miércoles, 25 de septiembre de 2019

CAPITULO 57 (PRIMERA HISTORIA)




—¿A qué te dedicas, Paola? —le preguntó la señora Graham, con su voz melosa, demasiado melosa...


—Es Paula —la corrigió ella—. Ayudo a niños que lo necesitan —bebió vino, aunque deseaba una cerveza con todas sus fuerzas.


—Pero eso es gratis —arqueó sus finas y alargadas cejas—. Tus padres te mantendrán, supongo, y ese vestido que llevas es extremadamente caro. O, a lo mejor, es un regalo. Me sorprende —dio un sorbo a la copa de agua—. Stela Michel, ¿verdad?


—Sí —respondió, escueta, jugueteando con el tenedor.


Los sirvientes retiraron los platos para servir el segundo: pescado al horno con patatas asadas.


—¿Y bien, Paola? —insistió la señora Graham, observándola con descaro.


—Paula —repitió Paula, con una paciencia asombrosa.


—Sí, perdona —hizo un ademán—. Tienes un nombre muy común, es normal que me confunda —sonrió con frialdad—. ¿No haces nada más que ayudar?


—Exacto —asintió y, nerviosa, se dedicó a comer.


—Es curioso —señaló Georgia—, es evidente que te faltan modales en la mesa; por eso, me asombra que vistas de Stela.


—¡¿Perdón?! —exclamaron los hermanos Alfonso, al unísono.


Un pinchazo se insertó en el vientre de Paula. Pedro estaba muy enfadado por culpa de la señora Graham, y eso le revoloteó el estómago con regocijo.


—No lo he dicho a modo de crítica —contestó, enseguida, la odiosa mujer, sin perder la gélida alegría de su maquillado rostro—. Ha sido un comentario sin ninguna mala intención. Eres demasiado tímida y dejas caer los hombros constantemente, en vez de estirarte. No es malo, pero no concuerda con las clientas de Stela.


—¿La conoce? —le preguntó Paula, al tiempo que le propinaba una discreta patada a Manuel porque lo había oído gruñir.


—¡Por supuesto! —soltó una risita—. Es una de mis más íntimas amigas. Me pide ayuda con algunos de los bocetos. Muchos fines de semana nos entretenemos con esos menesteres en su fantástico taller.


Las otras mujeres se interesaron por el comentario de Georgia y su supuesto auxilio a la diseñadora de moda. Catalina, en cambió, contempló a Paula con seriedad.


—Es curioso —apuntó Paula, antes de beber más vino.


—¿El qué? —quiso saber la señora Graham, flexionando los codos en la mesa y apoyando la barbilla en las manos entrelazadas.


—Que nunca hayamos coincidido usted y yo —dibujó una lenta sonrisa en su rostro, ladeando la cabeza.


—¿Tú y yo? —se carcajeó Georgia—. No frecuentamos los mismos círculos, cielo —añadió, con una prepotencia que no se molestó en disimular.


—Llevo cuatro años siendo la ayudante personal de Stela los fines de semana, los sábados y los domingos el día entero, y jamás la he visto a usted en el taller. Su belleza es imposible de olvidar, pero no me suena su cara de nada.


¡Bravo por mí! Así aprenderá.


El salón se sumió en un silencio absoluto. 


Pedro le guiñó un ojo. Ella desvió la mirada, agitada y orgullosa; no sabía de dónde había salido esa seguridad en sí misma, pero se había defendido con una soberbia elegancia, y su doctor Alfonso lo aprobaba.


—Bueno... —titubeó la señora Graham, poniéndose cada vez más roja—. Me habré confundido de día, Paola —entornó los ojos oscuros.


—No es Paola, señora Graham —la corrigió por tercera vez, sin perder la sonrisa, añadiendo el apelativo aposta—, pero creo que sabe perfectamente cómo me llamo, ¿verdad? —se levantó—. Si me disculpan... —salió sin mirar a nadie.


Se dirigió al baño, con la adrenalina absorbiendo cada poro de su piel, vibrando de entusiasmo y de nervios a partes iguales. Luego, hablaría con los señores Alfonso. Independientemente de que la madre de Alejandra se mereciera esa respuesta, y mucho más, no era correcto haberse rebajado a su altura, y menos en presencia de los anfitriones.


Se refrescó la nuca y las muñecas.





CAPITULO 56 (PRIMERA HISTORIA)




Aparcó en el garaje de la mansión de los Alfonso y entró por la puerta principal, como siempre. El mayordomo lo recibió con una sonrisa excesivamente radiante.


—Buenas noches, señorito Pedro —se quedó con su chaqueta y su casco.


—Buenas noches, Augusto. ¿Dónde están?


—Arriba.


—Gracias.


Subió al segundo y último piso, formado por un pasillo que distribuía, a la izquierda, las estancias de sus padres y las habitaciones de invitados, y, a la derecha, las áreas de ocio, como la sala de cine, música y juegos y alguna habitación más que Catalina utilizaba para su asociación. También estaban las habitaciones de los hermanos Alfonso, que se encontraban al fondo, en un segundo corredor, perpendicular al primero.


El jaleo provenía de una de las estancias de ocio, la última de la derecha, la destinada a la asociación, por lo que caminó por la alfombra estrecha y mullida que cubría el parqué hasta que alcanzó la puerta. Abrió y se quedó clavado en el suelo.


Ella estaba ahí, con Manuel, Bruno y cuatro matrimonios amigos de sus padres. La sala se hallaba repleta de cajas abiertas y un sinfín de disfraces, máscaras y otros complementos desperdigados por el lugar.


—¡Cariño! —su madre se acercó a saludarlo.


—Hola, mamá —le besó la mejilla.


Sus ojos se dirigieron a los de Paula, que lo miró, sonrojada y furiosa, a juzgar por las profundas arrugas que poblaban su frente. Se había arreglado, no llevaba sus ropas estridentes y el pelo le tapaba parte de la cara. 


Pedro se frustró, deseaba retirarle los cabellos que ocultaban una de sus gemas turquesas.


—Estamos eligiendo los accesorios de la gala. Llegas justo a tiempo —le indicó Samuel, antes de abrazarlo—. ¿Qué tal, hijo?


—Bien, papá —hablaba de manera autómata, sin perder de vista a Paula, que decidió darle la espalda en ese momento.


Saludó a los otros matrimonios. Las cuatro mujeres pertenecían a Alfonso & Co, eran las mejores amigas de Catalina, entre las que se encontraba la madre de Alejandra, Georgia Graham. Eso fue lo que provocó que regresara de golpe a la realidad. No era tonto, los señores Graham tenían conocimiento de su relación con su hija, aunque nunca hubiera salido el tema a colación en los dos años que habían estado juntos.


—¿Un vino antes de cenar? —les sugirió Samuel, con una sonrisa.


Solo los hombres, Pedro incluido, aceptaron y fueron al salón, donde charlaron sobre trivialidades.


—¿Cómo va el trabajo, muchacho? —se interesó el señor Graham.


Eduardo Graham era un arquitecto de gran reputación e intachable profesionalidad, y un buen hombre, educado, simpático y afable.


—Bien, gracias, ¿y el estudio? —contestó Pedro antes de dar un sorbo al vino. Prefería la cerveza, pero en compañía de invitados de su familia no le importaba beber lo que sus padres dictasen.


—Muy bien, gracias —le sonrió Eduardo.


Las mujeres se les unieron minutos después y se sentaron en torno a la mesa del comedor. Catalina situó a Paula en el centro, frente a su hijo mayor.


La cena comenzó.


—¿Te gustó el Bristol Lounge, Pedro? —le preguntó Georgia Graham con una sonrisa deslumbrante.


Pedro observó a Paula en un acto reflejo; esta palideció.


—No sabía que hubieras ido al restaurante del Four Seasons, hijo —le dijo su madre, con el ceño fruncido.


—Sí —respondió la señora Graham por él—, cenó con mi Alejandra, el sábado pasado.


Pedro se tensó. ¿Desde cuándo su vida privada se comentaba abiertamente y en presencia de desconocidos? Miró a Paula, pero ella agachó
la cabeza y procedió a probar la crema de verduras que habían preparado como primer plato del menú. Sus hermanos también se alarmaron.


—¿Con Alejandra? —quiso saber Catalina, simulando indiferencia.


Sin embargo, conocía a su madre. Era todo fachada en ese instante, y no le gustó lo más mínimo que su hijo hubiera salido a cenar con la decoradora.


—Espero que en el hospital todo se solucionase —agregó Georgia, después de tomar una cucharada de la comida—. Es una pena que tuvierais que posponer la cena para otro día, aunque es mejor, así salís de su casa de una vez por todas y os dejáis ver. ¡La prensa cree que eres gay, muchacho! Hacéis una pareja encantadora —soltó una risita—. ¿Cuándo pensabais decírnoslo?


Paula se atragantó, igual que los Alfonso; el resto escondió una sonrisa y Pedro carraspeó, conteniéndose para no estirar los brazos y zarandear a la señora Graham. Que pensasen que era gay no le importaba, pero que Georgia diera por hecho que Alejandra y Pedro tenían una relación, eso sí que no lo toleraba, porque no había sido una relación y porque ya no había nada entre ellos.— Tú eres muy guapo —continuó la señora Graham, parloteando sin parar —, y mi hija ha heredado mi belleza, no es de extrañar que os hayáis enamorado.


Más de uno se atragantó... otra vez.


—Disculpen —anunció Paula, incorporándose—, necesito ir al baño — sonrió con timidez.


Él fue el primero que se levantó, seguido de los demás hombres. Cuando ella se perdió de vista en el hall, todos se sentaron, menos Pedro.


—Ahora vuelvo —salió detrás de ella.


—Voy contigo, Pa —le dijo Manuel, alcanzándolo.


—¿Qué quieres? —le exigió, en el recibidor, tras cerrar la puerta del salón.


—Sacarte de un lío —su hermano rechinó los dientes—. No sé qué te traes con Paula —se cruzó de brazos—, pero es obvio que hay algo entre vosotros, es obvio para todos los que estamos cenando... —aclaró en un suspiro—. ¿Por qué crees que esa gilipollas te está dando tanto por culo?


—Controla esa lengua, Manuel —gruñó—. ¿Te refieres a Georgia?


—¡Lo está haciendo aposta, joder! —exclamó Manuel, empujándolo hacia los servicios—. Te espero detrás de la escalera. No tardes. Y no controlaré mi lengua con gilipollas que hacen daño gratuito a la gente que me importa.


Tuvo que darle la razón a su hermano. Georgia Graham no era una persona de fiar, nunca lo había sido.


Entró con sigilo en el baño.


Paula estaba apoyada en los lavabos, de espaldas a él. Pedro contempló su reflejo en el espejo. El semblante de la pelirroja estaba cruzado por una innegable tristeza.


—Puedo explicarlo —declaró Pedro, sin alzar el tono, pero firme.


Ella se sobresaltó, se giró y arrugó la frente.


—No necesito explicaciones —caminó hacia la puerta, donde estaba él parado.


—Yo sí necesito explicarme —se interpuso en su camino—, por favor...


Paula lo rodeó, pero de nada sirvió, por lo que retrocedió y le ofreció el perfil. La repentina frialdad que transmitió ella estrujó su pecho con crueldad.


—Cenaste con Alejandra el día que yo cené con Ernesto —pronunció Paula en voz baja y afilada—. Y has vuelto a quedar con Alejandra. No hay nada que explicar. Está todo muy claro.


—No —la tomó del codo y la obligó a mirarlo—. Cené con Alejandra, sí, pero porque quería verte. Y no he quedado con ella. Su madre se lo ha inventado.


—¿Para verme, necesitas quedar con tu novia? —se carcajeó sin humor, incrédula.


—No, a ver... —se alejó unos pasos y se revolvió el pelo—. Cuando le dijiste a mi madre que tenías una cita en el Bristol Lounge, me... me... — chasqueó la lengua—. Se me ocurrió ir para saber con quién habías quedado. Estaba muerto de celos —se detuvo y la observó—. El mensaje que me escribiste... —suspiró de manera irregular. Su corazón latía a la velocidad del sonido—. Me dijiste que nunca salías de tu burbuja —frunció el ceño—, y, de repente, me entero, por casualidad, de que sí sales de tu burbuja para quedar con un hombre que no soy yo.


Paula meneó la cabeza y posó las manos en la curva de su cintura, pronunciada en exceso gracias al corte del vestido azul oscuro. Estaba tan bonita, que, por un momento, se le nubló la vista, se quitó las gafas y se restregó los ojos. Parpadeó y se las volvió a poner.


—Lo que dije en el mensaje es cierto, y no me arrepiento de nada de lo que te escribí —confesó ella, adelantando una de sus preciosas piernas—. Y ya te conté lo que pasó con la cena de Ernesto, pero tú... —lo apuntó con el dedo índice—. Tú sí que saliste con una mujer que no era yo, con tu novia —apretó la mandíbula—, porque Georgia ha dejado bien claro la relación que tenéis. ¡Me mentiste!


—Alejandra no es mi novia —se acercó—. No sé por qué cojones esa mujer ha dicho eso, pero Alejandra no es mi novia —insistió, furioso—. Lo que Alejandra y yo tuvimos no...


—En su casa —lo interrumpió, girando el rostro—. No salís de su casa. Yo solo soy una ingenua con la que estás jugando, a la que has besado un par de veces, pero, luego, vas a casa de tu novia para... —se ruborizó—, para acostarte con ella porque es una mujer totalmente distinta a mí, que soy una cría.


—Paula —la cogió por los hombros—. No eres una cría, tampoco tonta y no estoy jugando contigo.


Ella se soltó bruscamente y lo encaró.


—¿Por eso me dices que te gusto y, después, desapareces del mapa? ¿Y lo que acabo de escuchar? ¿Alejandra no es tu novia? —inquirió, dolida—. ¡Ja! Si eso no es jugar, ¿qué puñetas es?


Él dio un respingo, pasmado por su reacción.


Manuel entró en ese momento. Los miró como si fueran dos niños pequeños a quienes hubiera que castigar y le ordenó a Paula, más serio que nunca:
—Ve al salón.


Ella inhaló aire y lo expulsó muy enfadada. 


Obedeció.


—Tú y yo ya hablaremos —sentenció su hermano, antes de salir del baño.


Pedro respiró hondo. Se peinó con los dedos y regresó al salón, rezando una plegaria para que Georgia lo dejara en paz.




CAPITULO 55 (PRIMERA HISTORIA)




El jueves por la tarde, no se movió del despacho en las cuatro horas que Paula se encargó de entretener a los niños. Había escuchado el jaleo y las risas, pero se mantuvo quieto y encerrado.


Y el viernes, la conferencia resultó ser otro tormento, sobre todo cuando la vio en la sala vestida con sus ropas estridentes de rojo y amarillo, fresa y plátano. Pedro echaba mucho de menos comer pomelo, fresa y plátano...


Su madre lo telefoneó cuando terminó el seminario. Paula ni siquiera se despidió de él, tan solo se marchó en silencio.


—Mamá —le dijo Pedro al descolgar.


—¡Uy! ¿Qué te pasa?


—Nada.


—Si lo sabré yo, que te he parido. ¿Qué te pasa, Pedro?


Pedro se mordió la lengua y suspiró.


—¿Qué quieres, mamá? —jugueteó con la pluma que utilizaba para escribir.


Catalina permaneció unos segundos callada y añadió:
—Esta noche vienen unos amigos y tus hermanos a cenar. ¿Te apetece? Te aviso con poco tiempo, hijo, perdona.


La pregunta era retórica, los dos lo sabían, pero su madre siempre la formulaba y él siempre respondía afirmativamente.


—Claro. Allí estaré.


—¡Perfecto! Te veo luego, cariño. Un beso.


—Adiós, mamá —colgó, guardó la bata y se colocó la chaqueta.


Alguien golpeó la puerta.


—Adelante.


La enfermera Moore entró en el despacho. Su semblante no pronosticaba nada bueno.


—¿Ocurre algo? —se preocupó Pedro, con el abrigo colgando del brazo.


—Yo... —se retorció las manos, ruborizada—. No sé si... si debería decirle esto, pero... Paula se marcha del hospital.


—Es lógico. Ya son las ocho y media —señaló él—. Hace media hora que debería haber terminado.


—No me entiende, doctor Alfonso—lo contempló unos segundos—. Paula se marcha del hospital —repitió, alzando las cejas—. La semana que viene será su última semana con nosotros. Ya no volverá más. Solo lo sé yo, pero me ha dicho que hablará con el director West en cuanto le sea posible, que la decisión está tomada.


El corazón de Pedro se detuvo de golpe. Se enfadó... Se enfadó mucho.


—¿Y por qué me lo dice a mí, Moore? —entrecerró los ojos.


—Bueno, yo... pensé que... que usted y ella... —titubeó, más colorada imposible.


—Pues pensó mal —la cortó y se fue.


A grandes y fuertes zancadas, alcanzó su apartamento. Estaba tan furioso consigo mismo que se duchó con agua fría y se vistió a manotazos, murmurando maldiciones; creía, convencido, que la decisión de Paula había
sido por él, por su distancia, y no la culpaba, se culpaba a sí mismo, porque era la imagen que él mostraba, aunque no fuera la verdadera...




CAPITULO 54 (PRIMERA HISTORIA)




De noche, caminó hacia su casa al terminar su jornada en el hospital y, como sus pensamientos se centraban en ella, no se dio cuenta de que se estaba dirigiendo al portal de la pelirroja. En realidad, le sucedía a diario... Era el tercer día que acababa en el edificio donde vivía Paula con su abuela.


Increíble... ¡Basta! ¡Espabila!


Cuando se disponía a enfilar hacia su propio apartamento, se chocó con alguien.


—Perdone —se disculpó ella, enseguida—. Iba distraída, lo sien... —se detuvo al percatarse de que era Pedro.


El pánico se apoderó de él. Su respiración se aceleró a punto del colapso.


Qué bonita es, joder...


Paula se irguió con una expresión de enfado que le hizo temblar. No obstante, Pedro entornó los ojos al analizar su atuendo: abrigo negro abierto, revelando un vestido de terciopelo granate, medias negras tupidas, bailarinas negras, de terciopelo también, y el pelo suelto, precioso... Una verdadera mujer...


Un momento... ¿Por qué está tan guapa?


—¿De dónde vienes? —le exigió Pedro, desconfiado.


Paula parpadeó ante su tono seco.


—No te debo ninguna explicación —lo rodeó para entrar en el portal.


—Te he hecho una pregunta —la agarró del brazo.


—¿De verdad, doctor Alfonso? —intentó soltarse, pero fue en vano—. Déjame en paz —se retorció.


Pedro le quitó las llaves de la mano, abrió la puerta y se metió en el edificio, arrastrándola consigo.


—¿De dónde vienes? —le repitió él.


—¿En serio? —exclamó Paula, empujándolo hasta que logró separarse—. ¿A qué juegas, maldita sea? Me dices que no huya —gesticuló—, te escribo para vernos, no me contestas, pero te presentas en mi casa pidiéndome explicaciones de mi vida al día siguiente.


—Sí, en serio —no cedió—. Contéstame.


—No pienso hacerlo —le dedicó la peor de las miradas.


Pedro gruñó, regañándose a sí mismo en su interior por su absurdo comportamiento. Respiró hondo, procurando relajarse, pero le resultó imposible. Estaba tan bonita, tan dulcemente sexy, que los celos lo devoraban.


—¿De dónde vienes, Paula? —avanzó.


Ella, indignada, resopló sin delicadeza y se giró, pero Pedro fue rápido, la tomó por la muñeca y tiró, pegándola a su cuerpo. Sin querer, contempló sus labios ligeramente carnosos y recordó sus besos.


¡Oh, Señor!


Se inclinó, buscándola.


—¡No! —gritó Paula, golpeándolo en el pecho—. ¡Ni se te ocurra! —se ruborizó—. Dijiste que te gustaba, Pedro, y no he sabido nada de ti en cuatro días. ¡Suéltame!


Ella nunca gritaba...


—He estado ocupado —mintió Pedro, apartándose.


—¿Ocupado? —pronunció, alucinada—. ¿Sabes qué? Sigue ocupado, haz lo que quieras, pero déjame en paz —una lágrima descendió por su rostro.


Pedro arrugó la frente, reprimiéndose para no lanzarse a acariciarla y abrazarla, lo que más deseaba en ese momento, lo necesitaba. Se frotó la cara, se revolvió los cabellos, comenzó a pasearse de un lado a otro por el espacio.


¿Qué le ocurría? ¿Por qué actuaba así? ¿Desde cuándo era celoso y su comportamiento dejaba tanto que desear?


Sin decir nada, sin mirarla, salió a la calle y se marchó a su casa.