domingo, 27 de octubre de 2019

CAPITULO 12 (SEGUNDA HISTORIA)




Ella se cubrió la boca con las manos. Las lágrimas se deslizaron por sus ardientes mejillas. ¿Se estaba vengando? ¿Después de que la abandonara en un ascensor, de que la ignorara sabiendo que no habían tomado precauciones, encima, se atrevía a vengarse por haberle escondido a Gaston?


El crudo dolor se clavó en su pecho, obstaculizándole la entrada de aire. Se hizo un ovillo en el suelo. Cerró los ojos.


No me merezco esto... Me dejó tirada en el ascensor... No miró atrás ni una sola vez... Se acostó conmigo dos veces y le dio igual... ¿Cómo pude permitirlo?


Así la encontró Bruno unos minutos más tarde.


—¿Paula? —acudió a su lado con premura, se sentó y la acomodó en su regazo.


Ella se aferró a su reconfortante abrazo y lloró con mayor intensidad. El pequeño de los Alfonso gruñía incoherencias, rabioso, pero no cesó de frotarle la espalda para consolarla.


Cuando las lágrimas remitieron, se levantó.


—Te he manchado el chaqué, Bruno. Lo siento.


—No importa —le limpió la cara con dedos suaves—. ¿Quieres que te ayude a ordenar?


—¿Dónde está Pedro?


—Me lo crucé al salir del ascensor. Habéis discutido.


Lo último que deseaba era hablar del tema.


—¿Le das el bibi a Gaston mientras yo termino de recoger el estropicio de la habitación? —sonrió, fingiendo alegría, caminando hacia la cuna.


—Claro —asintió y cogió al bebé, que estaba despierto, quejándose porque tenía hambre.


—Voy a preparar el biberón. No tardaré —se llevó consigo la bolsita  rectangular que contenía la alimentación de su hijo y se dirigió a la cocina.


La estancia se iniciaba con una barra americana; al otro lado de la misma, había dos taburetes giratorios. Estaba decorada con el mismo estilo que el resto de zonas comunes de la casa: minimal y bicolor. Era cuadrada. Los electrodomésticos grises se disponían a la izquierda: el alto frigorífico y una torre con el horno y el microondas; la vitrocerámica, la pila y la larga encimera se hallaban a la derecha. 


Armarios bajos y baldas blancos en la pared de enfrente terminaban el recorrido visual.


Preparó el biberón y lo calentó en el microondas. 


Le puso la tetina, lo cerró y comprobó la temperatura vertiéndose un par de gotas en la muñeca. Volvió al dormitorio. Bruno se sentó en el sofá del saloncito, en uno de los chaise longues. Paula le explicó cómo hacerlo, entre risas.


—Es Pedro quien da de comer a Caro siempre que puede —le explicó su amigo, sonriendo—. Yo nunca lo he hecho, pero se siente bien.


Aquello la sorprendió, pero no lo demostró, sino que se dispuso a guardar sus pertenencias en el vestidor. Le costó muchísimo agrupar la ropa de su prometido para meter la suya y la del niño, aunque lo consiguió. En cuanto a las maletas y las bolsas de piel, decidió agruparlas en el espacio que quedaba libre junto a la cómoda. Al día siguiente, las tiraría, ya estaban viejas, rotas y no las necesitaría más, y compraría un juego precioso para su hijo.


Durmió al bebé cantándole una nana sin letra. 


Luego, lo metió en la cuna y lo arropó.


—¿Tienes hambre? —le preguntó a Bruno—. Cocino muy bien.


Bruno asintió, quitándose la chaqueta y la corbata, negra con lunares blancos. Los dejó en su propia habitación y se reunió con Chaves en la cocina.


Se sentó en uno de los taburetes y apoyó los codos en la barra. Ella preparó un sabroso plato de espaguetis a la boloñesa, con queso gratinado, al horno. Se lo comieron en el salón viendo la televisión y bebiendo una cerveza, acompañados de Mau Alfonso.


Pedro entró en el piso justo cuando acabaron. Paula recogió los platos y los fregó en la pila, ignorando de forma deliberada al que era su prometido, que los observaba a punto de sufrir una apoplejía. Los dos hermanos Alfonso se dedicaron un duelo de tensas miradas.


—¿Me acompañas, Bruno? —le sugirió ella a su amigo con una dulce sonrisa —. Me vendrá bien pasear un rato, de repente, ha entrado un bicho imposible de exterminar —añadió adrede.


—Claro —accedió Bruno, imitando su gesto.


—De eso nada —sentenció Pedro, con los puños en los costados—. Gaston está...


—Durmiendo —lo interrumpió—. Tú eres su padre. ¿No querías quedártelo para ti solo? Además —se encaminó hacia su nuevo cuarto, se giró y lo contempló con diversión unos segundos—, tú te has ido a dar una vuelta, ¿no? Pues eso mismo voy a hacer yo —se introdujo en la estancia.


—¡Ni de coña, rubia! —exclamó Pedro, detrás de ella.


—Impídemelo —lo retó sin perder la tranquilidad, calzándose unas manoletinas. Se abrigó y se unió a Bruno en la entrada de la casa.


—Como salgas por esa puerta, Chaves... —la amenazó, colérico.


—Esperaré ansiosa tus consecuencias —le guiñó un ojo, descarada—, bichito.


Y le lanzó un beso y se fue, no sin antes escuchar un bramido animal, y no precisamente del perro de Mauro...





CAPITULO 11 (SEGUNDA HISTORIA)





Con una dicha renovada, comenzó a deshacer el equipaje. Se quitó los tacones para estar más cómoda y no ensuciar nada. Lo primero que hizo fue sacar la cuna de viaje de la funda y montarla; después, colocó las sábanas y la manta, junto con el oso de peluche azul celeste que tenía cosido el nombre de Gaston en una de las patas. Odiaba esa cuna porque el colchón era muy fino, pero Ariel le había aconsejado comprarla antes de volar de regreso a Estados Unidos, hacía dos días, para utilizarla hasta que comprase una fija. Se suponía que lo haría con Howard, no con Pedro...


Suspiró entristecida, sentada sobre sus talones en la alfombra. Y lloró en silencio. Sacó el móvil del bolso de fiesta que había escogido para la boda, turquesa como el vestido, y telefoneó a Ariel, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo, en vano. Nada. Rezó una plegaria para que no la odiara por la decisión que había tomado: alejarlo de su vida por Gaston, casarse con Pedro Alfonso. Le debía mucho a Howard. 


La había acogido, cuidado y protegido cuando ella se había sentido perdida, sola y carente de cariño.


Se limpió las lágrimas con los dedos y vació las maletas. Si se mantenía ocupada, se serenaría, pero lo que sucedió fue que se enojó: su ropa no cabía.


—¡Pedro! —gritó, rabiosa, desde el vestidor.


Él tardó unos segundos en llegar, con el niño en brazos. Se había quitado la levita, el chaleco y la corbata; la camisa estaba remangada en los antebrazos y desabotonada en el cuello. Se había descalzado y estaba tan atractivo que, por un momento, ella creyó disolverse. Meneó la cabeza para centrarse en el tema en cuestión.


—Tenemos un problema —pronunció Paula, en tono agudo—. No hay espacio para mi ropa ni para la del niño. Todos los cajones están ocupados, al igual que las perchas y el zapatero —se cruzó de brazos y golpeó el suelo con el pie.


—Búscate un hueco —se encogió de hombros de manera indiferente—. Ordena mi ropa y mis zapatos de tal forma que haya espacio para ti y para Gaston. No te preocupes si la arrugas, la planchas y listo.


—¿Perdona? —parpadeó, desorientada. ¿Qué había querido decir?


—Eres una mujer, ¿no?


—¿Y? —arqueó las cejas.


—Pues que son las mujeres quienes organizan el hogar —aclaró Pedro, con expresión de pura satisfacción.


¡Yo lo mato!


—¿Se puede saber en qué siglo crees que vives? —exclamó ella, conteniendo las ganas de insultarle.


—Soy un hombre que respeta las tradiciones —se irguió, acariciando la espalda del bebé de un modo distraído—. Y que yo sepa, esta es mi casa. Aquí hay unas normas. Si te riges por ellas, no habrá problemas entre nosotros.


—¿Y cuáles son esas normas? —le preguntó, con gélida calma.


—Mauro adora el orden, por eso, no hay un solo juguete de Caro en las estancias comunitarias del apartamento cuando ellos están en su habitación o no están en casa. Eso mismo harás tú.


—No tengo ninguna intención de entorpecer a tus hermanos en la convivencia —alzó el mentón, indignada—. La duda ofende.


—La duda ofende, ¿eh? —comentó él, con otra sonrisa de satisfacción—. Así es como me sentí yo al enterarme de la existencia de mi hijo.


—Dime las demás normas —apretó la mandíbula.


—Ya sabes —le guiñó un ojo—, limpiar, recoger, lavar la ropa, planchar, cocinar, cuidar del bebé... Todas esas cosas, las referidas a mi persona.


¡¿Con quién me voy a casar, santo cielo?!


—¿Esto es una broma? —articuló Paula, en un hilo de voz—. ¿Tú qué piensas hacer? Porque si yo lo hago todo, tú...


—Nada —no varió su sonrisa, una sonrisa que la desquició—. Soy un hombre, es evidente que yo disfrutaré viendo cómo me sirves.


—¡¿Qué?! ¡Ni hablar! —le arrebató al bebé y lo tumbó en la cuna.


Pedro gruñó y la siguió.


—No vuelvas a quitarme al niño.


—¡Eres un imbécil!


—Y tú, una víbora.


Regresaron al vestidor, dejando la puerta entornada.


—Me importas una mierda, Pedro —lo apuntó con el dedo índice. Su cuerpo entero vibraba de ira—. Me casaré contigo, sí, por Gaston, por nada más, pero no voy a consentir que me conviertas en tu esclava, ¿me oyes? Bastante va a ser soportarte bajo el mismo techo tanto en casa como en el trabajo, ¡como para encima aguantar tus estúpidas normas machistas, maldito seas! —lo empujó, provocando que trastabillara.


—Te dije que no me pusieras una mano encima —rugió, apresándole los brazos e inmovilizándoselos en la espalda, de tal forma que sus cuerpos se pegaron como imanes—. Llámame como gustes: arcaico, neandertal, troglodita, de otro siglo, machista... —se inclinó. Los embravecidos alientos de ambos se mezclaron—. Esto es lo que hay. Te casarás conmigo y acatarás mis órdenes, si no quieres que te obligue a obedecer.


—¿Y cómo piensas obligarme, imbécil? —le desafió.


—No vuelvas a insultarme, Chaves, o atente a las consecuencias —rechinó los dientes, clavándole los dedos en la piel.


No le hizo daño, todo lo contrario, provocó que ella...


¡AUXILIO! ¡Los bomberos!


—Suéltame, Pedro —le pidió con firmeza, temblando, pero ya no de enfado.


Él contempló sus labios un eterno momento, humedeciéndose los suyos. A ella se le doblaron las rodillas.


Pedro... —gimió.


¡Oh, Dios mío! Acabo de gemir... Este es mi fin...


Pedro dirigió los ojos a los de Paula y la soltó con excesiva lentitud, tomándose su tiempo para arrastrar las manos por sus curvas. Ella retrocedió para crear una distancia prudente entre los dos. Ambos carraspearon.


—Ya que vamos a vivir juntos —dijo Chaves, de perfil a él, sin mirarlo—, tendremos que llegar a algún acuerdo que nos beneficie a los dos. Si el ambiente es tenso, Gaston saldrá perjudicado.
Debe haber armonía.


—No.


—Perdón, ¿qué has dicho?


—No —repitió Pedro, malhumorado—. Me ocultaste la existencia de mi hijo. Te largaste a Europa sin contarme que estabas embarazada. No pienso ser magnánimo contigo. Esto te lo has buscado tú solita —y se fue.




CAPITULO 10 (SEGUNDA HISTORIA)





Describir el apartamento de los hermanos Alfonso como grande era quedarse corto, muy corto... porque era inmenso.


En realidad, Paula había estado varias veces en esa casa, cuando Zaira se había mudado allí, a raíz del accidente que sufrió por culpa de una malvada mujer, Georgia Graham, mujer que estaba en la cárcel cumpliendo condena.


Zai se había fisurado una costilla y fracturado la tibia. Mauro había adecuado su habitación con todo lo indispensable para la rehabilitación. Y, desde entonces, Zaira no se había marchado.


Recordaba el impresionante ático, que ocupaba la última planta, la número catorce, del lujoso edificio, construido en uno de los mejores barrios de Boston, Beacon Hill. Parecían varios pisos individuales en uno solo, con tres estancias comunitarias: la cocina, situada a la izquierda de la puerta principal; el salón minimalista en tonos blancos y negros, ubicado en el centro de la vivienda, y la terraza, al fondo, techada y cubierta para resguardarse del frío y de las lluvias.


Un cachorro precioso y grande de Terranova, llamado Mau Alfonso, el perro que su amiga le había regalado a su ya marido por su cumpleaños, el pasado marzo, justo el mismo día que Paula había volado a Europa con Howard, apoyó las patas delanteras en la cristalera cerrada de la terraza y ladró, moviendo el rabo.


—Es muy bueno con los niños —le indicó Pedro, sonriendo al animal—. A Caro la trata como si fuera su cría, no se despega de la niña —se rio con suavidad.


Ella quiso saludar al animal, pero continuaba impactada por el lugar, se sentía incapaz de moverse.


La cocina estaba separada del salón por un pasillo que atravesaba el ático de un extremo a otro; a la derecha, contó dos puertas, bien alejadas entre sí y enfrentadas, y, a la izquierda, solo había una, al fondo: la habitación de los recién casados. El apartamento era diáfano, de altos techos y muy masculino, a juzgar por la decoración simple, bicolor, aunque estaba perfectamente ordenado, con estilo. Todo era de piel y de formas rectas, moderno. Era refinado, elegante y fascinante. Exudaba poder y dinero por cada palmo de pared o centímetro de mueble.


Ella provenía de una familia de clase alta de Nueva York, sabía lo que era tener mucho dinero... hasta que cumplió dieciocho años y se mudó a Boston, donde tuvo que aprender a vivir de manera independiente, completamente sola y sin un centavo en los bolsillos. Pero eso era otra historia que no deseaba recordar. Todavía dolía mucho, demasiado... Llevaba nueve años sin hablar con su familia, un tiempo que no era suficiente para haber olvidado por qué se marchó de Nueva York.


—La habitación de la izquierda es la mía —anunció él, señalando con la cabeza la puerta en cuestión, en la parte derecha del pasillo—. La otra es de Bruno.


Chaves se dirigió a la habitación de Pedro y prendió la luz. Se petrificó al instante. Se trataba de otro apartamento aparte... Las paredes eran lisas y claras. Era de noche, pero estaba segura de que a la mañana siguiente podría comprobar la luminosidad que aportaban a la estancia.


—Esta casa es increíble... —murmuró ella, intimidada—. ¿Las tres habitaciones son así de grandes?


—No —la rodeó y depositó el abundante equipaje en el suelo—. La de Bruno es la más pequeña. La de Mau es la más grande, aunque nunca la decoró, salvo con una cama y las mesitas de noche, hasta que Zaira se mudó aquí —la miró—. Como tenía que hacer la rehabilitación por la fractura de la pierna, mi hermano instaló un saloncito para que ella se sintiera cómoda, que es donde ahora está la cuna del bebé. Hay espacio más que de sobra, pero ellos odian recargarse de muebles, ya los conoces —se encogió de hombros.


Paula asintió y caminó hacia la gigantesca cama de matrimonio, de escasa altura, estilo oriental; era sensual, demostrando notoriamente a quién pertenecía. Se apoyaba en el centro de la pared de la izquierda, en la que descansaba el cabecero acolchado de piel blanca, tan ancho como la estructura. Las mesitas de noche formaban parte del mismo, eran dos baldas, una a cada lado. Y encima de ellas, estaban clavadas las dos lamparitas con pantalla blanca.


Era una de las tres partes en que se dividía la habitación, digna de una revista de decoración. Todos los muebles de la estancia eran de madera blanca desgastada, con algunas pinceladas de color beis. Las sábanas eran de seda azul oscura y se dejaban entrever bajo los grandes y mullidos almohadones, que alternaban entre el azul y el blanco y poblaban media cama. Recostó al bebé encima del edredón nórdico, doblado en la otra mitad, también azul.


—Si quieres —le dijo Pedro, pasándose la mano por su corto cabello—, cuido del niño mientras tú te organizas.


—Si no te importa, te lo agradecería mucho.


Él cogió a Gaston con cuidado y clara experiencia para mecerlo entre sus fuertes brazos. Le sentaba bien un bebé...


¡Oh, Dios mío! ¡Céntrate!


Paula arrugó la frente, desechando cualquier pensamiento positivo hacia ese hombre, un mujeriego sin escrúpulos, y procedió a colocar toda su vida embalada en siete maletas y ocho bolsas de piel, sin contar con el equipaje del niño.


En la zona de la ventana, simulando una media luna, dispuesta a modo de cristalera en la mitad superior de la pared del fondo, perpendicular a la cama y cubierta por un estor muy claro, casi blanco, había un largo baúl a medida, un mueble de extremo a extremo en el que descansaban numerosos cojines de diversos tamaños; azules, por supuesto.


Anduvo hacia ese espacio. Frente al baúl, existía, sobre una alfombra de pelo, una mesa baja y pequeña con un libro abierto bocabajo. Una lámpara de pie, a modo de rectángulo estrecho y alto, de tela beis, encendida como el resto de la iluminación del dormitorio, emitía una luz amarillenta y acogedora.


El azul era un color frío, pero los tonos claros contrarrestaban esa frialdad. Se agachó y acarició la inesperada suavidad de la alfombra. 


Sí, pensó convencida, era el lugar perfecto para desconectar del ajetreo y tumbarse sobre los almohadones para disfrutar de una buena lectura.


Paseó despacio hacia la derecha, donde se hallaba el tercer y último apartado de la habitación. Se situó a los pies del lecho, contemplando esa zona, y sonrió, maravillada, sin poder evitarlo.


Había una puerta cerrada a la izquierda que, dedujo, sería el baño, seguida por un saloncito, paralelo a la cama. El saloncito estaba formado por un sofá, inspirado en los tú y yo del siglo anterior, pero adaptado a la vida actual; grande, en consonancia con la estancia, de cuatro plazas, blanco, en forma de U invertida y redondeada, con los lados en chaise longue y repleto de cojines azules. Una alfombra mullida lo separaba del lecho, también de pelo, pero, en esa ocasión, azul.


Había otra puerta a continuación del saloncito, pero caminó primero hacia la que estaba pegada a la ventana.


—¡Madre mía! —desorbitó los ojos.


El baño. Era de un lujo exquisito. A la izquierda, se hallaba la ventana, sin cortina, desde la que se apreciaban las vistas nocturnas del parque más antiguo de Boston, el Boston Common. Debajo de la misma, se encontraba la inmensa y circular bañera de hidromasaje, dentro de una estructura de mármol italiano, en un gris tan claro que parecía blanco. Al fondo, dos grandes lavabos, también de mármol, con un espejo ovalado encima; junto a ellos, se emplazaba el excusado, y, en la pared de la derecha, había una ducha con mampara serigrafiada y una estantería ancha, de madera, a modo de cuadrados en la mitad superior, con cajones de tela, y, en la inferior, baldas, donde se habían dispuesto toallas azul oscuro, ordenadas por tamaños.


Detrás de la puerta, había cuatro ganchos de acero clavados; de uno, colgaba un albornoz azul marino; dos estaban vacíos, y un cuarto gancho contenía un pantalón de seda, como las sábanas: el pijama.


¿Y la camiseta? ¡¿Duerme medio desnudo?!


Su cuerpo deliró de fiebre al imaginárselo...


¡Ay, Señor!


Paula se acercó y aspiró la seductora fragancia de Pedro. Gimió, sin poder evitarlo. Ese aroma, definitivamente, era un peligro


Ten clemencia conmigo, Señor...


Se dirigió a la otra puerta dentro del dormitorio, descubriendo... el vestidor.


Bueno... Esto no es un vestidor... ¡Es un sueño, por Dios bendito!


Chaves hubiera chillado de pura felicidad, pero optó por dar brincos, en silencio.


Existía una ventana cuadrada al fondo y, debajo de la misma, estaba el zapatero abierto.


¿Cuántos zapatos usa este hombre? ¡Hay un montón!


Había muebles bajos sin puertas y baldas con perchas a la derecha. Todas las camisas eran blancas y el sinfín de trajes, en distintas tonalidades de azul oscuro. Las corbatas contaban con un apartado especial, estaban dobladas sobre cajones abiertos, acolchados en terciopelo beis. A la izquierda, al lado de la cómoda, había un espacio vacío; pensó que ese sería el lugar idóneo para un tocador.