Es tu voz.
—Es solo que... —se detuvo. Se pasó la mano libre por la cabeza y se frotó la cara—. Supongo que tengo que acostumbrarme a que soy padre. No te preocupes, mamá.
—Es el paso más importante en la vida de cualquier persona. Es normal que tengas miedo. Cariño, tu vida no volverá a ser la misma, pero espero que el cambio sea para bien.
—Yo también lo espero...
Se despidieron y colgaron.
Sin hacer ruido, vistió a su hijo en el sofá del dormitorio. La ropa del niño se encontraba en los dos cajones superiores de la cómoda. Escogió una camisa blanca, lisa, de manga larga, abotonada y de cuello redondo, unos leotardos azul celeste, una ranita con tirantes y una rebeca, ambos a juego. Le calzó los patucos de lana, del mismo tono azul. Tardó mucho, no tenía práctica, pero no dejó de sonreír porque el bebé no se perdía un solo detalle de su padre, mirándolo con tanta concentración que Pedro tuvo que reprimir las carcajadas más de una vez para no despertar a Paula.
Guardó pañales en la bolsa del carrito, que se colgó del hombro, toallitas higiénicas, pomadas, polvos de talco, biberones, chupetes y demás pertenencias que Gaston requiriera, y abrigó al niño, con bufanda y gorrito celestes incluidos. Escribió una nota a Chaves y la pegó con celo en la puerta de la habitación, añadiendo su número de móvil.
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