domingo, 27 de octubre de 2019
CAPITULO 10 (SEGUNDA HISTORIA)
Describir el apartamento de los hermanos Alfonso como grande era quedarse corto, muy corto... porque era inmenso.
En realidad, Paula había estado varias veces en esa casa, cuando Zaira se había mudado allí, a raíz del accidente que sufrió por culpa de una malvada mujer, Georgia Graham, mujer que estaba en la cárcel cumpliendo condena.
Zai se había fisurado una costilla y fracturado la tibia. Mauro había adecuado su habitación con todo lo indispensable para la rehabilitación. Y, desde entonces, Zaira no se había marchado.
Recordaba el impresionante ático, que ocupaba la última planta, la número catorce, del lujoso edificio, construido en uno de los mejores barrios de Boston, Beacon Hill. Parecían varios pisos individuales en uno solo, con tres estancias comunitarias: la cocina, situada a la izquierda de la puerta principal; el salón minimalista en tonos blancos y negros, ubicado en el centro de la vivienda, y la terraza, al fondo, techada y cubierta para resguardarse del frío y de las lluvias.
Un cachorro precioso y grande de Terranova, llamado Mau Alfonso, el perro que su amiga le había regalado a su ya marido por su cumpleaños, el pasado marzo, justo el mismo día que Paula había volado a Europa con Howard, apoyó las patas delanteras en la cristalera cerrada de la terraza y ladró, moviendo el rabo.
—Es muy bueno con los niños —le indicó Pedro, sonriendo al animal—. A Caro la trata como si fuera su cría, no se despega de la niña —se rio con suavidad.
Ella quiso saludar al animal, pero continuaba impactada por el lugar, se sentía incapaz de moverse.
La cocina estaba separada del salón por un pasillo que atravesaba el ático de un extremo a otro; a la derecha, contó dos puertas, bien alejadas entre sí y enfrentadas, y, a la izquierda, solo había una, al fondo: la habitación de los recién casados. El apartamento era diáfano, de altos techos y muy masculino, a juzgar por la decoración simple, bicolor, aunque estaba perfectamente ordenado, con estilo. Todo era de piel y de formas rectas, moderno. Era refinado, elegante y fascinante. Exudaba poder y dinero por cada palmo de pared o centímetro de mueble.
Ella provenía de una familia de clase alta de Nueva York, sabía lo que era tener mucho dinero... hasta que cumplió dieciocho años y se mudó a Boston, donde tuvo que aprender a vivir de manera independiente, completamente sola y sin un centavo en los bolsillos. Pero eso era otra historia que no deseaba recordar. Todavía dolía mucho, demasiado... Llevaba nueve años sin hablar con su familia, un tiempo que no era suficiente para haber olvidado por qué se marchó de Nueva York.
—La habitación de la izquierda es la mía —anunció él, señalando con la cabeza la puerta en cuestión, en la parte derecha del pasillo—. La otra es de Bruno.
Chaves se dirigió a la habitación de Pedro y prendió la luz. Se petrificó al instante. Se trataba de otro apartamento aparte... Las paredes eran lisas y claras. Era de noche, pero estaba segura de que a la mañana siguiente podría comprobar la luminosidad que aportaban a la estancia.
—Esta casa es increíble... —murmuró ella, intimidada—. ¿Las tres habitaciones son así de grandes?
—No —la rodeó y depositó el abundante equipaje en el suelo—. La de Bruno es la más pequeña. La de Mau es la más grande, aunque nunca la decoró, salvo con una cama y las mesitas de noche, hasta que Zaira se mudó aquí —la miró—. Como tenía que hacer la rehabilitación por la fractura de la pierna, mi hermano instaló un saloncito para que ella se sintiera cómoda, que es donde ahora está la cuna del bebé. Hay espacio más que de sobra, pero ellos odian recargarse de muebles, ya los conoces —se encogió de hombros.
Paula asintió y caminó hacia la gigantesca cama de matrimonio, de escasa altura, estilo oriental; era sensual, demostrando notoriamente a quién pertenecía. Se apoyaba en el centro de la pared de la izquierda, en la que descansaba el cabecero acolchado de piel blanca, tan ancho como la estructura. Las mesitas de noche formaban parte del mismo, eran dos baldas, una a cada lado. Y encima de ellas, estaban clavadas las dos lamparitas con pantalla blanca.
Era una de las tres partes en que se dividía la habitación, digna de una revista de decoración. Todos los muebles de la estancia eran de madera blanca desgastada, con algunas pinceladas de color beis. Las sábanas eran de seda azul oscura y se dejaban entrever bajo los grandes y mullidos almohadones, que alternaban entre el azul y el blanco y poblaban media cama. Recostó al bebé encima del edredón nórdico, doblado en la otra mitad, también azul.
—Si quieres —le dijo Pedro, pasándose la mano por su corto cabello—, cuido del niño mientras tú te organizas.
—Si no te importa, te lo agradecería mucho.
Él cogió a Gaston con cuidado y clara experiencia para mecerlo entre sus fuertes brazos. Le sentaba bien un bebé...
¡Oh, Dios mío! ¡Céntrate!
Paula arrugó la frente, desechando cualquier pensamiento positivo hacia ese hombre, un mujeriego sin escrúpulos, y procedió a colocar toda su vida embalada en siete maletas y ocho bolsas de piel, sin contar con el equipaje del niño.
En la zona de la ventana, simulando una media luna, dispuesta a modo de cristalera en la mitad superior de la pared del fondo, perpendicular a la cama y cubierta por un estor muy claro, casi blanco, había un largo baúl a medida, un mueble de extremo a extremo en el que descansaban numerosos cojines de diversos tamaños; azules, por supuesto.
Anduvo hacia ese espacio. Frente al baúl, existía, sobre una alfombra de pelo, una mesa baja y pequeña con un libro abierto bocabajo. Una lámpara de pie, a modo de rectángulo estrecho y alto, de tela beis, encendida como el resto de la iluminación del dormitorio, emitía una luz amarillenta y acogedora.
El azul era un color frío, pero los tonos claros contrarrestaban esa frialdad. Se agachó y acarició la inesperada suavidad de la alfombra.
Sí, pensó convencida, era el lugar perfecto para desconectar del ajetreo y tumbarse sobre los almohadones para disfrutar de una buena lectura.
Paseó despacio hacia la derecha, donde se hallaba el tercer y último apartado de la habitación. Se situó a los pies del lecho, contemplando esa zona, y sonrió, maravillada, sin poder evitarlo.
Había una puerta cerrada a la izquierda que, dedujo, sería el baño, seguida por un saloncito, paralelo a la cama. El saloncito estaba formado por un sofá, inspirado en los tú y yo del siglo anterior, pero adaptado a la vida actual; grande, en consonancia con la estancia, de cuatro plazas, blanco, en forma de U invertida y redondeada, con los lados en chaise longue y repleto de cojines azules. Una alfombra mullida lo separaba del lecho, también de pelo, pero, en esa ocasión, azul.
Había otra puerta a continuación del saloncito, pero caminó primero hacia la que estaba pegada a la ventana.
—¡Madre mía! —desorbitó los ojos.
El baño. Era de un lujo exquisito. A la izquierda, se hallaba la ventana, sin cortina, desde la que se apreciaban las vistas nocturnas del parque más antiguo de Boston, el Boston Common. Debajo de la misma, se encontraba la inmensa y circular bañera de hidromasaje, dentro de una estructura de mármol italiano, en un gris tan claro que parecía blanco. Al fondo, dos grandes lavabos, también de mármol, con un espejo ovalado encima; junto a ellos, se emplazaba el excusado, y, en la pared de la derecha, había una ducha con mampara serigrafiada y una estantería ancha, de madera, a modo de cuadrados en la mitad superior, con cajones de tela, y, en la inferior, baldas, donde se habían dispuesto toallas azul oscuro, ordenadas por tamaños.
Detrás de la puerta, había cuatro ganchos de acero clavados; de uno, colgaba un albornoz azul marino; dos estaban vacíos, y un cuarto gancho contenía un pantalón de seda, como las sábanas: el pijama.
¿Y la camiseta? ¡¿Duerme medio desnudo?!
Su cuerpo deliró de fiebre al imaginárselo...
¡Ay, Señor!
Paula se acercó y aspiró la seductora fragancia de Pedro. Gimió, sin poder evitarlo. Ese aroma, definitivamente, era un peligro
Ten clemencia conmigo, Señor...
Se dirigió a la otra puerta dentro del dormitorio, descubriendo... el vestidor.
Bueno... Esto no es un vestidor... ¡Es un sueño, por Dios bendito!
Chaves hubiera chillado de pura felicidad, pero optó por dar brincos, en silencio.
Existía una ventana cuadrada al fondo y, debajo de la misma, estaba el zapatero abierto.
¿Cuántos zapatos usa este hombre? ¡Hay un montón!
Había muebles bajos sin puertas y baldas con perchas a la derecha. Todas las camisas eran blancas y el sinfín de trajes, en distintas tonalidades de azul oscuro. Las corbatas contaban con un apartado especial, estaban dobladas sobre cajones abiertos, acolchados en terciopelo beis. A la izquierda, al lado de la cómoda, había un espacio vacío; pensó que ese sería el lugar idóneo para un tocador.
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