lunes, 30 de diciembre de 2019
CAPITULO 32 (TERCERA HISTORIA)
Pedro observó la fuga precipitada de Paula hacia el hotel tras confesar aquello. Sonrió. Su estómago, su piel, su pecho, su erección... Pedro explotó en infinitas partículas por el espacio. De repente, todo acababa de cambiar.
Se reunió con sus hermanos y sus cuñadas en el almuerzo.
—Sí —le dijo únicamente a Mauro.
El mayor de los Alfonso dibujó una lenta sonrisa en su cara.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Zaira, seria.
—Que Pedro ha resuelto su primer enigma —contestó Mauro, sonriendo con picardía.
—¿Qué enigma? —preguntó Rocio, tan desconcertada como la pelirroja.
Un camarero los interrumpió para ofrecerles bebida. Todos aceptaron una cerveza.
Sí, Paula le interesaba, acababa de responder a la cuestión que Mauro le había planteado el día que ella había recibido el alta completa, esa misma semana, en su despacho. Más que eso, la leona blanca sería suya, costase lo que costase.
Se derritió por mí...
Pedro observó el comedor, buscándola. La encontró colgada del brazo de su prometido. Los celos arrasaron su interior de manera inevitable.
Y esos celos fueron reemplazados por rabia al ver cómo Anderson se inclinaba hacia ella para susurrarle algo, algo que la hizo palidecer, hundir los hombros, soltarse y encaminarse hacia el interior del hotel, donde se perdió de vista.
Pedro gruñó. Se giró para acudir en su auxilio. Anderson la había incomodado y eso no lo iba a permitir.
Pero un brazo de hierro agarró el suyo, parándolo.
—Ni se te ocurra —apuntó Mauro, serio, apretándolo—. Antes de que vinieras, uno de los empleados del Club le ha dicho algo a Anderson al oído. Luego, ha aparecido Paula y tú lo has hecho unos segundos después. Anderson no es ningún idiota, porque te ha mirado a ti como lo está haciendo ahora —señaló a Ramiro con un movimiento discreto de cabeza, a su derecha.
—Tiene a Paula vigilada —convino Mauro—. ¿Te ha sucedido algo con él, Pedro?— Cuando vosotros os marchasteis de los establos, Paula se cayó del caballo. Anderson estaba en la pista de saltos y no se enteró, o no quiso enterarse —bebió un largo trago de la cerveza—. Yo la ayudé a levantarse y... —se sonrojó—. Digamos que me asusté un poco porque creí que se había quedado inconsciente. Al principio, no reaccionaba.
—¿Te asustaste un poco? —inquirió Rocio con travesura—. ¿Qué hiciste?
—Me aseguré de que estaba bien. Discutimos y la abracé —se encogió de hombros, simulando despreocupación, aunque su familia lo conocía bien. Se rieron—. Así nos pilló Anderson. Creyó que yo era un trabajador del Club, me insultó, el muy gilipollas... —rechinó los dientes—. Pero Paula le aclaró quién era yo. Después, se fue y la dejó allí sola conmigo. Yo la acompañé al hotel. Nada más.
—¿Y ahora? —quiso saber el mediano de los Alfonso—. Has salido detrás de ella hacia el campo de golf.
—La vi discutir con Anderson. Pensé... —desvió la mirada.
—Pues lo que tú pensaste es evidente que también lo pensó Anderson — comentó Manuel, arqueando las cejas—. Te vio salir detrás de ella. Ese tío no es tonto y algo se huele.
—Aquí el único tonto es Pedro —dijo Mauro con su característica arrogancia—. A ver si espabilas,Pedro. Te estás metiendo en terreno vetado — lo contempló con autoridad—. Paula está prometida a un hombre que dista mucho de ser fiable —bufó—. Y ella parece más que dispuesta a obedecer a cualquiera.
—¿Qué quieres decir? —le exigió Pedro, avanzando un paso, amenazante, hacia su hermano mayor.
—¿No te has dado cuenta de que Paula es la educación, la cortesía y los buenos modales en persona? —le rebatió Mauro, en un tono apenas audible—. Jamás se niega a nada, pide perdón continuamente, accede a todo y da las gracias sin cesar, quiera o no. Lo que ella te dijo en tu despacho, eso de que su vida eran escenas que había que vivirlas para no defraudar a los demás, la define mucho, Pedro —chasqueó la lengua.
—Entonces —concluyó Mauro, sin alzar la voz, asegurándose de que nadie los oía—, tienes un gran problema, Pedro. Si te metes entre Paula y Anderson, hazlo porque de verdad tengas claros tus sentimientos hacia ella, porque, si no, romperás algo más que una relación, puedes romperla a ella. Si no desea defraudar a nadie, significa que algo más interfiere en su noviazgo con Anderson; tal vez, sus padres.
—Paula nos ha contado antes que Ramiro es la mano derecha de su padre en el bufete —declaró Rocio.
—Eso solo puede significar que los padres de Paula lo adoran —masculló Pedro, entendiendo así la actitud de Paula hacia su prometido.
Cuando Anderson los había pillado, los verdes luceros de ella habían irradiado esa pesada imposición, y su voz delicada había adquirido un matiz extraño, como si se rindiera a lo inevitable.
No estás enamorada de Ramiro, Pau, pero ¿por qué estás con él?
CAPITULO 31 (TERCERA HISTORIA)
—Hola, señorita —la saludó uno de los empleados que estaba agrupando las cestas vacías de las bolas de golf en una máquina por donde salían dichas bolas—. ¿Sabe jugar?
—Hace mucho que no cojo un palo, pero... —sonrió—. ¿Tendría alguno para mí? Soy diestra.
—Claro, señorita —asintió—. Enseguida vuelvo.
Paula se aproximó a una de las esterillas individuales de césped artificial raspado, situadas en hilera frente al campo de prácticas.
Había banderas que delimitaban los metros para que el jugador en cuestión comprobara la distancia que alcanzaba según cada palo. No había nadie, excepto los trabajadores del Club.
El empleado le entregó un palo del número siete y una cesta con bolas.
—¿Le viene bien?
—El siete es perfecto. Gracias.
Se quedó sola. Tumbó la cesta en el borde de la esterilla y, con el pie, separó una bola. Sujetó el palo. Necesitaba un guante en la mano izquierda, pero no le importó. Abrió las piernas, flexionó ligeramente las rodillas, irguió la espalda y posicionó el palo cerca de la bola, sin tocarla ni rozar la esterilla, al límite. Clavó los ojos en la bola y levantó los brazos tal cual recordaba, atenta al peso del cuerpo, a la relajación de los brazos y, sobre todo, atenta a disfrutar.
Lanzó la bola a ciento veinte metros. Para ser la primera en los últimos tres años, se llenó de orgullo.
—Un swing perfecto —pronunció una voz masculina muy familiar.
Ella se sobresaltó.
—Pedro...
Su palpitar se paró de golpe. ¿La había seguido?
Los empleados a su alrededor desaparecieron y se quedaron a solas.
Pedro, enfadado, a juzgar por la pronunciada arruga de sus cejas, se acercó y le quitó el palo de las manos. Paula salió de la esterilla. En silencio, frunció el ceño y esperó a que él lanzara una bola, pues estaba colocándose con maestría.
El swing... perfecto. ¡Alcanzó los ciento ochenta metros!
Se quedó boquiabierta, aunque no debía sorprenderla que supiera jugar al golf. Las personas de gran poder adquisitivo practicaban ciertos deportes desde que eran unos niños, como, por ejemplo, golf, equitación, pádel, tenis...
Antes había montando con él a caballo y Pedro había guiado al semental con las piernas, no con las riendas, lo que demostraba un dominio inigualable y una pericia soberbia.
Él le extendió el palo. Ella lo agarró, pero Pedro no lo soltó, sino que tiró y la arrastró hacia su cuerpo, atrapándola con el brazo libre. Paula ahogó un grito por el choque.
—Algo te pasa —le susurró él, clavándole los ojos en los suyos, penetrante y fiero—. ¿Por qué te has ido del almuerzo? ¿Has discutido con Anderson?
—No —posó las manos en su pecho, maravillándose por el calor que irradiaba y por la dureza que percibía a través de la camiseta. Invencible...—. No he discutido con Ramiro.
—Pues me ha parecido que sí —la ciñó con más fuerza.
¡Haz el favor, Paula! ¡Retirada!
Suspiró de manera entrecortada. Tuvo que levantar la barbilla.
—¿Por qué has huido antes de mí? —le exigió Pedro, en su característico tono aterciopelado que tanto la inquietaba.
Paula sufrió un escalofrío. Debía huir de nuevo, pero no podía...
¿Alejarse? ¡Ni hablar! Sus numerosos latidos se convirtieron en un único sonido ensordecedor.
—Pedro, suéltame, por favor... —le pidió en un tono firme, pero tembloroso.
Él obedeció, aunque lo hizo con reticencia.
—No somos amigos, Pedro, ni siquiera nos conocemos —tragó los nervios que se le acumulaban en la garganta. Agachó la cabeza—. Esto no está bien.... Antes tú me has... me has... —suspiró de forma irregular—. Mira, yo...
—Antes te he acariciado la espalda y tú no me has detenido, Pau.
Paula reculó unos pasos, intimidada y con el cuerpo vibrando de excitación. Era consciente de que se sentía irremediablemente atraída hacia Pedro Alfonso, como jamás se había sentido con nadie... Una intensa energía desconocida rodeaba a Pedro, una energía prístina, pura, que la envolvía a ella en un estado de perpetua tentación... tentación de descubrirse a sí misma porque, sospechaba, la confusión que reinaba en ella desde que había despertado del coma tenía un nombre, un nombre prohibido para Paula...
—Estoy prometida, Pedro. No puedo permitirme ciertas licencias con los hombres, y tú —lo señaló con la mano de arriba a abajo— eres un hombre muy... —desorbitó los ojos, sonrojándose a un nivel indescriptible. Dio media vuelta—. Tienes razón. Te permití que me acariciaras la espalda de esa manera que lo hiciste. Perdóname. Fue mi error. No volverá a ocurrir.
—Espera... —dejó el palo sobre la esterilla. Avanzó y se situó frente a ella —. No fue un error, porque yo me sentí igual que tú cuando te acaricié la espalda. Lo sé porque estaba allí contigo, Pau. Te sentí.
Paula tragó otra vez. Notó la piel erizada y acalorada por la vergüenza.
—Pedro, por favor, esto no...
—Sé que tienes novio, créeme que lo sé —apretó la mandíbula—. Y él te habrá acariciado o besado muchas veces la espalda —sus pómulos se tiñeron de rubor, aunque no desvió la mirada—. Solo contéstame a algo... ¿Alguna vez has sentido con él...?
—Jamás.
No le dejó ni terminar la pregunta porque no le hizo falta. Y, automáticamente, se tapó la boca, horrorizada por su confesión.
Ay, Paula... en menuda te estás metiendo...
Mejor, vete e ignora a Pedro, ¡pero hazlo, maldita sea!
CAPITULO 30 (TERCERA HISTORIA)
Regresaron al hotel. Se reunieron con la familia Alfonso en el hall, Pedro entre ellos. Sin embargo, ella retrocedió un par de pasos cuando él avanzó en su dirección. De repente, se asustó porque su piel se erizó y su ritmo cardíaco se activó al recordar el episodio de la pomada. Pedro frunció el ceño por su reacción, deteniéndose a gran distancia.
—Nos vemos luego —les dijo Paula—. Ramiro se preguntará dónde estoy. Disculpadme —se escabulló hacia los ascensores.
Se encerró en la suite y se tumbó en la cama.
Se hizo un ovillo, abrazándose las piernas contra el pecho. Su prometido estaba demasiado ocupado, como de costumbre. Ella estaba a salvo en la habitación, o eso creyó...
Cerró los ojos con fuerza. Su mente recordó una conversación sin sentido que una vez soñó. Y fue un sueño extraño. Una escena sin rostros, en blanco, con dos voces...
—¿Te preocupas tanto por ella por lo que le pasó a su hermana? — dijo la voz femenina.
—Al principio sí... —contestó la voz masculina—. Cuando la operé, estaba muy nervioso. Había llevado a cabo muchas intervenciones de ese tipo, pero estuve las veinticuatro horas anteriores repasando todos mis apuntes, por si me quedaba en blanco. La operé sin haber dormido. Tenía tanto miedo de que saliera mal... Los días pasaron. Las pruebas salieron perfectas, pero no salía del coma. Me volqué en ella por su hermana, sí, pero... no sé en qué momento Lucia se marchó y solo quedó Paula.
—Cuando despierte...
—Si despierta... —la corrigió la voz masculina.
—Si despierta, ¿qué harás?
—Tratarla como a los demás pacientes.
—No he dicho nada —aclaró la voz femenina con un deje divertido.
—Pero lo estás pensando.
—Pues es muy guapa. Y, según tú, tiene los ojos más verdes que has visto jamás.
—Yo nunca he dicho eso... —se quejó la voz masculina—. Es una chica normal y corriente.
—Sí lo has dicho. Y no es una chica normal. Tiene la cara tan perfecta que parece una muñeca, ¿verdad?
—No lo sé... —dudó la voz masculina.
—A mí no tienes que engañarme. Te recuerdo que trabajo contigo, doctor Pedro.
—Está bien... Es preciosa...
Aquel sueño se sucedía en su mente y alteraba su corazón desde que despertó del coma. Y no era el único. Más conversaciones, en las que la voz femenina cambiaba, pero la masculina, que no era otra que la de Pedro, permanecía, la perturbaban. Por eso, necesitaba continuar con el psicólogo. El doctor Fitz le había aconsejado que, cuando reviviera esas escenas o soñara con ellas, dejara a su cuerpo aflorar las emociones que su interior experimentaba en esos momentos.
El problema era que se sentía confusa, desorientada... ¿Habría sido real o era producto de su imaginación?
En otros sueños, la voz de Pedro preguntaba cosas sobre Paula y una voz femenina, distinta, más sabia y experta, la voz de su madre, departía sobre ella con naturalidad.
Se secó las lágrimas que estaba derramando.
No lo compliques más, Paula, no lo hagas, por tu bien, pero, sobre todo, por el bien de tu familia...
Se refrescó la cara y la nuca y bajó al comedor del hotel, en la planta principal, pegado al gran salón. Estaba abierto —la mitad sin techar— a las bellas vistas del campo de golf. Caminó entre los presentes hacia la barandilla, donde se recostó sobre los codos. No conocía a nadie, salvo a la familia Alfonso. Bueno, sí conocía a más gente, del mundillo de la abogacía, pero no encajaba. Había perdido el interés por el Derecho.
—¿Dónde estabas? —inquirió Ramiro con el ceño fruncido. Parecía furioso —. Y, ¿por qué no te relacionas? No puedo permitirme una novia retraída, Paula. Dañas mi imagen, una imagen que me ha costado mucho crear —se irguió, altivo.
—Lo siento, Ramiro —se disculpó al instante—. No me encontraba bien. He vuelto a tener esos sueños y...
—No te escudes en esas estúpidas fantasías que te inventas —la reprendió, severo, aunque en un tono lo suficientemente bajo como para que no lo escuchara nadie más—. Voy a cambiarme de ropa. Relaciónate o vete a dar un paseo —se giró y la miró por el rabillo del ojo—. Haz algo útil, Paula, pero no te margines o pensarán mal de mí —y se fue. —Tranquilo, Ramiro —murmuró para sí misma en un suspiro de agotamiento—, no te haré quedar mal, no te preocupes —arrugó la frente, dolida por la actitud de su novio, y se escabulló de la reunión.
Lo último que necesitaba era esperarlo para que la ignorase por enésima vez. Nunca entendería por qué Ramiro le pedía que lo acompañara a eventos de la alta sociedad, si no la presentaba a nadie, se centraba en sus importantísimos contactos y se olvidaba de ella.
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