domingo, 27 de octubre de 2019

CAPITULO 11 (SEGUNDA HISTORIA)





Con una dicha renovada, comenzó a deshacer el equipaje. Se quitó los tacones para estar más cómoda y no ensuciar nada. Lo primero que hizo fue sacar la cuna de viaje de la funda y montarla; después, colocó las sábanas y la manta, junto con el oso de peluche azul celeste que tenía cosido el nombre de Gaston en una de las patas. Odiaba esa cuna porque el colchón era muy fino, pero Ariel le había aconsejado comprarla antes de volar de regreso a Estados Unidos, hacía dos días, para utilizarla hasta que comprase una fija. Se suponía que lo haría con Howard, no con Pedro...


Suspiró entristecida, sentada sobre sus talones en la alfombra. Y lloró en silencio. Sacó el móvil del bolso de fiesta que había escogido para la boda, turquesa como el vestido, y telefoneó a Ariel, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo, en vano. Nada. Rezó una plegaria para que no la odiara por la decisión que había tomado: alejarlo de su vida por Gaston, casarse con Pedro Alfonso. Le debía mucho a Howard. 


La había acogido, cuidado y protegido cuando ella se había sentido perdida, sola y carente de cariño.


Se limpió las lágrimas con los dedos y vació las maletas. Si se mantenía ocupada, se serenaría, pero lo que sucedió fue que se enojó: su ropa no cabía.


—¡Pedro! —gritó, rabiosa, desde el vestidor.


Él tardó unos segundos en llegar, con el niño en brazos. Se había quitado la levita, el chaleco y la corbata; la camisa estaba remangada en los antebrazos y desabotonada en el cuello. Se había descalzado y estaba tan atractivo que, por un momento, ella creyó disolverse. Meneó la cabeza para centrarse en el tema en cuestión.


—Tenemos un problema —pronunció Paula, en tono agudo—. No hay espacio para mi ropa ni para la del niño. Todos los cajones están ocupados, al igual que las perchas y el zapatero —se cruzó de brazos y golpeó el suelo con el pie.


—Búscate un hueco —se encogió de hombros de manera indiferente—. Ordena mi ropa y mis zapatos de tal forma que haya espacio para ti y para Gaston. No te preocupes si la arrugas, la planchas y listo.


—¿Perdona? —parpadeó, desorientada. ¿Qué había querido decir?


—Eres una mujer, ¿no?


—¿Y? —arqueó las cejas.


—Pues que son las mujeres quienes organizan el hogar —aclaró Pedro, con expresión de pura satisfacción.


¡Yo lo mato!


—¿Se puede saber en qué siglo crees que vives? —exclamó ella, conteniendo las ganas de insultarle.


—Soy un hombre que respeta las tradiciones —se irguió, acariciando la espalda del bebé de un modo distraído—. Y que yo sepa, esta es mi casa. Aquí hay unas normas. Si te riges por ellas, no habrá problemas entre nosotros.


—¿Y cuáles son esas normas? —le preguntó, con gélida calma.


—Mauro adora el orden, por eso, no hay un solo juguete de Caro en las estancias comunitarias del apartamento cuando ellos están en su habitación o no están en casa. Eso mismo harás tú.


—No tengo ninguna intención de entorpecer a tus hermanos en la convivencia —alzó el mentón, indignada—. La duda ofende.


—La duda ofende, ¿eh? —comentó él, con otra sonrisa de satisfacción—. Así es como me sentí yo al enterarme de la existencia de mi hijo.


—Dime las demás normas —apretó la mandíbula.


—Ya sabes —le guiñó un ojo—, limpiar, recoger, lavar la ropa, planchar, cocinar, cuidar del bebé... Todas esas cosas, las referidas a mi persona.


¡¿Con quién me voy a casar, santo cielo?!


—¿Esto es una broma? —articuló Paula, en un hilo de voz—. ¿Tú qué piensas hacer? Porque si yo lo hago todo, tú...


—Nada —no varió su sonrisa, una sonrisa que la desquició—. Soy un hombre, es evidente que yo disfrutaré viendo cómo me sirves.


—¡¿Qué?! ¡Ni hablar! —le arrebató al bebé y lo tumbó en la cuna.


Pedro gruñó y la siguió.


—No vuelvas a quitarme al niño.


—¡Eres un imbécil!


—Y tú, una víbora.


Regresaron al vestidor, dejando la puerta entornada.


—Me importas una mierda, Pedro —lo apuntó con el dedo índice. Su cuerpo entero vibraba de ira—. Me casaré contigo, sí, por Gaston, por nada más, pero no voy a consentir que me conviertas en tu esclava, ¿me oyes? Bastante va a ser soportarte bajo el mismo techo tanto en casa como en el trabajo, ¡como para encima aguantar tus estúpidas normas machistas, maldito seas! —lo empujó, provocando que trastabillara.


—Te dije que no me pusieras una mano encima —rugió, apresándole los brazos e inmovilizándoselos en la espalda, de tal forma que sus cuerpos se pegaron como imanes—. Llámame como gustes: arcaico, neandertal, troglodita, de otro siglo, machista... —se inclinó. Los embravecidos alientos de ambos se mezclaron—. Esto es lo que hay. Te casarás conmigo y acatarás mis órdenes, si no quieres que te obligue a obedecer.


—¿Y cómo piensas obligarme, imbécil? —le desafió.


—No vuelvas a insultarme, Chaves, o atente a las consecuencias —rechinó los dientes, clavándole los dedos en la piel.


No le hizo daño, todo lo contrario, provocó que ella...


¡AUXILIO! ¡Los bomberos!


—Suéltame, Pedro —le pidió con firmeza, temblando, pero ya no de enfado.


Él contempló sus labios un eterno momento, humedeciéndose los suyos. A ella se le doblaron las rodillas.


Pedro... —gimió.


¡Oh, Dios mío! Acabo de gemir... Este es mi fin...


Pedro dirigió los ojos a los de Paula y la soltó con excesiva lentitud, tomándose su tiempo para arrastrar las manos por sus curvas. Ella retrocedió para crear una distancia prudente entre los dos. Ambos carraspearon.


—Ya que vamos a vivir juntos —dijo Chaves, de perfil a él, sin mirarlo—, tendremos que llegar a algún acuerdo que nos beneficie a los dos. Si el ambiente es tenso, Gaston saldrá perjudicado.
Debe haber armonía.


—No.


—Perdón, ¿qué has dicho?


—No —repitió Pedro, malhumorado—. Me ocultaste la existencia de mi hijo. Te largaste a Europa sin contarme que estabas embarazada. No pienso ser magnánimo contigo. Esto te lo has buscado tú solita —y se fue.




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